El enfermero había estado hablando de escándalo y afrenta pública; era casi de noche cuando encendí las lámparas y encargué a Levy chico que atendiera el almacén mientras yo cruzaba a tomar un trago y charlar de muertes, curaciones y tarifas con el gerente del Royal. Salí al frío azul y gris, al viento que parecía no bajar de la sierra, sino formarse en las copas de los árboles del camino y atacarme desde allí, una vez y otra, casi a cada paso, enconado y jubiloso. Iba cabizbajo, oyendo un motor que se entrecortaba sobre la fábrica de aviones, pronosticando que el gerente del Royal me anunciaría, con falsa aprensión, con infantil esperanza, un invierno de nieve, de caminos bloqueados, cuando divisé los intermitentes círculos de la luz sobre la tierra del camino. Me detuve, la luz amarilla de la linterna se abrió en mi cara y escuché la risa; era un sonido seco, intencionado, ejercido para el reto. El hombre volvió a poner la luz en el suelo, miró hacia las nubes, y la apagó.
—La traía para la vuelta —dijo—. La descubrí en el garaje. Es un encuentro casual, porque usted se iba. Pero venía a buscarlo. Quiero decir, tengo que hablar con usted y negociar.
Estaba inmóvil, altísimo, de espaldas a la última barra de claridad de la sierra, negro y despeinado. El viento sacudía su abrigo y lo hacía restallar con un sonido confundible con el de la tos, muy espaciada, que el hombre protegía alzando la mano y la linterna.
—No lo había conocido —dije, sin saber si debía ofrecerle la mano, pensando velozmente en su historia—. Vamos al almacén, ¿quiere? Por lo menos allí no hay viento.
Me seguía sin palabras, pisando como si tratara de aplastar. «Es la primera vez que habla, pensé al entrar en el almacén; todo lo anterior fueron monosílabos, gruñidos, gestos, una sola palabra. Está borracho, pero no de alcohol, y necesita seguir hablando, como si se despeñara y quisiera terminar cuanto antes.»
Entré restregándome las manos, desprendiéndome la ropa, aunque el frío y algo de viento también estaban en el negocio. No quise volverme a mirarlo. Le golpeé el hombro a Levy chico que estaba boquiabierto, extático, con la gorra hasta los ojos, detrás del mostrador. Nos quedamos solos y llené dos vasos con vermut. El apartó la mano de la reja de la ventana y vino hacia mí, sonriendo con los brazos separados del cuerpo, balanceando la larga linterna niquelada. Se inclinó para dominar la tos y volvió a sonreír, enrojecido, lacrimoso.
—Perdón —murmuró—. Si no le molesta, prefiero caña.
Le serví lo que pedía y dije «salud» antes de beber, sin haberlo mirado todavía. Comencé por examinar el sobretodo, negro, viejo, demasiado holgado, con botones muy grandes y un cuello de terciopelo, casi nuevo.
—Usted salía —dijo—. No quiero que por mí… Es un minuto. —Se detuvo y miró alrededor, serio, extrañado, inquisitivo. Volvió a girar la cabeza, más tranquilo, alzó la copa y la vació. Me miraba sin que le importara verme, el labio levantado y fijo. Tocaba el mostrador con la punta de los dedos, para mantenerse recto, dentro del sobretodo negro, oloroso, anacrónico; exhibía los huesos velludos de las muñecas e inclinaba la cabeza para mirarlos, alternativamente, compasivo, y con cariño; aparte de esto, no era nada más que pómulos, la dureza de la sonrisa, el brillo de los ojos, activo e infantil. Me costaba creer que pudiera hacerse una cara con tan poca cosa: le agregué una frente ensanchada y amarilla, ojeras, líneas azules a los lados de la nariz, cejas unidas, retintas.
