Últimamente, a los colonos se les hacía cada vez más difícil imaginar que hubo un tiempo en que sus vidas no transcurrían en la sólida rutina de la Kalevala: seleccionar uno de los sistemas solares de la Vía Rápida de entre los muchos disponibles, visitarlo, recoger muestras, analizarlas, reanudar la marcha y vuelta a empezar.
Eiji confirmó que los sembradores habían dispuesto en cada planeta un número muy escaso de especies. Una biosfera típica contenía, por término medio, varios millones; en cambio, en los mundos de la Vía Rápida no pasaban de unos pocos cientos. Pese a que la biodiversidad fuera tan baja, la capacidad de los genomas de variar su expresión dependiendo del ambiente lograba que la variedad de animales, plantas y hongos fuera espectacular. Cada región exhibía su sello personal, irrepetible. Un mismo juego de genes se traducía, a veces, en miles de tamaños y formas diferentes. Y contra todo pronóstico, los ecosistemas funcionaban en armonía.
Manfredo, por su parte, era quien tenía más motivos para sentirse frustrado, aunque no lo aparentase. Había ruinas alienígenas en un porcentaje reducido de mundos, pero nunca daba con vestigios de sus constructores. Parecía como si los dioses quisieran borrar su memoria del cosmos.
Los geólogos, con Marga a la cabeza, lograron afinar considerablemente sus métodos de datación. Así, confirmaron sus sospechas: conforme avanzaban hacia el centro galáctico, las biosferas eran algo más jóvenes.
—De mantenerse esta progresión —anunció Marga—, calculo que en algún punto entre VR-1000 y VR-1100 daremos con planetas recién sembrados.
La noticia agradó a todos los miembros de la expedición. Ésta amenazaba con convertirse en una tediosa y repetitiva campaña de muestreos. Ahora, en cambio, vislumbraban una meta en el horizonte. Sin embargo, el viaje de la Kalevala distaba mucho de estar acabado. Al paso que iba, amenazaba con alargarse más que el de Darwin en el Beagle. Los militares estaban acostumbrados a pasar largas temporadas alejados de los suyos. Los científicos, inmersos en una vorágine de descubrimientos, no tenían muchas ganas de regresar; diríase incluso que se lo estaban pasando en grande. ¿Y los colonos?
Wanda, a sus años, se tomaba aquello como unas vacaciones pagadas. En los meses que llevaban explorando la Vía Rápida, habían parado en una veintena de mundos. Cada uno de ellos, excepto VR-218, poseía una biosfera fascinante. En unos cuantos había asentamientos coloniales, por lo que pudo aprovechar para charlar con antiguos camaradas y entablar nuevas amistades. Además, había aparcado sus responsabilidades como matriarca del clan. Y en la Kalevala se comía bien. Podría soportarlo. Respecto a Bob… Bueno, tenía a Nerea. En apariencia, a la piloto le gustaba aquel mozo un tanto callado, de trato franco y que se desvivía por mostrarse cariñoso en la intimidad. Ella le devolvía con creces aquellas muestras de afecto.
En suma, la Kalevala era un microcosmos bien avenido. Cada científico jefe disponía de un equipo de ayudantes con el que diseñar experimentos e intercambiar impresiones. Los tripulantes gozaban de tiempo libre para dedicarlo a sus aficiones y el comandante podía centrarse en la misión, en vez de lidiar con problemas de importancia secundaria.
Bueno, no todo era felicidad. Quedaban cuestiones que provocaban una cierta frustración general, desde Asdrúbal hasta el último maquinista. ¿Cuál era el propósito final de los sembradores? ¿Por qué destruían los mundos que tan cuidadosamente fertilizaban? Y con esa implacable regularidad de 802 años, por añadidura…
Irónicamente, algunas de las posibles respuestas llegaron desde Eos.
—Daría un ojo de la cara por averiguar cómo te comunicas con tu mundo sin que lo detectemos, Wanda. Te aprovechas de que seamos aliados. En otras circunstancias, no permitiría en mi nave la existencia de un fallo de seguridad tan patente —dijo el comandante, medio en serio.
—Permite que esta pobre mujer guarde algunos secretos. —Wanda le guiñó un ojo, con picardía—. Reúne a los chicos. Tengo algo que les interesará.
Los científicos, Asdrúbal y Nerea formaban un corro en torno a los colonos. Se hallaban en la sala de reuniones, sentados en cómodos sillones de estilo antiguo, y con sendos vasos en las manos. El del comandante era el único que no contenía una bebida alcohólica.
Wanda sabía manejar los tiempos de una reunión. Para alguien acostumbrada a lidiar con rebaños de niños semisalvajes, era muy fácil captar la atención de un auditorio tan entregado.
—Bien, damas y caballeros —dijo, paseando lentamente entre las mesas—, mientras vosotros presumís de poderío tecnológico, nuestros biólogos no han permanecido ociosos. ¿Recordáis lo que os comenté sobre ciertas catástrofes ecológicas que sufrimos años atrás?
