Capítulo IV
VAGAMUNDOS

—¿Que paremos en VR-409? Con el debido respeto, Wanda, ¿te figuras que mi nave es uno de esos autobuses rurales que se detienen cada vez que a un pasajero le entran ganas de bajar a mear en la cuneta?

—He recibido un mensaje cuántico cifrado, Asdrúbal; no me preguntes cómo. En VR-409 están empezando a tener problemas con la fauna. Poco cuesta echar una ojeada y permitir que nuestro amigo el biólogo se luzca.

Asdrúbal lo meditó unos instantes y claudicó con un suspiro. La expedición pretendía recopilar datos y VR-409 se hallaba en su camino hacia el interior de la galaxia. Además, sería interpretado como un gesto de buena voluntad por los colonos.

—Tú ganas, pero los cartógrafos se van a acordar de tus deudos hasta la décima generación. Un cambio de rumbo mientras se atraviesa el hiperespacio a bordo de una antigualla como la Kalevala es… digamos que laborioso.

—Ya os compensaremos al regreso con un banquete de los que hacen época, comandante.

Por supuesto, sus habitantes no se referían a él como VR-409, sino Erewhon. Salvo Manfredo Virányi, nadie conocía el origen del nombre. Orbitaba en torno a una enana roja que pertenecía a un sistema triple. Como resultado, su movimiento de traslación se parecía más a un arabesco que a una elipse, y el clima era endiabladamente difícil de predecir. La única zona habitable para los humanos se hallaba en los archipiélagos del océano ecuatorial, aunque la vida alienígena se había adaptado de maravilla al interior de los continentes, donde los contrastes estacionales eran extremos.

Cada colonia poseía su propia personalidad. En Erewhon la gente vivía de cara al mar. Eran buenos navegantes, y mimaban sus cultivos de algas y piscifactorías. Pero había algo que no podía faltar: la casa comunal, el símbolo de un milenario modo de vida. Aquí había sido construida en lo alto de un acantilado con unas soberbias vistas. Unos peñascos cercanos la resguardaban de los vientos dominantes. Cuando rugía el temporal, como ahora, ofrecía un cálido abrigo para protegerse de la ira de los elementos. Estaba construida con grandes bloques de basalto, pero la roca oscura no le confería un carácter sombrío. Se abrían numerosos ventanales donde se estrellaba la lluvia, y los colonos se reunían en torno a las chimeneas en animados corrillos. Y, por supuesto, el bar siempre estaba presente.

La más alta autoridad de Erewhon era un hombretón cuyo aspecto recordaba a una morsa afable. Se llamaba Kurt y, a juzgar por la familiaridad del trato, era un viejo amigo de Wanda. Siguiendo la tradición, antes de entrar en materia invitó a comer a los forasteros. Estos a duras penas lograron sobrevivir a una fantasía de mariscos, unas barrocas ensaladas de algas y un caldero de arroz, todo ello pecaminosamente excesivo. Ahora trataban de digerir el ágape gracias a un licor de filiación incierta. Sólo entonces, Kurt accedió a ponerles al corriente de sus problemas.

—Todo empezó cuando el Consejo votó la ampliación de los invernaderos. Sí, señores, hay vida más allá del pescado; también practicamos la agricultura intensiva. Para acometer la obra era necesario desbrozar varias hectáreas de matorral nativo. Por supuesto, nos cercioramos de que ninguna especie en peligro de extinción se viera implicada. Pues bien, una vez limpio el terreno, justo cuando lo enarenábamos, las chicharras se nos echaron encima.

—¿Chicharras? —Eiji se incorporó.

—Unos bichos inofensivos —explicó Kurt—. Abundan en el continente; en las islas sólo quedan poblaciones relictas. Son herbívoros solitarios y, ante todo, tímidos. Y cuál fue nuestra sorpresa cuando… Pero será mejor que lo veáis por vosotros mismos. Acompañadme. Así, además, bajaréis la comida.

Marga miró a través de los ventanales. En el exterior parecía haberse desatado un tifón.

—¿Con este tiempo? —preguntó, con voz queda.

Kurt la observó como si se tratara de una alienígena.

—¿Qué tiene de malo? ¡Deberíais venir en pleno invierno! Entonces sí que apetece quedarse sentado al calor del hogar…

—Pues menos mal que estamos en verano —masculló Marga, tratando de mantener el equilibrio—. ¿Aquí nunca amaina el viento?

—Os quejáis de vicio —dijo Kurt, muy ufano y ataviado con una parka ligera. Wanda y Bob tampoco parecían incómodos. Los demás, en cambio, iban tan abrigados como les era posible.

—¿Cómo demonios no salen volando los invernaderos? —Las palabras de Eiji sonaron distorsionadas por la máscara facial protectora.

