Capítulo VII
MÁRTIRES

Si los cálculos de arqueólogos y geólogos no erraban, la presunta batalla tuvo lugar milenios atrás, pero Asdrúbal no se fiaba. Los sembradores parecían concienzudos. Quizás hubieran dejado sobre el terreno trampas cazabobos o dispositivos de alerta. Lo que menos le apetecía era llamar la atención de unos seres que poseían atributos casi divinos. Unos dioses despiadados, por añadidura. No obstante, tenían que arriesgarse. Cabía la posibilidad de que los alienígenas se hubieran refugiado en el subsuelo. Para averiguarlo se requería, además de diversos rastreadores y escáneres en órbita, detonar cargas explosivas para analizar las ondas sísmicas. Con mucha suerte, darían con alguna caverna o construcción subterránea. Y cruzarían los dedos para no despertar a la Bestia.

Tuvieron mucha suerte.

Se asemejaba a un laberinto, al estilo de la colmena granítica de VR-218. Habían horadado a través de aquella mezcla de hielos de agua, nitrógeno, metano y dióxido de carbono una auténtica filigrana de galerías y cavidades. Buena parte de ella había sido demolida por el impacto de un monstruoso misil antibúnker, y el acceso resultaba impracticable. Una capa de varios kilómetros de escombros bloqueaba la entrada. Por fortuna, los alienígenas cavaron aún más hondo.

Seguía sin detectarse señal de vida ni actividad alguna. Manfredo propuso que el planeta fuera denominado Leteo, en honor al río del Averno donde los difuntos iban a beber para olvidar el pasado. En verdad, todo en aquel lugar gélido evocaba la quietud de la muerte, cuando la última estrella del universo se consumiera. Pero en la Kalevala, el personal no podía dedicarse a la contemplación ociosa. Había que entrar en un lugar que se hallaba a tres kilómetros de profundidad, y donde la temperatura no pasaba de 10 °K. A saber qué iban a encontrar allí.

Robots y humanos tuvieron que trabajar en equipo. El hielo era vaporizado por los cañones térmicos y expulsado fuera del amplio túnel que se estaba abriendo. Aunque la actividad sísmica de Leteo era nula, las paredes se revistieron de una capa microcristalina de alta resistencia que evitaba posibles derrumbes. Al suelo se le dio una textura rugosa, para prevenir los patinazos y deslizamientos.

El túnel avanzaba con lentitud; apenas unos cientos de metros por día estándar. La tensión crecía conforme se acercaban al punto elegido: un nodo donde confluían varios corredores sinuosos. Cuando sólo quedaban unos metros, el trabajo se detuvo. Se aplicaron diversos sensores a la pared, para detectar cambios de presión, ruidos o cualquier actividad al otro lado. Nada. Una tumba habría estado más animada.

Unas sondas poco mayores que abejas perforaron el hielo con ayuda de diminutas brocas. Los microtúneles eran sellados a sus espaldas conforme avanzaban. Nada debía salir al exterior, de momento. Asimismo, las sondas habían sido esterilizadas a conciencia, para evitar contaminaciones. Por fin entraron en el pasillo, y datos e imágenes llegaron a la Kalevala. Más que imágenes, oscuridad total. Ni un mísero sonido. La temperatura era idéntica a la del hielo circundante. Vacío, sin atmósfera. Ausencia de restos de materia orgánica. Así podían resumirse los informes de los primeros metros explorados.

Otras sondas mayores siguieron a sus primas enanas. Llevaban focos de distintas longitudes de onda, y más dispositivos de medición. Unas marchaban sobre ruedas mientras que otras levitaban gracias a sus repulsores agrav. Por fin, desde el puente de mando de la Kalevala pudo verse el interior del complejo alienígena. De momento, sólo se trataba de un pasillo de sección cuadrada, con paredes irregulares. Las sondas fueron en busca de zonas de mayor interés. Según los mapas 3D elaborados previamente, cerca había un domo hemisférico de unos sesenta metros de diámetro. Al final del corredor, de momento, sólo se intuía un hueco oscuro como boca de lobo. Las sondas se detuvieron en el umbral y un técnico amante del teatro exclamó: «¡Hágase la luz!» Los focos alumbraron a toda potencia, desvelando por fin lo desconocido a los ansiosos espectadores.

—Joder… ¿Qué pasó aquí? —fue lo que más se oyó en esos primeros momentos.