—Aquello de los peces y las setas —repuso Asdrúbal, y Wanda asintió—. Súbitamente, las especies alienígenas se rebelaron y os echaron de sus dominios.
—Pero en vez de investigar unos sucesos tan llamativos, os mudasteis a otra región —apostilló Eiji, con malicia.
—Lo hecho, hecho está. —Wanda encogió los hombros—. Después del susto que nos dio aquella hada, mandamos a unos cuantos equipos a las pesquerías y los bosques abandonados. Acaban de enviarme los resultados preliminares.
—¿Y bien…? —El biólogo comenzaba a impacientarse.
—En ambos lugares, la biota autóctona está extrayendo minerales del subsuelo y se empeña en acumularlos.
—¿Qué? —exclamaron varias voces al unísono.
—Ciertas especies similares a hongos filamentosos se dedican a horadar la tierra y los fondos marinos. Bombean hierro, vanadio, cobre y mil cosas más a la superficie. Pequeños animales se alimentan de esos hongos, y sus excrementos se depositan en capas ordenadas sobre el terreno. Las algas microscópicas medran ahí, y engloban a los minerales en una matriz orgánica rica en moléculas energéticas. En otras palabras, están empezando a fabricar lo nunca visto en Eos: petróleo enriquecido con minerales y metales. Y por si fuera poco, lo empaquetan y lo dejan listo para llevar.
Eiji abrió los ojos como platos.
—Pero eso es… —murmuró.
—Trabajo en equipo, coordinado. —Wanda fue tajante—. Ya sé que a los científicos os desagrada especular o afirmar sin pruebas, pero lo de Eos tiene toda la pinta de… ¿Cómo lo expresaría mejor? —Chascó los dedos—. Según los geólogos, los sembradores van a pasar por mi mundo (y no precisamente a desearnos los buenos días) dentro de 75 años. De alguna manera, las especies alienígenas lo saben. Sus creadores tienen que haber dispuesto algún mecanismo para que la biosfera toda madure y se prepare para la cosecha. Muy bonito, si no fuera por el detalle de que mi gente está en medio.
Eiji fue a protestar, pero Marga lo interrumpió.
—Tendría sentido. —Su rostro se iluminó, como si de repente cayera en la cuenta de algo esencial—. Vosotros, los colonos, usáis a los seres vivos como herramientas. Los diseñáis y manipuláis sus genes para eso. Recuerdo la casa comunal, construida a base de árboles vivos, que tanto me fascinó…
Bob supo dónde quería ir a parar la geóloga.
—Si lo extrapolamos a la biosfera completa… Quizá la vida sea simplemente la herramienta de la que se valen los sembradores para poder recolectar cómodamente las riquezas de un planeta. Así, en vez de sacar la materia prima, ya la tendrían elaborada o procesada parcialmente. Eso les supondría un ahorro notable.
—No sólo se llevarían los elementos minerales, sino la biomasa —añadió Wanda—. Gigatoneladas de materia orgánica… Creo que en Eos estamos viendo el inicio de la fase final del proceso. Los ecosistemas, al madurar, se convierten en meros agentes recolectores… de usar y tirar. Desechables. Indudablemente, los sembradores piensan a lo grande.
—Si se me permite interrumpir… —dijo Manfredo—. En la Antigüedad, alguien dijo, refiriéndose al trato que los amos daban a los siervos, que lo más inteligente es esquilar a las ovejas, no desollarlas. Para unos seres capaces de diseñar y manipular biosferas, parecería más lógico no destruirlas después de la cosecha, sino dejarlas que siguieran produciendo en el futuro.
—Lógico desde el punto de vista humano, algo que los sembradores no son. —Wanda sonó lapidaria.
Se tiraron un buen rato rebatiendo esa hipótesis. Conforme pasaban los minutos, más convencidos estaban de que la sugerencia de Wanda se ceñía bastante bien a los hechos conocidos. Entonces surgió el otro gran tema.
—¿Qué ocurre con la vida inteligente? ¿Para qué permitir que florezca si luego la aniquilan de forma tan concienzuda? ¿Qué sentido tiene? —se preguntó Marga en voz alta.
Nerea había permanecido callada la mayor parte del tiempo, escuchando respetuosamente a los sabios. Bob se preguntaba por qué permitían que una simple piloto, por muy simpática que fuese, participara en aquellas reuniones de alto nivel. Desde luego, él no pensaba protestar; agradecía su presencia. Aprovechando una pausa en la discusión, Nerea metió baza:
—Me da la impresión de que otorgáis una importancia excesiva a la aparición de la inteligencia, la cultura, la tecnología… Wanda ha recalcado que los sembradores no son humanos. Tal vez consideren a la civilización como un efecto secundario indeseable, o simplemente molesto. Al estilo de una mala hierba en el cultivo, ¿me explico? Y las malas hierbas se escardan, ¿no?
Todos se la quedaron mirando.
—¿Estás de broma? —le recriminó Eiji—. La tendencia a la complejidad de los sistemas biológicos…
Nerea se limitó a mirarlo. Sonreía, escéptica.