—Aclándolos bien —repuso Kurt.

El biólogo dejó de prestarle atención. Allí había una fascinante vida autóctona. La vegetación se adaptaba a los fortísimos vendavales adquiriendo formas almohadilladas. Había muy pocos animales voladores, ya que el aire los habría arrastrado indefectiblemente hacia el mar. Casi todos seguían un patrón insectoide, con exoesqueleto y patas articuladas, ideales para aferrarse a cualquier sustrato. Tomó al azar un bichejo de una brizna de hierba; le costó despegarlo. El animalillo se hizo el muerto, a ver si así se aburría y lo dejaba en paz. Acabó siendo observado a través del visor de la máscara, cuyas lentes macro funcionaban como un estereomicroscopio.

—Posee el mismo esquema corporal que la fauna predominante en tu mundo, Wanda —comentó distraídamente el biólogo, mientras estudiaba a la inmóvil criatura—. Sin embargo, en Eos las proporciones son más gráciles. ¿Sembraron en ambos planetas las mismas especies, que luego evolucionaron para adaptarse a ambientes muy diferentes? En tal caso, y con tan poco tiempo, el cambio tuvo que ser rapidísimo. ¿O quizá las preadaptaron antes de liberarlas?

Sacó de un bolsillo un artilugio con aspecto de termo cilíndrico, abrió la tapa y metió en él al animal. La criatura murió tan calladamente como había vivido. Unas cuchillas giratorias la redujeron a pulpa en unos segundos. Poco después, el artilugio emitió un pitido.

—Por fortuna, pude conseguir un analizador portátil de biomoléculas bastante rápido —prosiguió—. Como suponíamos, su código genético es idéntico al de los animales de Eos, Wanda. De acuerdo, veamos esas famosas chicharras.

El analizador, una vez catalogadas las principales moléculas, volcó los datos en una memoria cuántica, incineró los restos biológicos, eliminó discretamente los residuos y quedó listo para recibir la siguiente muestra. La comitiva reemprendió la marcha, luchando para que el ventarrón no los tumbara.

—Os pondré en antecedentes —dijo Kurt—. Las chicharras abundan en el continente. Son unos animales solitarios que se dedican a comer hierba, esquivar a los depredadores y engendrar más chicharras. En las islas encontramos pocos ejemplares; sin duda, vienen arrastrados por el viento o flotando en balsas naturales. No parecen hallarse muy a gusto por aquí, ya que sus poblaciones son escasas y dispersas. Sin embargo, al poco de preparar el terreno para los invernaderos… Mirad junto a esas rocas.

Durante unos instantes nadie habló. Primero fue por la escasa visibilidad que permitía la ventisca; luego, por la sorpresa.

—Me recuerda a… —Eiji sonó titubeante, como si temiera quedar en ridículo, pero Bob dijo en voz alta lo que todos pensaban:

—… a la colmena de piedra de VR-218.

En efecto, parecía una versión a pequeña escala de la misteriosa construcción. Por los agujeros veíase pulular un sinfín de pequeños insectoides. Los había de diversos tamaños, aunque ninguno sobrepasaba los quince centímetros.

—Aparecieron así, de sopetón —les contó Kurt—, en masa. Empezaron a remover el enarenado, socavaron y derribaron los pilares de un invernadero antiguo, provocaron diversos estropicios menores y finalmente construyeron eso. —Señaló a la roca—. Me lo expliquen…

Era el gran momento de Eiji. Adoptó un aire profesional, competente.

—¿Habéis detectado otros cambios de comportamiento en la fauna?

—No; de momento, éste es el único, pero ¿te parece poco?

—¿Las habéis combatido?

—¿Eh? ¡Ah, no! —Kurt alzó las manos, en un gesto que proclamaba inocencia—. Nos quedamos tan sorprendidos, y los daños han sido tan escasos, que dimos aviso a las demás colonias. Las noticias vuelan; nos enteramos de lo ocurrido con las hadas de Eos, y dedujimos que ambos sucesos podrían estar relacionados. De momento, nos limitamos a observar extravagancias —concluyó, sin dejar de mirar a las laboriosas chicharras.

—Ya… ¿Se han mostrado hostiles frente a los seres humanos?

—¡Qué va! —El colono se acercó a la piedra y agarró una chicharra pequeñita—. Son mansas; se dejan manosear, y sus compañeras no reaccionan.

Eiji estudió al animal. Era de una especie diferente al bichillo que había analizado momentos antes, aunque detectó ciertas similitudes. Sin duda, estaban lejanamente emparentados. También se hacía la muerta, para despistar a los depredadores.

—No es nada personal, hija —le susurró Eiji, en son de burla—, pero vas a ir derechita al tarro.

