Habían pasado muy pocos días de los seis o tres meses cuando, con la ayuda del más chico de los Levy, me puse a limpiar el almacén y a adelantar el inventario. Entonces volví a ver, en el fondo del cajón de la correspondencia, debajo de la libreta negra de las cartas certificadas, los dos sobres con letra ancha y azul que no había querido entregar al hombre cuando llegaron, en el verano. No lo pensé mucho; me los puse en el bolsillo y aquella noche leí las cartas, solo, después de colgar las persianas. Una, la primera, no tenía importancia, hablaba del amor, de la separación, del sentido adivinado o impuesto a frases o actos pasados. Hablaba de intuiciones y descubrimientos, de sorpresas, de esperas largamente mantenidas. La segunda era distinta; el párrafo que cuenta decía: «Y qué puedo hacer yo, menos ahora que nunca, considerando que al fin y al cabo ella es tu sangre y quiere gastarse generosa su dinero para volverte la salud. No me animaría a decir que es una intrusa porque bien mirado soy yo la que se interpone entre ustedes. Y no puedo creer que vos digas de corazón que tu hija es la intrusa sabiendo que yo poco te he dado y he sido más bien un estorbo.»

Sentí vergüenza y rabia, mi piel fue vergüenza durante muchos minutos y dentro de ella crecían la rabia, la humillación, el viboreo de un pequeño orgullo atormentado. Pensé hacer unas cuantas cosas, trepar hasta el hotel, y contarlo a todo el mundo, burlarme de la gente de allá arriba como si yo hubiera sabido de siempre y me hubiera bastado mirar la mejilla, o los ojos de la muchacha en la fiesta de fin de año —y ni siquiera eso: los guantes, la valija, su paciencia, su quietud— para no compartir la equivocación de los demás, para no ayudar con mi deseo, inconsciente, a la derrota y al agobio de la mujer que no los merecía; pensé trepar hasta el hotel y pasearme entre ellos sin decir una palabra de la historia, teniendo la carta en las manos o en un bolsillo. Pensé en visitar el sanatorio, llevarles un paquete de frutas y sentarme junto a la cama para ver crecer la barba del hombre con una sonrisa amistosa, para suspirar en secreto, aliviado, cada vez que ella lo acariciaba con timidez en mi presencia.

Pero toda mi excitación era absurda, más digna del enfermero que de mí. Porque, suponiendo que hubiera acertado al interpretar la carta, no importaba, en relación a lo esencial, el vínculo que unía a la muchacha con el hombre. Era una mujer, en todo caso; otra.

Lo único que hice fue quemar las cartas y tratar de olvidarme; y pude, finalmente, rehabilitarme con creces del fracaso, solo ante mí, desdeñando la probabilidad de que me oyeran el enfermero, Gunz, el sargento y Andrade, descubriendo y cubriendo la cara del hombre, alzando los hombros, apartándome del cuerpo en la cama para ir hacia la galería de la casita de las portuguesas, hacia la mordiente noche helada, y diciendo en voz baja, con esforzada piedad, con desmayado desprecio, que al hombre no le quedaba otra cosa que la muerte y no había querido compartirla.

—¿Qué? —me preguntó el enfermero, respetuoso, inseguro, sujetando la excitación.

Salí afuera y me apoyé en la baranda de la galería, temblando de frío, mirando las luces del hotel. Me bastaba anteponer mi reciente descubrimiento al principio de la historia, para que todo se hiciera sencillo y previsible. Me sentía lleno de poder, como si el hombre y la muchacha, y también la mujer grande y el niño, hubieran nacido de mi voluntad para vivir lo que yo había determinado. Estuve sonriendo mientras volvía a pensar esto, mientras aceptaba perdonar la avidez final del campeón de basquetbol. El aire olía a frío, y a seco, a ninguna planta.

Entré en la habitación y fui cruzando, lleno de bondad, el cuchicheo de los cuatro hombres. Recorrí con lentitud la casita, miré y rocé con la punta de los dedos estampas, carpetas, cortinas, almohadones, fundas, flores duras, lo que habían estado haciendo y dejaron allí las cuatro mujeres muertas, las fruslerías que crecieron de sus manos, entre maquinales y necios parloteos, presentimientos y rebeliones, consejos y recetas de cocina. Conté las agonías bajo el techo listado por vigas negras, nuevas, inútiles, usando los dedos por capricho. Pensé, distraído y sin respeto, en las virginidades de las tres hermanas y en la de su amiga, una mujer muy joven, rubia, gorda. En el cuarto del fondo descubrí un montón de diarios que no habían sido desplegados nunca, los que se hacía llevar con el peón del hotel; y, en la cocina, una fila de botellas de vino, nueve, sin abrir.

