El cardenal de Bari tenía un hospital del que sacaba poco provecho porque tenía muchos enfermos. Un día envió al intendente a cobrar las rentas… Este individuo, viendo un número prodigioso de enfermos que consumían las rentas de su amo, imaginó un truco. Se disfrazó de médico e hizo reunir a todos los enfermos, miró sus llagas y les declaró que no se les podía curar más que con un ungüento de grasa humana.
—Es necesario, pues —les dijo—, que se sortee entre vosotros aquel que deberá ser cocido en agua hirviendo para servir de remedio a los demás.
A estas palabras los enfermos espantados se apresuraron a huir del hospital.
Es singular la organización de estos hospitales que debían producir rentas en vez de gastarlas. De todos modos, creo que había de ser divertido contemplar esta desbandada de enfermos.
La primera institución, que sabemos, que pueda propiamente llamarse un hospital fue fundada en la isla de Tiber, en la que los romanos, en el año 293 antes de la era cristiana, habían erigido el templo de Esculapio; isla que, mientras tanto, había sido el lugar en donde se dejaba cruelmente abandonados a los esclavos viejos o enfermos.
El autor romano Suetonio dice, hablando de esta costumbre: «En esta isla de Esculapio, ciertos individuos exponían a sus esclavos enfermos y medio muertos, debido a las molestias que significaba tener que cuidarlos». La palabra «exponían» tiene, de la manera como la usa Suetonio, un significado muy desagradable: cuando un niño nacía deforme o sucedía que simplemente alguien quería deshacerse de él, se le exponía en los peldaños de algún templo; «exponía» quería decir que se le dejaba allí hasta que moría de hambre.
Suetonio dijo más, acerca de la isla y de la costumbre de «exponer» en ella a los esclavos enfermos: «El emperador Claudio, sin embargo, decretó que tales esclavos eran libres y que si se curaban no volverían a estar bajo la autoridad de sus amos».
Con el tiempo la isla pasó a ser un lugar de refugio para todos los pobres que estaban enfermos. Allí se les cuidaba y el viejo templo se convirtió en una especie de hospital rudimentario.
Sólo en la época de la instauración del Cristianismo hallamos la verdadera y primera fundación creada para socorro y alivio de enfermos y desgraciados. A pesar de las persecuciones que tuvieron que sufrir los primeros cristianos, vemos ya en Roma por los años 258 a san Lorenzo, el primero de los diáconos o arcediano, juntar a un gran número de enfermos y pobres, los cuales eran mantenidos y cuidados con las limosnas de aquella iglesia. Sin embargo, esto no era todavía en rigor lo que nosotros llamamos ahora hospital, es decir, un asilo común para enfermos. Hacia los años 580 se vio en Occidente el primer hospital propiamente dicho. San Jerónimo nos dice que Fabiola, dama romana muy distinguida por su piedad, construyo el primer hospital o nosocomium con propiedad; es decir, según lo explica él mismo, una casa de campo destinada para reunir los enfermos y achacosos que antes estaban tendidos miserablemente por las plazas públicas, en la que se les facilitaban los alimentos y socorros necesarios.
Cuando Constantino trasladó la sede imperial de Roma a Bizancio o Constantinopla, mandó establecer un hospicio para los extranjeros y peregrinos que principiaban a visitar por devoción la Tierra Santa. Este edificio fue construido sobre el modelo del hospicio que Hircano había erigido el primero en Jerusalén por los años 150 antes de la era cristiana.
De entonces dató la serie ininterrumpida de hospitales que se extendieron por todo el mundo.
Era costumbre que los grandes señores tuviesen su hospital titular, el que se comprometían a sostener. Basándose en ello cuando madame de Hautefort presentó a la reina el abate Scarron, éste le pidió le nombrase su enfermo titular. La reina sonrió y Scarron tomó la sonrisa como concesión. En consecuencia, se le concedió una pensión de 300 escudos, y este poeta burlesco no firmó en adelante de otra forma que: «Scarron, enfermo titular de S. M. la Reina».
Dice un refrán español que «De planes que no cuajan y cuentas que no salen, se llenan los asilos y los hospitales», y otro que: «En el hospital cada uno llora su mal».
Y ésta es quizá la razón por la que la gente sólo en casos extremos acude al hospital y prefiere quedarse en casa cuando está enferma, a no ser que su mal precise una operación. En su casa recibe visitas que le prodigan consuelos… y consejos. «A los enfermos, los sanos, buenos consejos les damos», dice también el refranero. Y eso cuando les creen.