El bioanalizador cumplió con su función, y pasó los datos a la memoria. Mientras, los expedicionarios se dedicaban a contemplar fascinados el ir y venir de las chicharras en su colmena. Por eso, les sobresaltó la palabrota que soltó Eiji. Se volvieron hacia él, alarmados. El biólogo, enfundado en su aparatoso traje, miraba al aparato como si éste hubiera enloquecido.

—Según este cacharro —lo blandió al estilo de una cachiporra—, las chicharras son idénticas, gen a gen, a las hadas de Eos, Wanda. Si nos fijamos en el genoma, ¡se trata de la misma especie!

—Pues se parecen como un huevo a una castaña —replicó Bob, flemático—. Las hadas son gráciles, aladas y estúpidas, mientras que las chicharras… Además, Eos y Erewhon están separados por bastantes años luz.

—Pues eso es lo que hay. —Eiji estaba muy excitado; se dirigió a Asdrúbal, que había permanecido callado todo el rato—. Comandante, necesito unos cuantos voluntarios y un equipo completo de recogida de muestras.

En Erewhon había edificios destinados a la investigación. Resultó sencillo adaptar uno de los laboratorios biológicos a las necesidades de Eiji. Estaba bien equipado, aunque los científicos locales miraban con ojos de deseo mal disimulado a los artilugios traídos de la Kalevala.

En medio del recinto estaba la colmena de piedra. La habían arrancado de su lugar gracias a unos cortadores láser, y traído hasta allí con una plataforma agrav. Las chicharras no parecían haberse inmutado con el traslado forzoso, y seguían enfrascadas en sus cosas. Un campo de fuerza evitaba posibles fugas de las más aventureras. En las mesas de disección, cual insectil galería de los horrores, yacían los cadáveres desmembrados de buen número de ellas.

Llevaban varios días en Erewhon, esperando a que Eiji concluyera sus prospecciones por el continente. A todos les apetecía proseguir el viaje, pero el biólogo insistió en que se trabajaba más a gusto en tierra firme, sobre el terreno, y Asdrúbal le dio el visto bueno. Aunque de personalidad inmadura, era competente. Se le podía permitir ese capricho. Mientras, los demás, por culpa del pésimo clima, se vieron obligados a quedarse en la casa comunal y a fomentar las relaciones sociales.

Finalmente, Eiji, con aire misterioso, convocó una reunión informativa, y los implicados se dirigieron al laboratorio. Alguien con sentido práctico había excavado una red de túneles desde la casa comunal al resto de los edificios, y no hubo que salir al exterior. Los integrantes de la comitiva caminaban en fila india y en silencio, cada uno sumido en sus cavilaciones o, simplemente, pensando en las musarañas. Wanda se puso al lado de su sobrino y le atizó un codazo disimulado.

—Intenta no mirar de forma tan descarada el culo de Nerea, chaval —le advirtió por el comunicador privado—. Se te nota demasiado.

Bob se guardó de replicar en voz alta, pero apartó la mirada de su objetivo y enrojeció.

—No digas disparates, tía.

—¿Disparates? ¡Ja! En mis años mozos, cuando me rondaba un montón de moscones, vi esa mirada fija, inconfundible, que persigue cierta parte de nuestra anatomía. Los hombres, siempre pensando en lo único…

—Wanda, te estás figurando unas cosas…

—No lo arregles, que es peor. —Su semblante seguía inmutable mientras caminaba, aunque en su fuero interno se estaba divirtiendo horrores—. Eso sí, reconozco que la chica está bien formada, aunque algo flaca. Tienes buen gusto, pillín… Bien que has ido tras ella estos días, dándole la tabarra, ¿eh?

—Tía…

—Al menos, aún no te ha mandado a paseo. Deduzco que tienes posibilidades. —Ya basta, ¿no?

Bob estaba tan pendiente de aquel diálogo silente que estuvo a punto de atropellar a Nerea cuando la comitiva se paró en seco ante la puerta del laboratorio. El incidente quedó en un leve empellón. Al sentir el abordaje por la retaguardia, la piloto se volvió, extrañada.

—Perdona… —farfulló Bob, azorado.

—Estos jóvenes de hoy tienen la cabeza llena de pájaros —entró al quite Wanda—. Mira por dónde andas…

Nerea sonrió, quitándole importancia, y entraron al laboratorio. Allí, sin más preámbulos, Eiji les rogó que tomasen asiento y empezó con sus explicaciones. Se le notaba sobreexcitado.

—Amigos míos, queda fuera de toda duda que hadas y chicharras son genéticamente idénticas. Es la prueba definitiva de que fueron dispuestas aquí por unos misteriosos seres a los que desde ahora llamaré sembradores, si os parece bien.