—¿No nos estaremos pasando con tantas precauciones? ¡Se supone que ésta es una expedición científica!
—Tranquilo, Eiji. Sé más sufrido, hombre.
El biólogo no se dignó responder a Wanda y acabó de embutirse en la escafandra.
Ya habían dejado atrás el último mundo de la Vía Rápida colonizado por humanos. Entraban en territorio desconocido, y entonces empezaron a desvelarse algunos secretos de la Kalevala.
—O es una nave de guerra, o nuestros anfitriones son mucho más paranoicos de lo que suponía —le comentó Wanda a su sobrino, pero en su fuero interno estaba de acuerdo con las medidas de seguridad estándar que había impuesto Asdrúbal antes de cada reentrada al espacio normal. A la hora de meterse en una zona de la que nada se sabía, y con lo que iban descubriendo de los sembradores, convenía que uno no se fiara ni de su propio padre.
Antes de que la Kalevala arribara a un sistema solar, previamente se enviaba una flotilla de minúsculos vehículos MRL no tripulados para peinar el terreno, por si acaso. También, de paso, determinaban si había mundos con vida, y sólo se detenían en los más prometedores.
Las precauciones no terminaban ahí. Asdrúbal se mostró inflexible en el cumplimiento de los protocolos de seguridad. La nave emergía al espacio normal con los motores apagados, los escudos de camuflaje activados y cada tripulante en su puesto, vestido con traje de presión por si se recibía algún ataque. Los pilotos como Nerea estaban en la cabina de las lanzaderas y vehículos auxiliares, atentos a lo que pudiera ocurrir. Los colonos y los científicos, además, descubrieron que algunos individuos de cometido poco claro eran, en realidad, artilleros e infantes de Marina. La Kalevala en absoluto iba desarmada.
—Me pregunto con qué alienígenas habrán tenido que luchar estos tipos en el brazo de Orión, para estar tan desquiciados —dijo Bob.
—Puede que sea mejor que no lo sepamos —sentenció su tía.
VR-513 fue el primer objetivo seleccionado, por una razón bien obvia. Las sondas habían detectado emisiones de radio.
Después de cerciorarse de que no hubiera trazas de naves espaciales, la Kalevala entró en el sistema con prudencia, escudándose en la sombra de un gigante gaseoso. A continuación inició una aproximación cautelosa al planeta. Mientras, las microsondas transmitían datos e imágenes a los ávidos científicos. Y no sólo a ellos; todo el mundo era presa de gran excitación. Habían dado con vida inteligente.
La Humanidad había sufrido malas experiencias y decepciones en sus primeros contactos con alienígenas, y Asdrúbal no quería correr riesgos. Por tanto, nada de bajar al planeta, plantarse delante de los alienígenas, sonreír y levantar la mano en son de paz. Se cuidaron mucho de dejarse ver y procedieron con calma. Los resultados de la exploración fueron reenviados por vía cuántica al Cuartel General de la Armada. Si algo malo le sucediera a la Kalevala, su aventura no habría sido en vano.
El mundo habitado era el segundo a partir del sol. Gozaba de una temperatura media relativamente cálida, con dos continentes alargados que lo cruzaban de polo a polo. Los indicios de civilización se agrupaban en torno a las latitudes medias, de clima mediterráneo. Las sondas y los robots se las apañaron para tomar muestras biológicas de las especies dominantes. El genoma coincidía con el de hadas y chicharras, pero el aspecto de estos seres no podía ser más distinto, salvo en lo básico: exoesqueleto y apéndices articulados. Los cuerpos eran alargados y segmentados, como un cruce entre insecto palo y ciempiés, de hasta dos metros de altura. Tenían cuatro pares de extremidades; las dos posteriores les servían para desplazarse, mientras que las otras acababan en garfios manipuladores. Carecían de antenas, aunque de la cabeza brotaban diversas protuberancias con receptores sensoriales. La boca era una hendidura vertical, orlada de piezas cortantes.
Los alienígenas vivían en ciudades de casas bajas, con tejados planos un poco inclinados, diseñados para recoger el agua de lluvia y almacenarla en aljibes subterráneos. No había puertas ni ventanas, excepto la estrecha abertura de entrada. Una urbe típica albergaría unos trescientos mil habitantes. En la periferia se alzaban los complejos industriales: acerías, plantas químicas, centrales eléctricas… No se veían signos de agricultura, aunque sí de ganadería. Diversos animales eran empleados como fuente de carne, bestias de carga o guardianes. Las muestras recogidas revelaron que tanto los alienígenas inteligentes como sus animales domésticos eran genéticamente idénticos. Desde el punto de vista biológico, se trataba de la misma especie. ¿Estaban ante un sistema de castas muy complejo, en el que cabía el canibalismo? ¿O tal vez los alienígenas consideraban a sus mascotas como especies distintas, pese a compartir el mismo genoma? Los biólogos estaban desconcertados.