La duquesa de Baviera, delfina de Francia, en tiempos de Luis XIV, tenía muy mala salud, y por lo mismo, estaba siempre triste y melancólica. Acusábanla de quejumbrosa y de enferma por imaginación, calificando todos sus pretendidos males de vapores o caprichos de señorita nerviosa, y ella exclamaba:
—Está visto. Tendré que morirme para justificarme y lograr que me crean.
Esta enferma era completamente opuesta al protagonista del relato siguiente.
El doctor pregunta:
—¿Le duele la cabeza?
—No, señor.
—¿Tiene usted apetito?
—Bastante, sobre todo antes de comer.
—¿Duerme usted por las noches?
—Si, de un tirón.
—Bueno, bueno —finaliza el doctor—, ya verá usted cómo van desapareciendo todos estos síntomas.
Pocas veces los enfermos son tan francos como éste. A veces es una verdadera lucha la que se entabla entre doctor y paciente.
Me contaba un médico rural que muchas veces se había encontrado con que al preguntar al enfermo qué le dolía, le contestaba:
—Eso lo tiene que adivinar usted, que es médico; si no, no tendría gracia que usted me curase si yo lo digo todo. Existe también un enfermo dubitativo.
—¿Le duele la cabeza? —pregunta el doctor.
—Me duele y no me duelo.
—¿Y la garganta?
—Unas veces, sí y otras, no.
—¿Y el estómago?
—¡Pse! Lo mismo. Hay momentos que sí y momentos que no.
—¡Vaya, vaya! —exclama el médico—. Mire: mande, si quiere, a la farmacia. Allí le harán la medicina. Usted la toma o no la toma. Le sentará bien o le sentará mal, y yo volveré mañana o no volveré.
Un facultativo muy célebre y respetado fue requerido con urgencia por una dama que vivía en la misma casa.
El médico acude apresuradamente al piso de su vecina; le introducen en un saloncito y la señora le señala, con los ojos anegados, un mono que daba la sensación de sufrir mucho.
El ilustre hombre de ciencia sintiose molesto en su fuero interno; pero, esclavo de las convenciones, disimuló su indignación y tomó silenciosamente el puso del mono; le examinó y pronto se dio cuenta de la enfermedad que sufría el animalito. Luego vio en un rincón de la sala al hijo de la casa que lloriqueaba sobre la alfombra. El médico se levanta entonces de su silla, se aproxima al chicuelo, le observa también detenidamente: pulso, lengua temperatura, etc., y después, volviéndose hacia la madre le dice:
—Señora, sus dos hijos tienen una indigestión: que tomen una purga y que guarden dieta; eso les curará.
Por cierto, y ya que he hablado de monos, bueno será hacer constar que tal animal retrasó en algunos siglos el progreso de la Medicina. El caso es que Galeno no pudo conseguir en Alejandría un cuerpo que disecar y, aunque debió de haber visto allí esqueletos que le permitieran aprender algo de la estructura humana, tuvo que conformarse con la disección de cerdos y monos para aprender cómo era la forma y colocación de los órganos internos. Por lo que vio en estos animales, dedujo que los órganos humanos eran iguales, deducción que tuvo una desgraciada influencia sobre la Medicina por muchos siglos, durante los cuales se creyó que la anatomía humana era como la de los cerdos y los monos.
Pero dejemos a los irracionales y volvamos a nuestros enfermos.
Hay enfermedades que han desaparecido de la faz de la tierra y no me refiero a aquellas que, como la viruela, se puede decir ya que no existen gracias a los procedimientos de vacunación actualmente empleados, sino que aludo a ciertas dolencias extravagantes que ningún médico aceptaría hoy como tales, v. g., el tarantismo.
José Recuero era un personaje muy popular y obsequiado en el último tercio del siglo XVIII. Su prodigiosa habilidad era reconocida y a menudo solicitada en todos los lugares y villas de La Mancha, y singularmente en los campos de Calatrava y Mondel.