—Amén —dijo Wanda—. Si pertenecen a la misma especie, ¿cómo explicas las diferencias de forma? No se parecen en nada…

—¡Ahí está la gracia! —replicó, con voz un tanto quebrada; Wanda pensó que a lo mejor se había atiborrado de estimulantes—. Aunque los genomas de hadas y chicharras sean idénticos, hay unas moléculas que regulan qué genes se expresan, y en qué orden. Cambios pequeños en el desarrollo embrionario, al sumarse de forma no lineal, dan lugar a resulta dos espectacularmente distintos. Tiene sentido —continuó, con la mirada perdida—. Fijaos: los sembradores disponen de un número relativamente reducido de especies para poblar mundos, pero pueden programarlas para que se adapten a entornos tan distintos como los de Eos y Erewhon. Sólo se trata de activar o bloquear ciertos reguladores. —Ahora, el biólogo se enfrentó a Wanda, y sonreía—. No tendría que extrañaros. Vosotros también modificáis organismos cuando colonizáis planetas. En realidad, convertís a animales y plantas en herramientas biológicas que cumplen vuestros propósitos.

—Nosotros manipulamos el genoma. Introducimos ADN útil en las especies que seleccionamos —repuso Bob—. Sin embargo, los sembradores juegan con moléculas reguladoras de la expresión génica… Interesante.

—Sí. Aunque los genomas de las chicharras estén fijados artificialmente, y sean incapaces de mutar, su expresión es sumamente plástica. Tenemos así adaptación sin mutaciones. ¡Toma ya!

En los últimos días, Kurt había sido informado de la teoría de la panspermia en la Vía Rápida. Sin embargo, lo que a él le preocupaba era lo suyo:

—Bueno, pero ¿cómo explica eso el cambio de conducta en las chicharras?

—Pues resulta que los cambios ambientales modifican la expresión de los genes de estas criaturas —soltó Eiji con solemnidad.

Se hizo el silencio, mientras los demás trataban de digerir aquella información.

—¿Qué cambios ambientales? —preguntó Kurt, claramente a la defensiva.

—Por suerte, tenemos la respuesta. Hemos capturado chicharras del continente, y las comparamos con nuestras amigas. —Eiji señaló a la colonia que presidía el laboratorio—. A la hora de preparar el suelo para los invernaderos, lo fumigasteis con bromuro de metilo, ¿verdad? Es muy barato producirlo.

Se trata de un biocida prohibido desde hace milenios. También se carga a los bichos alienígenas, por azares de la bioquímica.

El semblante de Kurt se crispó. Aquello había sonado como una acusación.

—Lo empleamos en dosis adecuadas y en condiciones estrictamente controladas. Velamos por la fauna autóctona y…

—Y yo me lo creo. —A Eiji no parecía importarle el enojo del colono—. Pero el bromuro que usáis para esterilizar el suelo se filtró y llegó, en dosis no letales, a las chicharras solitarias. Dentro de sus cuerpos, se unió a ciertas moléculas y algunos genes que estaban reprimidos se desbloquearon. Ahí tenéis el resultado. La tasa reproductora ha aumentado de manera increíble y de repente se han convertido en animales sociales. En pocas generaciones, se ha desarrollado incluso un sistema de castas.

»Pero el proceso no se detiene ahí. Al tornarse gregarias, las chicharras alteran el entorno, lo cual, a su vez, afecta a la expresión de nuevos genes. Se modifica el comportamiento aún más, y se genera una espiral de cambio de consecuencias imprevisibles. El proceso se retroalimenta hasta que al final se alcanza algún tipo de equilibrio…

—O todo se va al carajo —sentenció Asdrúbal. Era difícil contemplar la modesta colmena de chicharras y que la mente no la asociara con las ruinas de VR-218.

—En cualquier caso, hasta a mí me asusta lo brutal del cambio —prosiguió Eiji, después de una pausa dramática—. Tras la exposición al bromuro, en un par de generaciones desarrollaron la capacidad de segregar un ácido capaz de corroer la roca. Así excavan sus madrigueras. El sistema de castas vino a continuación y… ¿En qué se convertirán si nada las para?

Asdrúbal no fue el único en rememorar la imagen de VR-218.

—¿A que estamos pensando en lo mismo? —dijo Nerea.

—¿Seríais tan amables de ponerme al corriente? —Kurt estaba bastante molesto.

—Ruinas en mundos muertos —respondió Eiji, y le expuso un resumen del tema. Luego se desentendió del colono y se dirigió a Wanda—. Eso me llevó a retomar el tema de las hadas majaretas. Envié un mensaje en el que ordenaba a los robots que dejamos en Eos que capturaran ejemplares en distintos lugares, los analizamos y… En efecto, algo en el ambiente ha activado ciertos genes, en este caso relacionados con la actividad del sistema nervioso. Eso ha provocado cambios de conducta. ¿Tienen algún propósito final, o se deben al azar?