—No les bastó con el bombardeo masivo —dijo Asdrúbal, entornando los ojos—. Tomaron el complejo al asalto y, a juzgar por las huellas, hubo resistencia. Aquí se peleó por cada palmo de terreno, creedme.

Nadie lo puso en duda. Aquello tenía toda la pinta de haber sido el escenario de una batalla campal. Las paredes estaban cuajadas de cicatrices oscuras. El hielo había recibido impactos de proyectiles de diverso calibre, pero también de lo que parecían armas energéticas, al estilo de los fusiles de plasma: líneas rectas y agujeros cuyos bordes se habían licuado y fluido antes de volver a congelarse.

Y había cadáveres. Multitud. Se trataba de seres que seguían el patrón corporal artrópodo. Vestían escafandras que les otorgaban un aspecto inquietante, como una mezcla contra natura de escarabajo y simio. Eso, los que estaban enteros. Los demás parecían haber pasado por una trituradora. Las sondas pasearon lentamente entre aquella escabechina, transmitiendo imágenes detalladas a las pantallas del puente de mando.

—Los restos se ajustan al esquema anatómico de la fauna nativa de los mundos de la Vía Rápida —comentó Eiji—. Probablemente se trata de los fugitivos de VR-218. Habría sido demasiado bonito dar con algún sembrador…

—¿Cómo sabes que no están ahí? —objetó Marga—. Los dioses suelen crear a sus siervos a su imagen y semejanza.

—Igual que los humanos creasteis a los androides de combate —apostilló Nerea, en tono cansino.

—Rencorosa, la niña, ¿eh? —le replicó Eiji, sarcástico.

—Yo ya pedí disculpas, que conste —protestó Bob.

Ajenos a aquel conato de trifulca, las sondas y los robots seguían deambulando a través de la devastación. Los ordenadores de a bordo analizaban las imágenes y calculaban las trayectorias y ángulos de los disparos. Así, pieza a pieza, se fue reconstruyendo el rompecabezas de aquel drama.

Según infirieron, el complejo fue primero tomado al asalto. Seguramente, el bombardeo vino después, para sellar la entrada bajo megatoneladas de hielo. Puesto que parte de los corredores y recintos se habían venido abajo, mucha información se perdió para siempre. No obstante, quedó meridianamente clara la progresión de las fuerzas asaltantes. Asdrúbal se lo explicó a los demás:

—Si los sembradores fueron los atacantes, emplearon armas diferentes a nuestros alienígenas. Estos últimos portaban fusiles que emitían haces caloríficos. Podéis verlos desperdigados por el suelo. A juzgar por su heterogeneidad, quizá tuvieron que echar mano a cualquier herramienta susceptible de convertirse en armamento defensivo. En cambio, los primeros usaron proyectiles explosivos de diverso calibre, a juzgar por el estropicio causado en los cuerpos. Si el ordenador es tan amable de resaltar en distintos colores las trayectorias de los disparos…

—A la orden, señor —respondió el aparato. En las pantallas se generaron innumerables flechitas rojas y verdes.

—Observad —prosiguió Asdrúbal—: no se distribuyen a tontas y a locas. Los atacantes, en rojo, apuntaban en una misma dirección. Sugiere un avance constante, metódico, en plan apisonadora. Y ahora fijaos en las líneas verdes. Los defensores se iban replegando hacia los pasillos, estrechando el frente. Ordenaré a las sondas que sigan en la dirección del asalto.

Los pequeños vehículos avanzaron con prudencia, sorteando cadáveres desmembrados y eviscerados. Todos parecían de la misma especie. La naturaleza de los agresores seguía siendo un misterio.

—La resistencia tuvo que ser encarnizada —dijo Bob, admirado ante la magnitud de la carnicería—. Si tenían naves MRL, ¿por qué no escaparon otra vez, como nuestros antepasados? Siempre cabe la remota posibilidad de efectuar un salto afortunado, que te lleve a un rincón galáctico lejos de tus verdugos…

Nadie supo responder a eso. Mientras, las imágenes seguían llegando. Nada nuevo aportaban; sólo más destrucción, más muerte. Al final, los robots arribaron a una gran cámara. Había sido el último bastión de la defensa, según indicaban los rastros. Las sondas ingrávidas ascendieron para dar una visión de conjunto. Los robots sobre ruedas se encargaban de los primeros planos a ras de suelo.

—Miles y miles de ellos… —murmuró Marga, sobrecogida—. Los cadáveres parecen disponerse de forma concéntrica en torno a esa especie de tarima del fondo. ¿Qué es lo que hay sobre ella?