Ágil de manos y dotado de buen oído tañendo la vihuela, era una bendición de Dios y así podían asegurar sus paisanos que resucitaba los muertos con sus jotas, fandangos, seguidillas y otras sonatas. Muchos médicos, boticarios, cirujanos, escríbanos, alcaldes, sacerdotes y sinnúmero de vecinos fueron testigos presenciales de sus portentos. El ciego de Almagro, José Recuero, había vuelto a la salud a no pocos moribundos y desahuciados, aplicando la música a la curación de las dolencias. Pero donde con más asombro del público se veía la eficacia del mágico Recuero, era en el tratamiento de las picaduras de las arañas negras: barrigudas como granos de uva, conocidas por tarántulas o tarantelas, productoras de aquel mal tan horrible y discutido llamado tarantismo.
El doctor don Francisco Xavier Cid, miembro de la Real Academia matritense, médico titular del cabildo de Toledo y de su arzobispo, escribió un libro para demostrar con curiosos datos y elocuentes estadísticas, que el tarantismo existía en España y que se curaba con la música, al modo como se hacía desde tiempos antiguos, en la Puglia de Italia. En tal obra (Madrid, 1787) se dice que en La Mancha «han ocurrido frecuentes casos de haberse muerto muchos envenenados (por la tarántula) en poblaciones grandes por no haber habido quien tocase la tarantela o llegado tarde el que la había de tocar, aunque ya se han dedicado a aprenderla los aficionados a la música de la dicha provincia; que el ciego de Almagro está instruido en todas las tarantelas que se tocan en el país, pero la particular que él usa es, sin comparación mucho más eficaz que las demás, porque en llegando a tiempo, esto es, que el veneno no se haya difundido por todo el cuerpo, o que no se haya altamente arraigado en alguna entraña, es curado el enfermo pronta y seguramente».
Como comprobación de sus asertos, el doctor Cid reúne en su libro varios casos de tarantismo, de los cuales he aquí uno comunicado por el doctor don Mariano Candela y Ayala, médico de la villa de Daimiel, en carta fechada en 24 de febrero de 1783:
«Manuel de Córdoba, de esta vecindad, en el verano pasado del 1782, durmiendo en la era le mordió, al parecer, la tarántula. Despertó con un agudo dolor en el cuello, como acontece a los que tienen mal puesta la cabeza. Volvíase al otro lado, y no pudo por la tirantez de las cuerdas del cuello. Empezó a sentir fatigas y congojas, diciendo que se moría. Trájose a este pueblo, y habiendo sido llamado, le encontré con bastante inquietud, pulso retraído, vientre algo inflamado, dolor en la región renal, ardor y dificultad de orinar. Todo este cúmulo de síntomas por de pronto me hizo suspender el juicio, no pudiendo persuadirme de mordedura venenosa juzgando por otra parte, ser aparatos de una grande enfermedad.
»Me contenté sólo con mandarle aplicar al vientre unos paños de vino y manteca, y unas lavativas laxantes hasta volver, y si necesitaría o no alguna evacuación de sangre. Pasadas menos de dos horas, como las diez de la mañana, me avisan vaya corriendo, que se muere el enfermo. Mandé la Unción mientras llegaba, pues estaba confesado. En este intermedio llamaron las mujeres a un pintor que vive aquí llamado Fulgencio, que fuese a tocarle la guitarra. Fue, y cuando yo llegaba a ver al enfermo, me dice que ya está bueno, y de fidedignas personas que le vieron bailar es como se sigue su relato.
»Principió con fandango, seguidillas y otros sones, permaneciendo quieto hasta que tocó el de la tarantela, que es mixto de fandango y folias, y sin reparar en cosa, tiró de la ropa y principió a bailar con tanta ligereza y sin perder el compás, que no lo ejecutará el más diestro bailarín, riéndose la gente de ver bailar a un hombre que jamás le habían visto bailar y llevar el compás con tanta perfección. El tocador le daba golpes de otro son; y al primero paraba hasta que volvía la sonata. Se repitió en la tarde habiendo sosegado al mediodía, hasta cuya hora duró la sonata, tomando caldo y alimentándose; y en la mañana siguiente, aunque tocó el pintor, no tenía ganas de bailar, y hoy está bueno. Como de noche fue la mordedura, no se puede saber que tarántula fuese. En el cuello no hubo inflamación, sí sólo una lentejuela encarnada». Así lo narra Comenge.
Esto pasaba en el siglo XVIII; durante todo el siglo XIX los médicos se han burlado de ello y ahora, en la segunda mitad del siglo XX, se descubre de nuevo la terapéutica musical y se afirma que la música de Mozart está recomendada para las enfermedades renales.
Con lo que el enfermo no podrá jamás decir que no está para músicas.