—¿Cuál podría ser el desencadenante en el caso de las hadas? —preguntó Bob.

—Sólo se me ocurre uno: la actividad humana. Alteramos el medio, eso afecta de algún modo a los bichos, ciertos genes durmientes se expresan y…

—Eso quiere decir que todos los mundos de la Vía Rápida habitados por colonos pueden estar a punto de sufrir catástrofes ecológicas —concluyó Asdrúbal.

Otro silencio sepulcral. La animosidad de Kurt se había esfumado como por ensalmo. Ahora sólo quedaba un hombre desconcertado, atemorizado.

—¿Qué… qué deberíamos hacer? ¿Erradicar las chicharras?

—Si me permiten —intervino Manfredo con su exquisitez habitual—. No soy ecólogo, pero la eliminación de una especie puede conllevar consecuencias imprevisibles en los ecosistemas.

—¿Qué consecuencias ni qué niño muerto? —fue la desabrida respuesta de Kurt—. ¡Sólo son unos bichos insignificantes!

—Tal vez se trate de una especie clave —insistió el arqueólogo—. Su eliminación podría generar estrés en otras (por ejemplo, sus depredadores), y estamos hablando de criaturas cuya expresión del genoma es sensible a los cambios ambientales. Además… En Eos hallamos ruinas alienígenas. Determinamos que las construcciones fueron literalmente devoradas por microorganismos. ¿Y si, por imprudencia, provocáramos la aparición de cepas de microbios asesinos, capaces de sintetizar venenos mortíferos o atacar a las personas? Mediten sobre ello.

En pocos minutos de charla ya llevaban unos cuantos silencios sepulcrales. Éste fue el más largo e incómodo.

—O sea, es como si estuviéramos sentados sobre un barril de nitroglicerina —dijo Wanda al cabo de un rato, resignada.

—En los viejos tiempos rezaban— añadió Manfredo—. No servía para remediar los problemas, pero al menos consolaba.

—Fantástico —murmuró Wanda. Mientras, las chicharras, ajenas a las tribulaciones de sus carceleros, seguían tallando laberintos en la roca.

Erewhon había quedado muy atrás. La Kalevala surcaba de nuevo el hiperespacio, camino del centro galáctico. Bob paseaba por las dependencias de la nave, en apariencia ocioso. Realmente iba de caza, a ver si podía enterarse de secretos tecnológicos. Le costaba acostumbrarse a la Kalevala. Pese a que no era una astronave grande, el interior daba sensación de amplitud y desahogo. Había unos pasillos que recorrían los costados de proa a popa. Aparte de su función primordial de conectar dependencias, durante ciertas horas se permitía a los tripulantes fanáticos del deporte usarlos como improvisada pista de atletismo.

—Si tuvieran que cultivar la tierra o llevar una casa repleta de críos, seguro que no tendrían que recurrir a eso para quemar calorías —había sentenciado Wanda el primer día, nada más cruzarse con un esforzado corredor echando el bofe, y Bob le dio la razón.

Aquella tarde todo estaba inusualmente tranquilo. Los tripulantes descansaban o se ocupaban de otras tareas, así que Bob caminaba solitario y un tanto aburrido. Decidió buscar a alguno de los científicos para preguntarle si habían averiguado algo interesante, cuando al doblar un recodo estuvo a punto de darse de bruces con Nerea. La piloto iba vestida con pantalones cortos y una camiseta vieja que dejaba el ombligo al aire y muy poco espacio a la imaginación. Corría descalza, y lo de piernas bien torneadas no era una mera frase hecha para referirse a ellas. El sudor hacía que la tela se le pegase al cuerpo. Se paró al lado de Bob, y éste tragó saliva. «Mírala a los ojos. A los o-j-o-s», se dijo, forzándose a no actuar como un pajarillo hipnotizado por una serpiente. Antes de que pudiera pronunciar una frase para salir del paso, ella se le adelantó, sonriente: —¡Hola, Bob! Pareces un alma en pena, vagando sin rumbo…

—Pues… Pensaba reunirme con Eiji, a ver si tenía novedades sobre las chicharras —dijo, tratando de mantener la compostura—. ¿Sabes por dónde anda?

—Creo que reservó la sala de hologramas. Algo está tramando, seguro. Oye; concédeme un cuarto de hora para que me duche y me ponga presentable, y te acompañaré a echar un vistazo. ¿Hace? A cambio, luego te pagas unas rondas en la cantina.

—De acuerdo —respondió el joven sin dudarlo—. Quince minutos, pues. ¿Dónde?