Las sondas se acercaron, y entonces Asdrúbal supo por qué los alienígenas no habían huido, sino que prefirieron quedarse a morir. Todo cobraba sentido. Imágenes de otros lugares acudieron a su mente. Cerró por un momento los ojos y tomó una decisión. Se dirigió al segundo de a bordo:

—Voy a bajar a Leteo con una escolta de infantes de Marina. —Miró a continuación a los científicos y a los colonos—. Si alguno desea acompañarnos, puede hacerlo.

Eiji, como los demás, se había quedado anonadado.

—Pero, comandante, ¿no era usted quien se empeñaba en respetar escrupulosamente los protocolos de seguridad? ¿A qué viene lo de meterse ahora ahí? —le preguntó, suspicaz—. Los robots pueden ocuparse de la recogida de muestras…

—Lo que yo deseo hacer no puede ser delegado en un robot —respondió Asdrúbal, y se retiró del puente de mando.

Bob caminaba en silencio junto a sus compañeros por aquel laberíntico cementerio. La verdad, imponía lo suyo, y aquellos trajes espaciales tan finos tampoco ayudaban a tranquilizarlo. Los cadáveres yacían en posturas a cuál más grotesca. Era curioso el efecto combinado del vacío y una temperatura cercana al cero absoluto sobre los despojos. Los fragmentos que no estaban protegidos por sus escafandras blindadas se deshacían sólo con mirarlos.

Grotescos, sí, pero nadie bromeó al respecto. Como mucho, se formuló algún comentario ocasional conforme avanzaban hacia la gran cámara donde aquel drama había concluido. Y allí estaban, por fin. Mientras se acercaban al fondo del recinto, Asdrúbal habló:

—Los científicos no soléis fijaros en las mismas cosas que nosotros, simples militares. Todos los alienígenas que están más o menos enteros presentan los orificios de entrada de los proyectiles en la parte frontal. A ninguno le pegaron un tiro por la espalda. Eso significa que nadie huyó. Plantaron cara a sus asesinos. Bob se preguntaba antes por la razón de que no escaparan. Tenían un poderoso motivo. Examinad con atención lo que hay en la tarima. Si nuestro biólogo jefe es tan amable de ilustrarnos al respecto… ¿Piensas lo mismo que yo?

Eiji subió a la tarima. Era una superficie amplia, de unos cien metros cuadrados, llena de cuerpos. Anduvo entre ellos, estudiándolos con atención.

—Comandante, ¿cómo quiere que sepa lo que pasa por su cabeza? —rezongó—. En cuanto a estos seres, están bastante deteriorados.

—Les dispararon a bocajarro, me temo —dijo Asdrúbal. ¿Había cierta emoción en su voz?—. De arriba abajo, a juzgar por las marcas del suelo. Fue una ejecución masiva. Por desgracia, he visto algunas similares a lo largo de mi carrera, y aún sufro pesadillas. A diferencia de los otros alienígenas, éstos no podían defenderse. Adivina el porqué.

—Su forma es distinta. Las extremidades son más cortas, y el tamaño del cuerpo es menor. Eso podría indicar…

La luz se hizo en la mente de Bob. Las piezas encajaron. El también lo entendió todo.

—Mierda. Se quedaron y murieron para defender a sus crías. Por algún motivo no pudieron llevárselas consigo y se negaron a abandonarlas.

No pudo continuar. Se le quebró la voz. Tenía un nudo en la garganta. Asdrúbal se acercó y le dio unos golpecitos cariñosos en el hombro.

—Por eso no pude quedarme en la Kalevala. Hay cosas que deben hacerse en persona, las que realmente importan —le dijo al muchacho, y éste asintió. A continuación, alzó la voz—. ¡Infantes de Marina! Mirad a vuestro alrededor.

Eiji soltó una réplica en tono jocoso:

—Yo sólo veo bichos muert…

—¡Cállate! —Nerea y Wanda lo cortaron en seco. Ellas también entendían de qué iba aquello, y se requería solemnidad. Mientras, Asdrúbal seguía con su arenga:

—Os elegí para esta misión porque habéis servido conmigo durante años. Nos enviaron a pacificar mundos con guerras tan sucias como las de Shuntra Rhau. Allí vimos lo que por miedo, venganza o avaricia podemos hacer con nuestros semejantes. Sobre todo, con los más débiles. Cómo olvidar lo de aquel hospital, ¿verdad?