En suma, la Kalevala había dado con una sociedad muy industriosa y compleja. Además, estaba sumida en una guerra sin cuartel.
No resultó difícil determinar que los alienígenas se organizaban en multitud de pequeños estados. Las fronteras entre ellos eran auténticas tierras de nadie, deshabitadas y baldías. Los científicos, atónitos, pudieron estudiar a placer varias batallas en curso. Pronto, el asombro dejó paso al horror. Nadie tomaba prisioneros. A la mente de todos acudía una y otra vez la palabra masacre. Asdrúbal y sus camaradas militares comentaban los diferentes lances bélicos como quien visiona un documental. Por supuesto, se cuidaban de manifestar su entusiasmo de forma demasiado ostensible; la corrección política, ante todo.
—Fijaos en esas grandes formaciones compactas de infantería. —Asdrúbal señalaba a las pantallas—. Recuerdan a las falanges griegas o los tercios imperiales de la Vieja Tierra. Distintas castas se han especializado: infantería ligera, pesada… Caray; esos otros bichos grandes y rápidos deben de funcionar como caballería. Aunque los caballos no solían arrancar la cabeza del adversario a mordiscos…
No todos los países habían alcanzado un nivel tecnológico equivalente. Mientras que en uno de los continentes se combatía a base de flechas, armas blancas y porrazos, en el otro empleaban armas de fuego y vehículos automóviles. A veces, los propios soldados llevaban de serie las armas incorporadas en sus cuerpos. Unas vejigas llenas de líquido explosivo impulsaban con fuerza los proyectiles hacia el enemigo. Otras castas muy modificadas arrojaban chorros de gas incandescente por el abdomen, a modo de dragones.
Manfredo Virányi también contemplaba aquellas carnicerías desapasionadamente.
—Si estudiamos la geografía política de los alienígenas, me viene a la memoria cierta época de la Antigüedad, en un lugar llamado China, entre los años 770 y 476 antes de Cristo.
—¿Cristo? ¿Qué es eso? —preguntó Bob.
—Una vieja cronología hoy olvidada —respondió el arqueólogo—. Se conoció como periodo de primavera y otoño, y los chinos calcularon que en él hubo casi quinientas guerras, grandes y pequeñas. Por aquel entonces, China estaba dividida en numerosos reinos, empeñados en pelearse entre ellos. La población padeció lo indecible, hasta el punto de tener que entregar a sus hijos como alimento en los peores momentos. Nuestro comandante habrá oído hablar de un personaje que vivió por aquel entonces: Sun Tzu.
—¿El autor de El Arte de la Guerra? —Asdrúbal sonrió—. Cómo no. Es un compendio del buen sentido.
—Indiscutiblemente. Al final, los estados chinos más poderosos acabaron por absorber a los otros, y se alcanzó la unidad, siglos más tarde. Puede que aquí se dé un proceso similar. Sugiero que lo investiguemos.
En efecto, parecía que dos países, en el continente tecnológicamente más avanzado, se estaban imponiendo a sus vecinos. No había cuartel para los vencidos. La población era aniquilada y, en apariencia, reemplazada por los conquistadores.
—¿Es que no conocen el significado de la piedad? —se preguntó Marga, asqueada a la vez que fascinada por aquel drama.
—En la Vieja Tierra hay unos animales sociales llamados «hormigas» —comentó Eiji; después de la exhibición erudita de Manfredo, él no quería ser menos—. Uno de sus primeros estudiosos, Edward Wilson, dijo que si las hormigas dispusieran de armamento nuclear, habrían destruido el mundo varias veces. Tal vez la xenofobia, la agresividad inmisericorde, sean características de los animales sociales.
Los militares pronto bautizaron a los dos estados prepotentes como Imperio Azul e Imperio Negro, por la peculiar librea de sus soldados. Ambos practicaban la guerra total. Durante las primeras semanas de observación, los tripulantes de la Kalevala fueron testigos de ataques con armas químicas que despoblaron ciudades enteras.
—¿Se supone que debemos entendernos con esos energúmenos? —preguntó Bob.
Poco después, las sondas descubrieron que el Imperio Negro tenía una central nuclear. Estaba produciendo plutonio, y no cabían dudas de para qué.
—Bien, señoras y señores, ¿qué estrategia han preparado para establecer contacto?
Eiji y sus ayudantes miraron indecisos a Asdrúbal. Los encuentros en la tercera fase quedaban muy bonitos en libros y películas, pero en la vida real… La responsabilidad pesaba demasiado. No se encontraba una nueva civilización todos los días, y nadie deseaba meter la pata. Inevitablemente, en caso de duda se buscaba a alguien que tomara las decisiones y cargara con los reproches si las cosas se torcían. O sea, el comandante.
Asdrúbal no era tonto, ni deseaba que su hoja de servicios quedase manchada por culpa de algún incidente desgraciado. Al final, de mutuo acuerdo, pidieron consejo, a través de un canal cuántico cifrado, a reconocidos expertos de universidades y otras instituciones. Pronto se estableció un protocolo de actuación y, lo más importante, el personal de la Kalevala se limitaría a cumplir órdenes. La responsabilidad última recaería en otros.