—En la sala de reuniones. ¡Nos vemos!

Nerea se alejó al trote. Bob la observó hasta que se perdió tras una curva del pasillo. Sí, la tarde se presentaba prometedora. «Desde el punto de vista tecnológico, claro está», trató de justificarse ante su conciencia.

La sala de hologramas era un recinto habilitado para el esparcimiento de la tripulación. Sus ordenadores eran capaces de generar imágenes 3D de una calidad impresionante. Las películas interactivas y partidas de rol figuraban entre los pasatiempos más populares, aunque también podía emplearse para otros fines. Por ejemplo, en ocasiones servía para simular con realismo extremo diversos escenarios donde los militares o los técnicos pudieran enfrentarse a situaciones límite. Asimismo, los científicos se apuntaban ocasionalmente a la lista de espera de la sala. Su elevada capacidad de proceso de datos permitía desarrollar modelos en un tiempo récord.

Bob aguardaba la llegada de Nerea más nervioso de lo que estaba dispuesto a confesar. No se consideraba un mojigato, pero aquella chica le aceleraba las pulsaciones sin que pudiera evitarlo. Odiaba eso. Tenía que mantener la cabeza fría, y comportarse como el digno asistente de la delegación colonial que…

Y allí apareció ella, con su paso atlético, su uniforme limpio y su pelo corto peinado en una simpática cresta. Inconscientemente, el joven se irguió y metió tripa. Nerea, con toda familiaridad, lo agarró del brazo.

—Venga, Bob; es por aquí.

En la cultura de los colonos era frecuente el contacto físico. Resultaba normal abrazarse, darse palmadas y cogerse del brazo. Pese a eso, aquel contacto íntimo fue especial para Bob. Se arrimó a Nerea todo cuanto permitía el decoro. Inhaló el aroma que desprendía su cuerpo. No pudo identificar el perfume que usaba, pero cautivaba los sentidos sin llegar a ser empalagoso. Se preguntó si le echarían feromonas. «En fin, disfrutemos del momento», se dijo.

Llevaban recorridos unos metros cuando una compuerta camuflada se abrió ante ellos. Probablemente, reconoció a Nerea y les franqueó el paso.

—Bueno, Bob, aquí tienes la famosa sala de hologramas y… Caramba, no sabía que estuvieran pasando una película de terror.

Por todo el recinto flotaban incontables criaturas alienígenas de muy diverso aspecto, desde cucarachas de largas patas hasta otras que más bien se asemejaban a la peor pesadilla de un desquiciado. En cuanto a tamaños, veíanse desde diminutas chicharras hasta ciempiés hipertrofiados de cinco metros de altura. El joven colono se quedó absorto delante de un depredador con unas mandíbulas capaces de destrozar una viga de acero. En el centro de aquel muestrario de horrores, cual capitán Nemo tocando el órgano, estaba Eiji. Sus manos volaban a través de las consolas virtuales, y nuevos insectoides emergían de la nada.

Nerea miró a Bob con expresión traviesa y le rogó silencio llevándose un dedo a los labios. Acto seguido, se acercó sigilosamente al biólogo y le agarró el cuello con las manos, al tiempo que musitaba, con voz de ultratumba:

—Carne humana…

El grito debió de oírse hasta en la sala de máquinas. Después de las inevitables menciones a los ancestros de la piloto y las disculpas de ésta, Eiji, aún enfurruñado, estuvo dispuesto a explicarles de qué iba aquello:

—Me dedico a extrapolar posibles fenotipos. Dicho para que hasta unos legos como vosotros lo entendáis, introduzco el genoma de las chicharras y activo o bloqueo ciertos genes, a ver qué sucede. Esto es lo que obtenemos —señaló a su alrededor—. Las interacciones entre el genoma y los factores ambientales son demasiado complejas. Pensé que sólo produciría un número limitado de cuerpos, pero las posibilidades parecen infinitas. Mi esperanza, suponiendo que se trate de la misma especie, era averiguar el aspecto de los constructores de las ruinas de VR-218, pero me temo que resulta imposible.

—Hay que ver lo que da de sí un único genoma —murmuró Bob, impresionado.

—Es como la Biblioteca de Babel. En ella están almacenados todos los libros imaginables. El problema es hallar los que deseamos leer.

El biólogo, sobresaltado por aquella interrupción, dio un respingo.

—Ah, hola, Manfredo. No te oímos llegar. —Nerea le saludó con un gesto de cabeza.

—Interesante galería de alienígenas —comentó el arqueólogo, que contemplaba impasible los hologramas—. Tenía entendido que los insectos no podían alcanzar dimensiones tan considerables —añadió, deteniéndose ante una gárgola erizada de espinas.