Los infantes se removieron, inquietos. Alguno apretó con más fuerza el fusil de asalto.

—En cambio. —Asdrúbal abarcó con un gesto del brazo todo el recinto—, estas criaturas dieron sus vidas por defender a quienes dependían de ellos. No abandonaron a los de su misma sangre. Ninguna vaciló o, si lo hizo, se tragó el miedo y afrontó la muerte con dignidad, de pie, encarando al enemigo. Sin recompensa; tan sólo una tumba fría en el culo del universo. Hasta hoy, nadie sabía de su acto heroico. Merecen un homenaje. Nos ocuparemos de que se les recuerde. ¡Infantes de Marina! ¡Presenten armas!

Hombres y mujeres cumplieron la orden al unísono, conmovidos, pese a tratarse de curtidas tropas de élite. Los civiles asimismo mantenían una actitud respetuosa. Eiji no se atrevía a moverse. Finalmente, Asdrúbal dijo:

—Hemos terminado. Podemos regresar.

El trayecto de vuelta a la Kalevala transcurrió en un silencio sepulcral, nunca mejor dicho.

Científicos y colonos se citaron en la sala de reuniones. Nerea también se unió al grupo. El comandante no apareció por allí. Eiji sacó una lata de cerveza fría del dispensador, la abrió y bebió un largo trago. Luego echó un vistazo a sus compañeros y se le escapó un gruñido de disgusto.

—¿Se puede saber qué diantre os pasa? ¿A qué vienen esas caras de funeral? —Nadie le respondió, y continuó con sus quejas—. Menuda pantomima. Resulta que nuestro aguerrido comandante está hecho un sensiblero…

—Oye, no te pases —le advirtió Nerea en tono amenazante.

—Es algo que debía hacerse —intervino Wanda—. Los alienígenas se sacrificaron por los suyos ante un enemigo que destruye planetas enteros. Ejecutaron a sus crías. En justicia, debíamos homenajearlos.

—¡Pero si llevan milenios fiambres! A ellos ya les da lo mismo. ¿Para eso hemos bajado al laberinto, arriesgándonos a activar alguna trampa?

—Los seres humanos no actuáis, perdón, actuamos con lógica —dijo Manfredo, mientras contemplaba pensativo su vaso de zumo—. La emotividad nos domina, y ciertos gestos son necesarios para que podamos mantener la autoestima. Muchas culturas tienen una máxima sagrada: quien obra y muere con honor merece ser recordado. Es una manera de conferir inmortalidad, quizá la mejor: la fama.

—¿Qué fama ni qué…?

—Comprendo que el concepto de honor le sea ajeno, señor Tanaka— lo cortó el arqueólogo—. Si no entendí mal, nuestro comandante y sus hombres intervinieron en las guerras civiles de Shuntra Rhau. En aquel mundo, la maldad humana alcanzó cotas difícilmente superables. Vecinos que habían convivido durante siglos se convirtieron, para las mujeres e hijos de los adversarios, en… Bueno, el adjetivo despiadados se queda corto. Cuando los militares llegaron para pacificar aquello, descubrieron que ya era tarde, aunque los cadáveres aún estaban recientes. No me extraña que acabaran amargados y frustrados. En Leteo, en cambio, unos seres de aspecto monstruoso se comportaron con decencia. Eso conmueve a cualquier persona que se rija por un código de honor, como es el caso de nuestro comandante.

—Estáis atribuyendo a unos alienígenas sentimientos y actitudes humanas. —Eiji se sulfuraba por momentos—. ¿Heroísmo? ¿Amor a las crías? Quizás actuaron mecánicamente, por puro instinto. El sacrificio por salvar a los inmaduros podría explicarse de forma mucho más simple. La genética del altruismo, desde que la Sociobiología estableció que…

—Las personas, salvo psicópatas e imbéciles. —Wanda no le dejó terminar, muy seria—, nos caracterizamos por poseer empatia. Es la capacidad de ponernos en el pellejo de otros. O, en este caso, en el exoesqueleto. Yo he parido quince hijos, y los he criado junto a algún que otro sobrino. Y ¿sabes? Estaría dispuesta a matar y morir por ellos. Pero quizás, en el momento de la verdad, me asustaría y saldría corriendo, dejándolos tirados. Por eso me he sentido identificada con el sacrificio de esas criaturas. Me emocionó y me da igual que sea por instinto. No te pido que lo entiendas.