Primero enviaron robots. Por supuesto, eran tecnológicamente primitivos, para evitar que los nativos se apoderaran de material potencialmente peligroso. La forma de los aparatos fue diseñada para que evidenciase que no eran de aquel mundo y despertasen la curiosidad. En una segunda fase, los robots sentarían las bases de una comunicación sencilla. Empezarían con la emisión de series numéricas simples, que luego se irían haciendo cada vez más complejas. Finalmente, podría establecerse contacto personal entre humanos y alienígenas.
Por desgracia, la reacción invariable de los nativos cada vez que se topaban con un robot era destruirlo. Siempre. No se molestaban en estudiarlo. Simplemente lo destrozaban con saña, y luego llevaban las piezas a una planta de reciclaje, donde eran fundidas. Daba igual el tamaño, aspecto o comportamiento de los robots. Los frustrados científicos se plantearon si aquella agresividad, en apariencia irreflexiva, era típica del Imperio Negro, pero no. Probaron en otros países, y el resultado fue idéntico. Aquellos seres parecían desconocer el concepto de curiosidad.
—¿Son figuraciones mías, o atacan a cualquier cosa con la que no estén familiarizados? —planteó Wanda.
—No me lo explico —se lamentó Eiji—. La inteligencia va asociada a la flexibilidad de comportamiento, a la adaptación a las condiciones cambiantes. Estos… malditos parecen actuar por puro instinto.
—Igual tienes que redefinir inteligencia, amigo mío.
Mientras, seguían llegando sugerencias desde las altas instancias. Un catedrático de la Universidad Central de Hlanith solicitó que estudiaran los cerebros alienígenas, a ver si sacaban algo en claro.
—Busquen en una necrópolis y consigan algún cadáver fresco —propuso.
Lamentablemente, los nativos no enterraban a sus muertos, sino que los reciclaban. Los llevaban a unas plantas de procesado y los convertían en combustible o pienso para el ganado.
—Habrá que capturar alguno vivo —concluyó Eiji—. A ser posible, uno de cada casta, por si alguna de ellas es más sensible que otras al trato con extraños.
El comandante se rebeló ante la sugerencia.
—¿Estáis pensando en meter varios bicharracos de ésos en mi nave? ¿Vivos? ¡Ni soñarlo!
—Tomaríamos las máximas medidas de seguridad, por descontado. —Eiji trató de contemporizar—. Los laboratorios de a bordo están capacitados para retener a esos seres en condiciones controladas.
Asdrúbal no se dejaba convencer.
—Conocí a un tipo que afirmaba que los comecosas de Erídano eran unos animales sensibles, con los que se podía convivir si se respetaban unas reglas básicas. Sus últimas palabras fueron: «¿Veis? Son receptivos al cariño. Sólo muerden cuando tienen hambre, y éstos están empachados.» El mayor trozo que pudimos recuperar de aquel insensato fue el pie izquierdo. Lo siento, señores biólogos. —Miró con severidad a Eiji y a su equipo de colaboradores, que se habían situado a unos pasos detrás de él, como si temieran al comandante—. No me fío. ¿Por qué no seguís insistiendo en la superficie del planeta?
—Ya nos hemos dado por vencidos. Debemos capturar una muestra representativa de alienígenas, ubicarlos en un entorno controlado e ir jugando con las distintas variables ambientales hasta dar con la clave que nos permita dialogar con ellos.
—¿No daría lo mismo habilitar una lanzadera como laboratorio? Tendríais así vuestro dichoso entorno controlado, pero a una distancia segura de la Kalevala. Si alguna de esas criaturas se descontrolase, poco daño podría hacer. En el peor de los casos, destruiríamos la lanzadera de un misilazo, y punto.
—¡Sería una chapuza! —se enfadó Eiji—. Los laboratorios están aquí, en la nave.
Asdrúbal siguió negándose en redondo, pero Eiji se las ingenió para que su petición llegase a las altas instancias científicas, saltándose la cadena de mando. Llamó a su director de tesis, éste a un conocido en la Armada, que a su vez habló con alguien del Consejo Supremo… Finalmente, Asdrúbal recibió la orden de aceptar la sugerencia del biólogo, y obedeció sin rechistar. A partir de entonces, el trato entre ambos fue gélido.
—A nadie le gusta que lo puenteen —le comentó Nerea a Bob una mañana en la cantina—. El ambiente se ha enrarecido sin remedio entre biólogos y militares. Los propios ayudantes de Eiji, a sus espaldas, tratan de congraciarse con Asdrúbal, jurándole que ellos no tienen la culpa, que lo sienten muchísimo… Los tripulantes apreciamos al comandante. Es un buen hombre, capaz y justo. Yo, de Eiji, tendría cuidado en las próximas expediciones que me toque efectuar con el apoyo de la Armada.
—De todos modos, mujer, ¿no crees que Asdrúbal exagera un poco los peligros de estudiar los alienígenas en la Kalevala?
