LA NOBLEZA

Dice Luis Vives:

«La verdadera y sólida nobleza nace de la virtud. Necedad es gloriarte de un padre noble, si tú eres vil y mancillas con tu torpeza la hermosura de aquel linaje.

»A la verdad, todos estamos formados de los mismos elementos y el Dios único es el padre de todos.

»Menospreciar por humilde un linaje es renegar de Dios, autor de aquella vida».

Un día, Napoleón, con cierta ironía e incredulidad le preguntó al príncipe Màssimo, italiano célebre por su extensa genealogía:

—¿Es verdad, príncipe, que creéis descender de Fabio Máximo Cunctator?

—No lo sé, sire. Lo único que puedo deciros es que es un rumor que desde hace 2 000 años corre por nuestra familia.

A los que no poseemos árbol genealógico, sino, a mucho estirar, árbol ginecológico, nos sorprende la cantidad enorme de bastardos que en ellos se encuentran. Como dice Edmond About en su obra Le Marquise de Lourore:

«Un hijo de casa noble abofeteará al insolente que ponga en duda la virtud de su madre; sin embargo, él mismo no oculta que su abuela tuvo ciertos devaneos; y, en cuanto a su tatarabuela, si por ventura obtuvo favores de Luis XV su vanagloria es grande. De este modo la vergüenza de los nuestros, a medida que se aleja de nosotros, se convierte en gloria».

Un grande de España se dirigió un día al general Weyler, que acababa de ser elevado a la grandeza, y le tuteó.

—¿Quién le ha dado permiso para tutearme? —le dijo el general.

—Es costumbre entre nosotros los grandes —dijo el otro.

—Pues sepa usted, mozuelo, que mi grandeza empieza en mí.

O como decía el mariscal Junot: «Yo soy mi propio antepasado».

Del libro de Vicente Vega Diccionario ilustrado de anécdotas, que es excelente, ameno y que recomiendo a mis lectores, entresaco dos que creo representativas no de una nobleza y sangre sino de comportamiento que es lo que vale.

A la muerte de Lutero en 1546 los protestantes manifestaron frecuentemente su rebeldía contra la Iglesia. Carlos I de España, de acuerdo con el Papa y con su hermano Fernando, a quien había cedido los dominios hereditarios de Alemania, resolvió hacerles la guerra.

El 24 de abril de 1547 obtuvo el emperador español la victoria de Mühlberg —que inmortalizó Tiziano en su célebre cuadro hoy en el Museo del Prado de Madrid—. En ella hizo prisionero al príncipe elector de Sajonia, cuya vida ofreció a su esposa a cambio de la ciudad de Wittemberg, en cuya catedral o iglesia del castillo había clavado, años antes, Lutero sus célebres noventa y cinco tesis.

En la propia iglesia estaba enterrado Martin Lutero y el duque de Alba propuso a Carlos I que desenterrase el cadáver, lo quemase y aventase las cenizas, a lo que el emperador respondió:

—Dejémosle reposar: ya ha encontrado a su juez. Yo hago la guerra a los vivos y no a los muertos.

La otra anécdota que copio es la siguiente:

El 3 de junio de 1898, cumpliendo la orden recibida del Gobierno de Madrid, la escuadra española —un solo acorazado y varios barcos de madera— salió de la bahía de Santiago de Cuba para enfrentarse con los potentes barcos norteamericanos que bloqueaban dicho puerto.

La abrumadora superioridad de la escuadra americana, acorazada toda ella y con artillería más potente que la nuestra, tardó cuatro horas en reducir la heroica resistencia de los barcos españoles, que, desarbolados, con incendio a bordo y sembradas las cubiertas de muertos y heridos, prefirieron embarcar antes que rendirse, después de sostener una lucha enteramente desigual.

Los americanos enviaron sus botes y condujeron a bordo de sus acorazados y hospitales prisioneros y heridos, incluso los que cayeron en poder de los rebeldes cubanos que fueron reclamados.

Entre los prisioneros figuraba un oficial, Augusto Miranda, que llegaría a ser almirante y ministro de Marina. Frente a La Habana, solicitó desembarcar bajo palabra de honor, con objeto de atender a su familia que allí residía, y cuya situación no podía por menos de ser muy crítica en aquellos momentos. Se le concedieron dos horas.

Cuando había transcurrido poco más de la mitad del permiso, anunciaron a Miranda que un oficial del barco americano preguntaba si estaba en la casa. Miranda refrenó su cólera a duras penas: mediando la palabra de un marino español, no podía aceptar qué se pretendiese vigilar su cumplimiento. Pronto tuvo que rectificar. El marino americano le dijo, sencillamente:

—Vengo a traerle su espada. El comandante no quiere que cruce usted la ciudad sin espada, en una hora tan concurrida.

Un día Cánovas del Castillo tuvo un incidente con un señor que pretendía tener preferencia de paso en una fiesta palaciega.

—Soy grande de España —exclamó el segundo.

—Y yo soy quien los hace —respondió Cánovas. Y pasó el primero.

Cuando el barcelonés Pedro Maristany fue nombrado conde de Lavern, un amigo le dijo:

—No sé, te encuentro un poco pachucho, ¿qué te pasa?

—Debe ser el cambio de sangre —respondió Maristany.

Del mismo se cuenta que encargó a su criada que, a todos los que iban a felicitarle por el título, contestase:

—El señor no está en casa. Ha salido a probarse la armadura.

Decía Jonathan Swift que muchos nobles son como las patatas, que todo lo bueno lo tienen bajo tierra. Y no estará de más recordar una anécdota célebre:

El gran polemista católico Louis Veuillot discutía un día con un majadero que no hacía más que vanagloriarse de sus antepasados. Veuillot puso fin a la disputa diciendo:

—Yo asciendo de una familia de humildes campesinos, ¿de quién desciende usted?