—En cuanto a mí… —Bob miró a Nerea—. Además de suscribir lo dicho por mi tía, pensé en los últimos momentos de las crías. Ahí, indefensas, esperando a que les pegaran un tiro, sin poder evitarlo. He pasado por lo mismo hace poco. A diferencia de esos pobres seres, yo tuve a alguien que me echó una mano.

—Sí; de vez en cuando se me antoja salvar a humanos inmaduros, xenófobos e ingratos. Un defecto de programación en mis circuitos, sin duda —replicó la piloto, con ironía pero sin ira.

—Yo también te quiero; gracias —le contestó Bob, con una sonrisa triste.

Discutieron largo rato, todos contra Eiji, sobre genes, altruismo, solidaridad, abnegación, símbolos y épica. Se sacaron muchos temas a colación, desde la gesta de las Termopilas hasta la arcaica y desacreditada teoría del gen egoísta. Nadie convenció al oponente con sus argumentos, pero al menos se desfogaron.

Restaba peinar exhaustivamente el complejo, a ver qué más podían averiguar acerca de los fugitivos de VR-218 y de sus ejecutores. Puesto que allí todo estaba muerto y ultracongelado, Asdrúbal autorizó al personal civil y militar para que echara una mano a los robots exploradores. Había que revisar, en el menor tiempo posible, todos los pasadizos y cavidades. Bien por sorteo aleatorio, bien por un retorcido capricho del comandante, Nerea y Bob formaban pareja.

—Supongo que habrán pensado que el individuo más torpe necesita la supervisión de una ginoide de combate —dijo la piloto—. Como podrás suponer, yo no me ofrecí voluntaria de niñera.

—Espero que no sea necesario que me salves el culo otra vez —repuso Bob, mansamente. Al menos, ya no detectaba hostilidad en Nerea; sólo ganas de chinchar. Lo aceptó con resignación, como si se tratase de una expiación por sus ofensas. El drama de los alienígenas le había hecho replantearse muchas cosas; entre ellas, la diferencia entre lo pueril y lo verdaderamente importante.

Les asignaron una parte marginal del enclave, donde las señales de lucha eran mínimas. Aparentemente, todos los alienígenas habían caído defendiendo a sus pequeñuelos. Hallaron bastantes utensilios y mobiliario, aunque hechos cisco. Los asaltantes, tras masacrar al último resistente, se habían dedicado a destrozar cualquier objeto que encontraban. Luego, despresurizaron el complejo para que el vacío y el frío se enseñorearan del ambiente. Finalmente bombardearon la superficie, rematando la faena.

—Si anduviera por aquí Manfredo —comentó Nerea—, nos evocaría a los antiguos. Después de una guerra, cuando querían borrar la memoria del enemigo vencido, quemaban sus ciudades, mataban o esclavizaban a sus habitantes y echaban sal en los campos para que ni una mísera brizna de hierba creciera en ellos.

Quizá, pensó Bob, con el tiempo los arqueólogos deducirían cómo vivieron los alienígenas, para qué servían tantos utensilios rotos, cuáles fueron sus creencias, su visión de la vida. De momento, los exploradores sólo podían hacer cábalas, lamentarse por todo lo que se había perdido por culpa de aquella destrucción sistemática y entristecerse por la suerte de los derrotados.

—Cuánta saña —dijo Bob, al pasar junto a un aparato metálico reducido a un amasijo retorcido—. Ni que los sembradores actuaran por venganza… No queda nada entero.

Por eso, ambos se quedaron tan sorprendidos cuando, al entrar en un pequeño cuarto de techo bajo, se toparon con un cadáver ciertamente peculiar. Estaba solo y razonablemente intacto. A diferencia de los demás, daba la impresión de haberse tomado su tiempo para morir. Pudieron estudiar su cabeza a placer, ya que la criatura se había quitado el casco de la escafandra blindada y lo portaba en uno de sus brazos. El cuerpo yacía en decúbito supino, sin señales de violencia. Era lo único presente en una habitación carente de mobiliario.

Bob y Nerea se miraron un buen rato, perplejos. Finalmente, el muchacho comentó:

—No me digas que éste fue el único cobarde del grupo… A lo mejor se escondió y, cuando todo finalizó y se encontró solo, decidió suicidarse.

La piloto enarcó las cejas, no muy convencida, y observó con mayor detenimiento al alienígena. Por supuesto, ni se le ocurrió tocarlo.