Nerea lo miró y esbozó una sonrisa.
—¿Has oído hablar de la ley de Murphy?
En total, capturaron cinco habitantes del Imperio Negro. Los raptores fueron robots camuflados, equipados con jaulas extensibles. Pillaron individuos aislados de aspecto diferente. Supusieron que se trataba de miembros de distintas castas.
Una vez a bordo de la Kalevala, los alienígenas fueron encerrados en cubículos separados para estudiar sus reacciones. Se limitaron a quedarse inmóviles, como estatuas. Ni siquiera se inmutaron cuando las sondas médicas les tomaron muestras de tejidos.
Eiji estaba perdiendo la paciencia con aquellos especímenes tan poco colaboradores.
—Si fuera paranoico, diría que se confabulan para amargarnos la vida…
El comandante se reservaba su opinión, mientras los tripulantes no podían resistirse a echar una ojeada a aquellos prisioneros tan singulares.
Además de la curiosidad humana, las criaturas soportaron impasibles los escáneres y demás perrerías médicas. Al menos, los científicos conocían ahora la distribución de sus órganos internos, pero el sistema nervioso parecía funcionar al ralentí, como si hubiese entrado en fase de latencia.
Puesto que los cinco alienígenas seguían sin moverse, Eiji decidió juntarlos, a ver si así se animaban a hacer algo.
Tuvo un éxito completo. Tardaron menos de una hora en fugarse.
En aquellos momentos de crisis, Asdrúbal mostró una considerable sangre fría. Por supuesto, en su fuero interno maldecía al biólogo jefe, pero se esforzó por aparentar aplomo. Sus hombres lo necesitaban. Ya vendría el tiempo de exigir responsabilidades y ajustar cuentas. Ahora había cinco entes potencialmente hostiles en la Kalevala, y era su deber neutralizar la amenaza.
—¡Procure no dañarlos! —le suplicó Eiji, aterrado.
Era consciente de la que le podía caer encima si alguien resultaba herido o algo peor, por no mencionar los comités de bioética ante los que tendría que justificarse si mataban a los alienígenas. Después de la movida política que había organizado para que los subieran a bordo… En caso de consejo de guerra, Asdrúbal tendría las espaldas cubiertas, y todos lo señalarían a él.
El comandante no estaba para bromas. Echó del puente al biólogo, no sin antes amonestarle públicamente.
—Mi prioridad es preservar la vida de las personas que hay en la nave. Hemos visto lo agresivos que son esos… engendros. Y por si no te has dado cuenta, Eiji, estamos en alerta roja. ¡A tu puesto, pero ya!
Como se supo más tarde, cuando reunieron a los cinco alienígenas no sucedió nada al principio. Estuvieron unos minutos sin moverse, pero de algún modo desconocido se comunicaron y planearon la huida. Luego, todo sucedió muy rápido. Uno de ellos segregó una mucosidad que resultó ser un explosivo orgánico. Otro, como una araña, fabricó por unos orificios del abdomen gran cantidad de finos hilos que fue entretejiendo hasta convertirlos en una especie de mecha. Pegaron el plástico a la puerta, encendieron la mecha y el invento explotó. Acto seguido salieron del laboratorio a toda prisa, cada uno por su lado.
Los biólogos que colaboraban con Eiji no tenían intención de convertirse en mártires de la Ciencia, y corrieron a esconderse como almas que llevara el diablo. Después de constatar lo que los alienígenas hacían en el planeta con los robots y sus congéneres, cualquiera se quedaba a intercambiar impresiones con ellos.
Los ejercicios rutinarios que Asdrúbal se empeñaba en cumplir a rajatabla mostraron ahora su utilidad. El personal no combatiente se encerró en los camarotes y otras localizaciones seguras, mientras los infantes de Marina, dentro de sus escafandras reglamentarias y armados hasta los dientes, se aprestaron a cazar y no ser cazados.
Los alienígenas corrieron distinta suerte. Dos de ellos, los artificieros, volvieron a juntarse tras deambular unos minutos por separado. Se metieron en un recinto estanco, y un técnico espabilado les cerró la puerta por control remoto. Repitieron entonces la voladura que tan buen resultado les dio en el laboratorio, pero en esta ocasión el explosivo abrió un boquete en el casco de la nave y salieron despedidos al vacío del espacio.
Quedaban tres. Dos de ellos, cada uno por su lado, intentaron atravesar sendas formaciones de infantes. Por mucho que Eiji estimase la integridad física de los alienígenas, el comandante había insinuado a sus hombres que se dejaran de chorradas y no arriesgaran el pellejo. Que tiraran a matar; él asumiría cualquier responsabilidad. Por desgracia, dentro de la Kalevala no podían usar armamento pesado. Así, portaban fusiles con cargas aturdidoras y explosivos de corto alcance, además de los venerables machetes cerámicos capaces de rajar el acero.