Regresé, paso a paso, a la habitación donde estaban el cuerpo y los demás.

—No tuvo paciencia, señora —explicaba Gunz a una mujer flaca, con la cabeza cubierta por un rebozo y afirmativa.

—Es así —dijo Andrade, adulador y triste.

El enfermero hablaba de procedimientos y remociones con el sargento; sonrió al verme entrar y quiso preguntar algo, pero yo me volví hacia los zapatos y los pantalones visibles del hombre muerto, hacia la forma incomprensible debajo de la sábana.

—Poca sangre, señora —informaba el enfermero, con un tono de interrogación dirigido a Gunz.

—La que le quedaba —bromeó el médico bostezando.

Yo miraba hacia la cama con todas mis fuerzas, creyendo posible averiguar por qué había pedido los diarios para no leerlos, por qué había comprado las botellas para no abrirlas, creyendo que me importaba saberlo.

—¿Qué le parece si le dejo el certificado? —preguntó Gunz.

—Como le parezca, doctor —cantó el sargento—. Pero si puede esperar un poquito…

Y ahí estaba, en el suelo, el revólver oscuro, corto, adecuado, que él se había traído mezclado con la blancura de camisetas y pañuelos y que estuvo llevando, en el bolsillo o en la cintura, escondiéndolo con astucia y descaro, sabiendo que era a él mismo que ocultaba, plácido y fortalecido porque podía ocultarse como un objeto de una y de la otra, de lo infundado de sí mismo.

El sargento y Gunz habían salido a la galería a esperar al comisario; sólo llegaba el ruido lento de las palabras, la imagen de los hilos de vapor de las bocas. A mis espaldas, alzándose del desconcierto, de la curiosidad, del miedo, la mujer flaca empezó a preguntar.

—¿No lo vio? —dijo feliz el enfermero—. Está natural. Más flaco, puede ser; más tranquilo. —Se detuvo y yo sé que me estaba mirando con angustia; repitió su historia suavemente, para que yo no volviera a oírla.

—Estaba deshauciado aunque, claro, nunca se lo dijeron. Usted sabe cómo es. Hacía veinte días que estaban en el sanatorio y lo teníamos en quietud, con inyecciones. Un régimen muy severo. Ni peor ni mejor. Siempre contento, era un caballero. Estaba la muchacha con él. No sé, señora, cuidándolo. Y esta mañana, cuando ella se despertó y el paciente no estaba en la habitación salimos a buscarlo por todo el sanatorio; después supimos que había bajado en la camioneta. El chófer está acostumbrado, gente que apenas puede andar y se le ocurre ir a dar una vuelta. No se puede, señora; así es en el sanatorio, libertad. Pero no volvió a aparecer, el chófer se cansó de esperarlo, y estábamos sin saber qué pensar hasta que Andrade, aquí, nos telefoneó.

—Es así, señora —confirmó Andrade; ahora yo estaba mirándolos, divertido, balanceándome para entrar en calor—. Me dijeron que lo habían visto entrar a mediodía, aunque él me devolvió las llaves, y no quise creerlo. Yo ni siquiera había venido para limpiar. Pero había una ventana con luz al caer el sol y me vine a golpear. Calcule, cuando abrí la puerta y entré. Tal vez se haya guardado una llave de la entrada por la cocina.

—Y todavía era joven, el pobre —dijo la mujer; trató de echarse a llorar.

El enfermero, Andrade y yo encogimos los hombros y escuchamos en seguida el motor del automóvil, deteniéndose. El sargento y Gunz caminaron por la galería, golpeando a cada paso, como a propósito, el silencio luminoso y frío, la dureza de la noche imparcial.

—El comisario —anunció con solemnidad el enfermero y la vieja volvió a decir que sí, cabeceando.

Me senté en el diván, estremecido y en paz; preferí no moverme cuando entró la muchacha y fue recta hasta la cama, copió con increíble lentitud mi ademán de descubrir y cubrir.

El sargento y Gunz ocupaban la puerta, la vieja y el enfermero se adelgazaban contra la pared, Andrade retrocedió con la boina en la mano. Casi sin respirar, miré a la muchacha que inclinaba la cara sobre el conjunto inoportuno, airadamente horizontal, de zapatos, pantalones y sábanas. Estuvo inmóvil, sin lágrimas, cejijunta, tardando en comprender lo que yo había descubierto meses atrás, la primera vez que el hombre entró en el almacén —no tenía más que eso y no quiso compartirlo—, decorosa, eterna, invencible, disponiéndose ya, sin presentirlo, para cualquier noche futura y violenta.