—¿Cobarde? No; puede que se ocultara para salvar algo. ¿Y si quería dejar un mensaje a sus congéneres? O puestos ya a especular, a cualquier civilización que descubriera su tumba.

—¿No crees que desvarías un poco? ¿En qué te basas para suponer algo así?

Nerea señaló con el dedo a la escafandra; en concreto, al hueco que había dejado el casco.

—Echa un vistazo al cuerpo. A duras penas puede verse el pecho, pero ¿no te da la impresión de que hay algo raro sobre él?

Bob miró desde una distancia segura. Tenía la impresión absurda de que aquella criatura, por muy muerta que estuviese, le saltaría al cuello si se acercaba demasiado. En verdad, su rostro era una pesadilla, como un insecto de película de terror.

—A duras penas se distingue —murmuró—, pero… Parece una hoja de plástico con inscripciones.

—Inscripciones, sí— repitió Nerea, flemática.

Bob se percató al momento de lo que aquello implicaba.

—Ostras…

—Creo que la ocasión se merece un taco más recio, niño. ¿Te das cuenta?

—Manfredo va a dar saltos mortales cuando se entere —repuso el muchacho—. ¡Por fin podríamos tener información de primera mano sobre los sembradores!

—Avisémosle. No quiero perderme su reacción…

Pues fue bastante circunspecta, aunque Bob juraría que al arqueólogo le temblaban las piernas. Como muestra de lo conmovido que estaba, en cuanto regresaron triunfantes a la Kalevala, Manfredo los besó en la frente. Eso, para él, debía de ser una muestra de efusividad desmesurada. Y no era para menos: quizás habían dado con la llave del tesoro.

No se trataba de un documento al estilo de la piedra de Rosetta, que permitiera descifrar el idioma alienígena, sino de un plano del complejo. Aquellas criaturas, como los primates, eran eminentemente visuales. Resultó tarea fácil averiguar qué recintos se correspondían con los del plano. Varios de ellos aparecían resaltados con figuras geométricas y agrupaciones de puntos que recordaban vagamente al lenguaje Braille.

—Tiene que haber algo en esos sitios —dijo Manfredo, cuya aparente calma enmascaraba una honda excitación—. Busquemos exhaustivamente, por favor.

Así lo hicieron, y consiguieron un valioso botín. En suelos y paredes había compartimentos ocultos, extremadamente difíciles de detectar si no se sabía de antemano que estaban allí. Contenían unos cubos macizos de plástico translúcido, cuya textura y color recordaba al ámbar. Todos tenían el mismo tamaño: 146 milímetros de lado. Su función, en principio, no parecía obvia, pero en la Kalevala tardaron menos de un día en dilucidarla. El júbilo cundió en la nave, porque los cubos eran sistemas de almacenaje de información. Un Manfredo feliz que, pese a su seriedad habitual, parecía flotar entre nubes, cedió el protagonismo a los ordenadores criptógrafos. Teóricamente, la Kalevala era una nave de exploración, pero llevaba cerebros biocuánticos militares capaces de desentrañar los más retorcidos códigos del enemigo.

En este caso, los cubos no habían sido diseñados para ocultar, sino todo lo contrario. En el puente de mando, uno de los ordenadores que, por capricho, se apodaba Ulises, informó a los expectantes humanos:

—Estos cubos se componen de miles de laminillas cuadradas, amontonadas unas sobre otras y pegadas hasta formar un bloque. Para que ustedes lo entiendan, equivaldría a una pila de primitivos discos compactos. La información está grabada en forma de microscópicos puntos que alternan con espacios en blanco. Suponemos que los cubos eran leídos mediante algún tipo de dispositivo óptico.

»Cada cubo puede almacenar unos quinientos gigabytes de datos. Creemos que los distintos documentos están separados por una cadena concreta de puntos y espacios que se repite con mucha frecuencia. Aún no hemos descifrado el contenido; más que nada, por falta de patrón con el que comparar. No desesperamos, aunque la forma de procesar la información por parte de unos seres cuyos esquemas mentales seguramente nada tienen que ver con los humanos se nos escapa, de momento. Sin embargo, hay un cubo especial. En él, los archivos (discúlpenme por el empleo de tan arcaico término) poseen idéntica extensión. Si sumamos puntos y espacios, el resultado es siempre el producto de dos números primos.

—Eso sugiere un rectángulo —intervino Manfredo—, lo que podría implicar una imagen, una escena o una fotografía.