—Los insectos de la Vieja Tierra están limitados por el diseño corporal que heredaron de sus antepasados. —Al biólogo se le fue pasando el enfado conforme hacía gala de sus conocimientos—. El aparato respiratorio es su talón de Aquiles; si fueran mayores de lo que son, se asfixiarían. Sin embargo, que no os engañe el parecido superficial. Las chicharras y las hadas no son auténticos insectos. Respiran mediante unos órganos que recuerdan a los pulmones en libro de las arañas, pero mucho más eficientes. Por desgracia, no tenemos forma de saber si los cambios ambientales provocados por los colonos darán lugar a criaturas inteligentes o a míseros bichitos.

—¿Cuál sería el propósito de los sembradores cuando dejaron sueltos a estos seres? Es como una lotería biológica —comentó Nerea.

—Se me ocurre que tal vez los sembradores hayan dispuesto algún sistema de seguridad para eliminar las variantes indeseables. Sí, algo al estilo de lo que los militares hacen con los comandos, cuando les implantan bloqueos moleculares para evitar que el enemigo…

—No es conveniente revelar secretos militares delante de extraños, doctor Tanaka —lo amonestó el arqueólogo, en tono severo.

Nerea y Bob los dejaron discutir y abandonaron la sala de hologramas.

—Tengo la impresión de que seguimos sumidos en la más profunda ignorancia —dijo Bob—. No sabemos qué pretendían los sembradores, ni si los mundos muertos de la Vía Rápida se quedaron así por culpa de sus propios habitantes o por una agresión externa.

—Seamos optimistas. Puede que hallemos pistas significativas en los próximos planetas. —Volvió a tomar del brazo a Bob—. Y ahora, lo prometido es deuda. ¡Hora de visitar la cantina!

—Una cantina en la nave… Si algo me choca de vosotros es esa manía de que la tripulación esté contenta. ¿No os pasáis un poco?

—Así rendimos más, o protestamos menos cuando nos asignan alguna misión desagradable. Bueno, nos descuentan del sueldo cada consumición, para que no nos excedamos. —Miró al joven a los ojos—. ¿Qué pasa en vuestras naves? ¿Os mantienen hibernados, o qué?

—Pues en todas hay una sala comunal que…

Los dos se perdieron por un recodo, charlando animadamente.

—Mi cabeza…

—Tranquilo, hijo. El matasanos de a bordo me ha asegurado que esta pastilla es un remedio infalible contra la resaca. Por cierto, con el poco aguante que tienes para la bebida, no sé cómo se te ocurrió pillar semejante cogorza. Cerebro de chorlito…

Con esfuerzo sobrehumano, Bob se incorporó y se tragó la píldora con la ayuda del vaso de agua que le ofreció su tía.

—No hables tan alto, por favor. Y pídele al universo que deje de dar vueltas a mi alrededor. Ahora mismo no sé ni dónde estoy.

—En el camarote de Nerea, en pelota picada. Tranquilo; el robot de mantenimiento ha limpiado la habitación de vómitos y otros fluidos orgánicos. Eso sí, creo que el cacharro os va a retirar el saludo, por guarros.

—¿El camarote de…? —Bob se incorporó de golpe, pero se arrepintió al instante. Se desplomó sobre el lecho, sintiendo como si le hubieran metido la cabeza en una fresadora—. Ay… Estoy por pedirte que me remates para que no sufra.

—Valiente quejica. —Wanda le puso un paño húmedo en la frente—. Deja que actúe el medicamento. Dicen que es cuestión de minutos.

En efecto, la droga surtía efecto. La confusión mental del joven fue disipándose, y poco a poco recordó lo acontecido durante la tarde anterior.

—La cantina… —farfulló.

—Os pulisteis el sueldo de todo un mes en tequila, insensatos.

—Fue una competición entre ambos a ver quién aguantaba más. ¿Cómo se llamaban los vasitos esos que se toman con limón y sal? ¿Chupitos? ¿Mojitos? ¿Mariachis? Uf… No me lo explico. ¡Si eran diminutos!

—Ya, pero cuando te metes varias docenas entre pecho y espalda, el cuerpo lo nota. Yo también me propasé alguna que otra vez en mi juventud, pero lo vuestro fue apoteósico, según me contaron. No sé cómo pudisteis llegar al camarote. ¿Reptando, quizá?

—Nerea tenía unas cápsulas estimulantes que neutralizaban los efectos del alcohol, o eso entendí. —Los huecos en la memoria de Bob seguían rellenándose a paso de tortuga.

—Momentáneamente, me temo. Cuando el efecto pasó… En fin, fue como un mazazo, de acuerdo con el médico.