Los alienígenas carecían de escrúpulos y atacaron con su característica ferocidad. El blindaje de los trajes de vacío salvó a más de un infante de morir en el acto. Aquellos seres golpeaban, punzaban y desgarraban a una velocidad impensable. No pararon hasta que fueron literalmente reventados. Los lugares donde ocurrieron los combates quedaron hechos un asquito, y varios militares tuvieron que visitar la enfermería, con heridas y contusiones de pronóstico reservado.
El quinto alienígena poseía cierta cualidad camaleónica, y eso le permitió eludir las cámaras de vigilancia. Aprovechando el jaleo que organizaron sus congéneres, avanzó por los pasillos de la nave. Sin querer, se apoyó en la puerta de un camarote. El ocupante creyó que alguien lo llamaba e, imprudente él, abrió sin pensárselo.
Al instante, Bob se dio cuenta del error garrafal que había cometido. Intentó cerrar la puerta, pero el alienígena fue más rápido. De un empujón brutal envió al muchacho al fondo del camarote y se abalanzó sobre él. Por acto reflejo, Bob cerró los ojos. «Estoy muerto.» Sin embargo, el golpe fatal no llegó. En lugar de eso, oyó un estruendo tremendo y a continuación un ruido como de afilar cuchillos.
Bob se atrevió a mirar a su alrededor. Estaba solo en el cuarto, con la puerta abierta de par en par. Se asomó al pasillo, con el corazón que parecía querer salírsele por la boca, y pudo ser testigo de una pelea insólita. Nerea, sin escafandra, se enfrentaba al alienígena.
Ambos contrincantes se estudiaban, como depredadores antes de saltar sobre la presa. La mujer exhibía una herida que le cruzaba el torso en diagonal, desde un hombro hasta la cadera. La sangre manaba en abundancia, aunque eso parecía no afectarla. Su rostro estaba sereno, con expresión concentrada, calculadora.
El alienígena atacó. La vista a duras penas podía seguir los lances de la lucha. La criatura hacía gala de unos reflejos mucho más rápidos que los de un ser humano. Nerea también. Bob se dio cuenta de esto último, entre la fascinación y el horror, demasiado aturdido como para moverse. El alienígena golpeaba y tajaba, salpicando las paredes con la sangre de Nerea, pero ésta no desfallecía. La pugna terminó cuando la mujer logró atizarle a la criatura un puñetazo terrible, que rompió el exoesqueleto a la altura de la cabeza y dejó a aquel ser tumbado en el suelo, moviendo espasmódicamente las patas.
Lo que quedaba de Nerea se volvió hacia Bob. Jirones de carne y pellejo le colgaban como trapos rojos y chorreantes; una imagen que recordaba a la de un grabado antiguo de una vivisección. Pero bajo la piel y los músculos desgarrados no asomaban los huesos, sino una carcasa biometálica. A sus pies, la sangre y los fluidos internos del alienígena moribundo formaban unos charcos cada vez más amplios.
—Bueno, Bob —dijo con parsimonia, intentando sonar alegre—. Te habrás percatado de que Manfredo no es el androide de combate.
En el semblante del muchacho no había gratitud por haberle salvado la vida. Sólo se reflejaba el horror, como si un negro espanto se hubiera abatido sobre él.
Durante las jornadas siguientes, la Kalevala se dedicó a restañar sus heridas, aunque algunas iban a ser bastante difíciles de cerrar.
Los estropicios provocados por la fuga alienígena fueron reparados en poco tiempo. Los daños en mamparos y fuselaje se sellaron mediante placas de biometal capaces de cambiar de forma. Los heridos se recuperaban y, en general, la tripulación tenía mucho de qué charlar. Los infantes presumían de sus hazañas frente al enemigo, mientras que quienes habían pasado el trance temblando bajo el catre disertaban sobre las heroicidades que hubieran podido llevar a cabo de haberse presentado la ocasión.
En cuanto a Nerea, unas cuantas horas en el taller bastaron para colocarle las prótesis que el alienígena había hecho picadillo. Luego le tocó permanecer una temporada en la enfermería, para que la carne sintética agarrara y quedara como nueva. Sus amigos acudieron a visitarla y felicitarla por su valor. Todos, excepto quien más le importaba. Bob tan sólo se pasó una vez a agradecerle que le hubiera salvado, y se notaba que acudía por compromiso. No la miró ni una sola vez a los ojos, visiblemente incómodo y deseando largarse cuanto antes.
Nerea no pudo resistirse a comentárselo a Wanda.
—Tu sobrino es transparente como el cristal. Sé lo que pasa por su cerebro: «¿De verdad me he estado acostando con esto?» Joder, creía que a estas alturas no me afectaban ciertas actitudes, pero duele. —Hizo una pausa—. Mierda. Una tiene su corazoncito… Bueno, metafóricamente hablando.
Se notaba a la legua que Wanda también estaba enfadada.
—Te pido disculpas por la parte que me toca, niña. No sé a quién habrá salido el zagal, porque no es de recibo que te trate así. Se merece que le dé una buena colleja, a ver si así se le quita tanta tontería.