—Correcto —admitió Ulises—. El doctor Tanaka, tras examinar los cuerpos de los alienígenas, nos ha confirmado que, al igual que ustedes, son animales visuales.

—En efecto. —El biólogo tenía material de sobra para trabajar los últimos días, así que podía considerarse feliz—. Nos está resultando fácil determinar su fisiología y anatomía, ya que los esquemas corporales recuerdan a los de la fauna de los mundos de la Vía Rápida. Sus ojos son bastante sensibles, tanto a los detalles finos como al movimiento. La zona del sistema nervioso encargada de procesar imágenes está muy desarrollada. Eso sí, les aventajamos en algo. Sólo tienen un pigmento fotosensible, y un único tipo de células fotorreceptoras. Carecen, mejor dicho, carecían de visión en color.

—Eso concuerda con la información existente en los cubos —añadió Ulises—. Si consideramos que los puntos de los archivos se disponen en un rectángulo, y cada uno de ellos equivale a un píxel negro, mientras que los espacios son píxeles blancos, obtenemos imágenes. Es más: las que ocupan archivos contiguos son muy similares, como…

—… fotogramas de una película —concluyó Manfredo, con calma. En verdad, su autocontrol era admirable.

—Seguramente, otros archivos que acompañan a los fotogramas servirían a los dispositivos lectores para mejorar la calidad de imagen, añadir sonido, etcétera. Aún no lo sabemos. En nuestros análisis preliminares, el resultado que obtenemos equivale a una de las viejas películas mudas en blanco y negro dé la época en que se inventó el cinematógrafo. Estimados humanos. —Ulises sonó ahora algo histriónico—, me complace ofrecérsela en primicia.

Las luces del puente de mando se velaron y un rectángulo lechoso se materializó en el aire, como una pantalla fantasma.

—No sabemos si estamos proyectando la película al derecho o al revés —aclaró Ulises, mientras la pantalla comenzaba a titilar y luego se tornaba gris oscura, con algún destello ocasional—. Derecha e izquierda, arriba y abajo, podrían estar invertidos.

Por una esquina apareció una mancha circular. Al principio costó identificarla, pero pronto estuvo claro que se trataba de un planeta, presuntamente VR-218.

—También desconocemos la velocidad adecuada de proyección —continuó Ulises—. En los humanos es de 24 imágenes por segundo, pero el doctor Tanaka sólo puede conjeturar cuál corresponde a los alienígenas.

—Apostaría a que es bastante más rápida —dijo el biólogo—, aunque resulta imposible saber, a partir de los cadáv… ¿Qué demonios es eso?

A cierta distancia del planeta, algo similar a una tenue nube blancuzca comenzó a formarse. En un primer momento parecía un defecto de la película, pero poco después empezó a adquirir corporeidad. Adoptó una forma ahusada, y en uno de sus extremos se abrió una compuerta inquietantemente similar a unas fauces.

—Me recuerda vagamente a un tiburón peregrino de la Vieja Tierra. —Los demás miraron a Eiji sin comprender—. Un gran pez que se alimenta de plancton. —Más miradas de perplejidad—. Como un serpetón de Antares, vamos —aclaró, y los demás asintieron, por fin.

La imagen no era nítida. Los espectadores, cautivados, no podían quitarle ojo. De la boca de aquella entidad parecían brotar objetos menores, de contornos imprecisos. El mismo tiburón cambiaba de forma lentamente, ora adelgazando, ora haciéndose más compacto.

Poco más se sacaba en claro de la filmación. La repitieron varias veces, ampliando la imagen, pero la definición no mejoraba.

—¿Qué tamaño tendrá eso? —se preguntó Marga.

—Es difícil determinarlo a partir de imágenes 2D —le respondió Ulises—. A juzgar por el ángulo de filmación y la posición del objeto respecto al planeta, tuvo que ser descomunal. Aunque a simple vista cuesta apreciarlo, un detallado análisis demuestra que la sombra del objeto se proyecta sobre VR-218.

Se hizo un silencio incrédulo en el puente. Costaba asimilar las palabras del ordenador.

—Las pistas que nos brinda la película podrían explicar ciertas anomalías gravitatorias que registramos en VR-218 —continuó Ulises—. Algo alteró la órbita del planeta en la época en que fue destruido. No nos habíamos planteado esa hipótesis por su improbabilidad —añadió, en tono de disculpa—, pero ahora… —Y dejó la frase en suspenso, de un modo muy humano.

—¿A qué nos enfrentamos? —dijo Wanda.