—¿Ha venido el doctor? —Bob se apretó las sienes con los pulgares y su cara se contrajo en un gesto de dolor—. Qué bochorno…

—Te informo que toda la nave se ha enterado, para regocijo general. Bueno, al menos os divertisteis, ¿eh, truhán? —El joven se puso colorado como un tomate—. Aja, deduzco que algo hicisteis…

—Si me pongo a enumerar las cosas que no hicimos, acabaría antes. —Bob pareció hundirse en el catre—. Si hasta le… Madre mía. —Cerró los ojos—. Esas cápsulas tenían que contener algo raro, seguro.

—En el pecado llevas la penitencia. —Le dio unas palmaditas afectuosas en el brazo—. Cuando te espabiles, dúchate y cena algo. El estómago te lo agradecerá.

—¿Cenar? Pero ¿cuánto tiempo llevo fuera de combate?

—Una noche y un día enteros, ¡oh, portentoso semental!

—Dioses… —Con dificultad, Bob se dio la vuelta y se puso boca abajo sobre el colchón—. ¿Y Nerea?

—Cuando llegué estaba tumbada en el suelo, con tus calzoncillos a modo de gorra. Su hígado debe de estar curado de espantos, puesto que se levantó hace un par de horas, se lavó y se fue a tomar el aire. Fue ella quien me llamó, preocupada por tu estado de salud. Una moza muy considerada. Bueno, te dejo a solas. Nos vemos luego.

Nerea estaba sentada en una mesa del comedor, bebiendo a pequeños sorbitos con una pajita de un tazón de caldo. Llevaba gafas de sol, algo incongruente en una nave espacial. Al ver a Bob, le hizo una señal para que se reuniera con ella.

—Me alegro de que sigas vivo —le dijo, con voz ronca.

—Igualmente —respondió él. Aún sentía náuseas, pero se forzó a pedir un consomé y un vaso de agua al robot camarero.

—Tampoco creas que cometo estos excesos muy a menudo— le indicó Nerea, al cabo de un rato.

—Tranquila; te creo. Menudo espectáculo tuvimos que dar, ¿eh?

—Y sin cobrar al público, que es lo malo. —Dio otro sorbo al tazón—. Menos mal que no tengo que conducir la lanzadera mañana.

Tomaron su frugal cena en silencio, mientras soportaban estoicamente las sonrisas y miradas de complicidad de los tripulantes que se dejaban caer por el comedor.

—Parecéis recién salidos de una guerra —les dijo Marga al pasar por su lado.

—Nerea, en cuanto a lo de anoche… —comenzó a decir Bob.

—Tuvimos nuestros momentos gloriosos, como lo de la almohada, el cinturón y…

—Corramos un tupido velo, ¿quieres? —la cortó Bob, ruborizándose y mirando fijamente a la mesa.

Siguieron callados durante unos minutos, hasta que la piloto se quitó las gafas. Lucía unas espléndidas ojeras.

—La próxima vez, que sea en tu camarote, Bob, y un poco más sobrios.

Bob le devolvió la mirada y sonrió.

—Te tomo la palabra.

Bob se dio la vuelta con cuidado. Los catres no estaban diseñados para dos personas, aunque fueran poco corpulentas.

—¿En qué piensas? —le preguntó Nerea, soñolienta.

—En nada especial. Bueno, en lo que podríamos encontrarnos en la próxima parada. Al fin y al cabo, es el destino de mi mundo lo que está en juego.

—Ya verás como todo se arregla. Relájate. Por cierto, ¿has desistido ya de adivinar quién es el androide?

Nerea se arrimó y empezó a masajearle los hombros.

—Estoy seguro de que se trata de Manfredo, el arqueólogo. ¿Puedes creerlo? Rebuscando en los archivos, he dado con su currículo. ¡Lleva casi dos mil años publicando artículos! ¡Ningún ser humano puede ser tan longevo!

—No subestimes los adelantos médicos, Bob.

—Vosotros vivís siglos, no milenios. Es él, fijo.

—¿Y…? ¿Vas a salir corriendo cada vez que se cruce en tu camino? —El tono de Nerea era meloso, mientras dibujaba arabescos con los dedos en la espalda del muchacho.

—Mujer, no soy racista —protestó—. ¿Qué más me da? Es un excelente arqueólogo, y punto. Muy educado, además.

—Bien por ti.

Las manos femeninas siguieron explorando su cuerpo, y poco después las palabras estuvieron de más. Cuando acabaron, abrazado al cuerpo cálido y suave de Nerea, y sumido en una agradable lasitud, Bob se entristeció súbitamente. La misión conjunta acabaría tarde o temprano, y sin duda ya no volverían a verse. Pero para eso aún faltaba mucho. Decidió no pensar en el futuro, o confiar en que sucediera un milagro que permitiera que siguieran juntos para siempre.