—No te molestes. —Nerea parecía abatida a la vez que amargada—. Nadie puede ir contra su propia naturaleza.
Wanda suspiró y meneó la cabeza. Se sentía avergonzada. Vaya una imagen que estaban dando de los colonos. Le fastidiaba que la xenofobia de su sobrino lastimara a una bellísima persona como Nerea. Desde luego, a ella le importaba un rábano si la piloto nació de mujer o fue diseñada en un laboratorio. Quizá se debiera a que era más vieja que Bob, y había viajado mucho.
Eiji no volvió a insistir en traer más alienígenas a bordo. Tras muchas consultas a la superioridad por vía cuántica, se acordó que la Kalevala prosiguiera con su viaje a lo largo de la Vía Rápida. Otra nave vendría a observar y estudiar VR-513, equipada con contenedores biológicos de máxima seguridad. Asdrúbal, aliviado al comprobar que todo parecía reconducirse por cauces lógicos, se dispuso a impartir la orden de marcha. Antes de que pudiera hacerlo, un microbiólogo le llamó la atención sobre un raro fenómeno.
—Se trata de la central nuclear del Imperio Negro, mi comandante. —Después de lo sucedido, Asdrúbal era tratado con gran respeto por el personal científico. Todos querían congraciarse con él y evitar posibles informes adversos que arruinaran sus currículos—. Los edificios se están desmoronando.
En efecto, las sondas enviadas a filmar la zona mostraron que las paredes y techos de aquellas construcciones se deshacían a ojos vista, como castillos de arena abandonados. Los alienígenas tampoco corrieron mejor suerte. En un momento dado parecían sanos. De repente se desplomaban, pataleaban un poco, morían y sus cuerpos se licuaban.
Unos robots tomaron muestras y las analizaron in situ.
—¿Recordáis aquel trozo de muro que los arqueólogos hallasteis en la turbera de Eos? —explicó un muy humilde Eiji—. Varias cepas de microorganismos hiperactivos se lo están comiendo todo. Quizás algo en la central nuclear o la contaminación atmosférica haya desbloqueado ciertos genes, y ya veis el resultado. —Miró a Asdrúbal con expresión suplicante—. Los microoganismos son seres muy simples, parecidos a las bacterias. Podríamos estudiarlos concienzudamente para determinar los mecanismos de expresión y regulación génica…
—¿Meter unos microbios capaces de consumir la carne, la piedra, el plástico y el metalen mi nave? ¿Es que los biólogos no aprenderéis nunca? —Asdrúbal echaba chispas—. ¡Ni hablar!
Esta vez, a Eiji no se le ocurrió saltarse al comandante para salirse con la suya. Sobre todo, cuando los microorganismos también se comieron a los robots que habían enviado al planeta.
Asdrúbal cambió de planes y decidió que la Kalevala aguardara a que llegara su relevo, la nave científica Hespérides. Mientras, los tripulantes fueron testigos del inicio de la agonía de la civilización. No había escapatoria. Aún no lo sabían, pero todos aquellos países enzarzados en cruentas guerras estaban condenados. Curiosamente, los microbios asesinos sólo eliminaban a unas pocas especies y a los edificios, pero dejaban intacto el resto.
—Si se me permite la observación —dijo Manfredo—, este comportamiento tan selectivo fue programado por los sembradores. A éstos parece desagradarles el surgimiento de seres tecnológicamente avanzados. Creo que implantaron en los genes de los microorganismos un ingenioso mecanismo de seguridad. Cuando la civilización llega a cierto nivel que altera las condiciones del medio, ese mecanismo se activa. Como sugirió en una ocasión nuestra excelente piloto —aprovechó para lanzar una mirada acusadora a Bob, que bajó la cabeza—, ningún jardinero desea que las malas hierbas le estropeen la cosecha.
Mientras, los microbios seguían incansables con su tarea de demolición. El personal de la central nuclear no tardó en caer, lo que implicó que el reactor se descontrolara y se produjera un mortífero escape radiactivo. Para pasmo de los científicos, unas bacterias se encargaron de asimilar el plutonio y otros elementos letales sin que éstos, en apariencia, las perjudicaran. Mediante una serie de pasos a lo largo de la cadena alimenticia, fueron a parar a los hongos del suelo, que se encargaron de sepultarlos donde no causaran daño. El Imperio Negro se colapsaba, pero la atmósfera estaba más limpia que nunca. Los países limítrofes aprovecharon para vengarse del enemigo, pero a ellos también empezó a visitarlos la muerte.
Cuando apareció la Hespérides, apenas quedaban alienígenas en el planeta. La invasión de microorganismos había seguido una progresión geométrica. Por un raro capricho del Destino, los humanos habían sido testigos de la eliminación de toda vida inteligente en un mundo. El proceso no duraba ni dos semanas. Una vez cumplido su papel, los microorganismos morían y sus restos eran reciclados por los hongos. También la vegetación se veía beneficiada por aquel súbito aporte de fertilizante. VR-513 se había convertido en un auténtico edén a los ojos del visitante ocasional.