—Visto lo que organizaron en Leteo, a unos tipos muy metódicos, que odian dejar cabos sueltos —le respondió Nerea, y sus palabras sonaron lúgubres.

Bob se acercó a curiosear al laboratorio de Eiji. Para su sorpresa, Nerea también estaba allí. Se saludaron con leves inclinaciones de cabeza. Aunque la piloto no se mostrara muy cariñosa con él, poco a poco el trato se iba normalizando. El muchacho también volvía a llevarse mejor con los tripulantes. Estos notaban que deseaba enmendarse y, caramba, tenía esa cara de buen chico de pueblo…

—Has venido a verlo, ¿a que sí? —preguntó a Nerea. Ella asintió.

—Manfredo y el comandante creen que Prometeo —un suboficial lo había apodado así, y el nombre hizo fortuna— se las apañó para esconder como pudo algunos cubos a la destrucción sistemática de los asaltantes. Luego trató de pasar desapercibido y, una vez que los vencedores abandonaron el campo de batalla, dejó un mensaje a la posteridad, custodiado por su propio cuerpo.

Sobre una camilla, y protegido por una vitrina hermética, yacía el cuerpo del alienígena. Por un acuerdo tácito, los biólogos no lo habían destrozado al practicarle la autopsia. Ahora descansaba medio cubierto por una sábana, como las momias de los antiguos faraones en el Museo de El Cairo. No fueron los únicos que se pasaron por allí. La gente venía a presentar sus respetos a Prometeo, como si se tratase del mausoleo de algún personaje famoso.

—Ojalá los ordenadores saquen algo en claro de los cubos. Qué son en realidad los sembradores, por ejemplo —dijo Bob, en voz baja.

—Puede que, con las prisas del momento, Prometeo arramblara con los primeros cubos que pilló, sin fijarse en el contenido. Quizá sólo almacenen información irrelevante —objetó Nerea, sin dejar de contemplar al cadáver.

—Me pregunto qué sería aquella cosa de la película. Algo que cambia de forma, con una masa capaz de influir sobre un planeta… —Bob se estremeció. Quizá, dentro de 75 años, eso se cerniría sobre los cielos de Eos, su hogar.

—Tengo la impresión de que más pronto que tarde nos toparemos con él, o ello. Llámalo una corazonada. —Nerea se volvió hacia Bob—. Aunque yo no tenga un auténtico corazón, ¿eh?

Hizo ademán de dar media vuelta e irse. Bob, en un impulso, la agarró del brazo. Ella se detuvo.

—Deja de mortificarte por mi culpa —le rogó—. Sé que mi reacción al verte… bueno, las tripas, te dolió. Dime qué puedo hacer para compensarte. Por favor.

—Suenas sincero —le contestó la piloto—. Realmente, ya se me ha pasado lo peor del cabreo. Ahora me dedico ocasionalmente a tocarte las pelotas y hacerte sentir miserable. —Le sonrió—. Sin rencor, ¿de acuerdo?

—Sin rencor, chica.

—Y en cuanto a compensarme… ¿Estarías dispuesto a acostarte de nuevo conmigo, a sabiendas de mi condición de ginoide?

La propuesta pilló a Bob por sorpresa. Dos imágenes se superpusieron en su mente: la de un monstruo metálico del cual colgaban pingajos de carne sintética chorreando sangre, y la de una mujer joven, atractiva y simpática, desnuda a su lado en la cama. La segunda prevaleció. En el fondo, ¿qué más daba el interior de una persona? Menudo imbécil había sido, se dijo, y cuan grosero. Sí, creía haber madurado en los últimos tiempos. Después de haber sido testigo del drama ocurrido en los helados corredores de VR-666, sus caprichos y manías le parecían infantiles. El viaje de la Kalevala le estaba sirviendo para conocerse mejor, para desprenderse de prejuicios, de lo superfluo.

—Por supuesto —le respondió.

Nerea lo estudió como quien examina un coche usado para determinar si lo que jura y perjura el vendedor se aproxima a la realidad, o bien le está tratando de endosar un pedazo de chatarra.

—Te lo has pensado demasiado, chaval. Todavía no lo tienes claro, y me cuesta olvidar tu expresión de horror cuando me viste en paños menores. En fin, no desesperes. Otra vez será.

Nerea se fue contoneando malévolamente las caderas, y dejó a Bob a solas con Prometeo, maldiciendo por lo bajo su triste estampa, a las mujeres y al resto del universo en general.