—Déme otra copa —dijo—. Es muy simple, nos cortaron los víveres. Lo pudieron soportar sólo unos meses; pero yo me atrasé, no fui capaz de reventar a tiempo dentro de los límites de la decencia, como ellos esperaban. Aquí estoy, todavía, tosiendo y de pie. Yo soy así, hago proyectos, creo en ellos, llego hasta jurar, y después no cumplo. No quiero aburrirlo, perdone. Entonces, justamente hoy, en el hotel, se les acabó la paciencia. A mediodía el empleado nos trajo la vianda y dijo que no iba a volver. Le daba mucha vergüenza, estuvo rascando el piso con el pie, hasta es posible que nos tuviera lástima. Le pagamos y le regalamos dinero. Y ella, a escondidas, salió a la galería para que yo no la viera llorar. Está mal, claro; ella se había hecho responsable de mi curación, de mi felicidad. Heredó un dinero de la madre y tuvo el capricho de gastarlo en esto, en curarme. En fin, estuvimos de acuerdo en que es necesario que sigamos comiendo hasta que yo reviente. Así que vine a verlo, a preguntarle si puede hacernos llegar comida, una o dos veces por día, y por poco tiempo. No porque piense morirme; pero puede ser que pronto nos vayamos.
Le dije que sí, mintiendo, porque no sabía cómo conseguirles sus dos comidas diarias, preguntándome porqué recurrían a mí y no a cualquier otro hotel o pensión. El estaba contra el mostrador, perfilado y torpe, jugando con la luz de su linterna porque no se le ocurría una frase para despedirse. Serví otra vuelta, imaginé que la muchacha allá arriba aprovecharía su ausencia para llorar un poco más.
Una vieja de la sierra había contado que se acercó un domingo a la casita para pedir fósforos, que una ventana estaba abierta y que el hombre, solo, de pie, desnudo, se miraba en el espejo de un armario; movía los brazos, adelantaba una sonrisa, de leve asombro. Y no era, reconstruía yo, no había sido que terminaron de agitarse en la cama y el hombre fue atrapado por el espejo al pasar. Se había desnudado lentamente frente al armario para reconocerse, esquelético, con manchas de pelo que eran agregados convencionales y no intencionadamente sarcásticas, con la memoria insistente de lo que había sido su cuerpo, desconfiado de que los fémures pudieran sostenerlo y del sexo que colgaba entre los huesos. No solamente flaco en el espejo, sino enflaqueciendo, a poco que se animara a mirar y medir.
Sacudió una mano en el bolsillo del sobretodo pero yo hablé antes de que la sacara.
—No es nada. Invito yo. Queda arreglado, comida para dos, dos veces al día.
Golpeó la pared con la luz de la linterna y sonrió, con un lento orgullo, como si acabara de acertar.
—Gracias. Lo que nos mande estará bien. Ya no vienen cartas. La verdad es que yo pedí que no escribiera.
Se movió para enfrentarme, ofreció la cara, mantuvo más amplia, la sonrisa negativa. Estaba envejecido y muerto, destruido, vaciándose; pero sin embargo, más joven que cualquier otra vez anterior, reproduciendo la cabeza que había enderezado en la almohada, en la adolescencia, al salir de la primera congestión. Convirtió en ruido su sonrisa y me tendió la mano; lo vi cruzar la puerta, atrevido, marcial, metiendo a empujones en el viento el sobretodo flotante que alguna vez le había ajustado en el pecho: lo vi arrastrar, ascendiendo, la luz de la linterna.
No volví a verlos durante quince o veinte días; les llevaban viandas desde el Royal y ahora era él quien recibía al mandadero —Levy chico— y le pagaba diariamente.
La muchacha resurgió en los chismes del enfermero, bajando la sierra un anochecer para buscar a Gunz en el hotel e instalarse en la terraza a esperarlo, sonriente y silenciosa con los mozos, con los pasajeros que podían reconocerla. En la versión del enfermero, Gunz alzó los hombros y dijo que no; después estuvo cuchicheando con la cabeza inclinada hacia ella y la mesa; por encima del cuerpo del médico la muchacha miraba a lo lejos como si estuviera sola. Finalmente dio las gracias y ofreció pagar las tazas de café; Gunz la acompañó hasta los portones del hotel y se quedó un rato con las manos en los bolsillos del pantalón, viéndola alejarse y subir, el chaleco hinchado avanzando en la primera sombra.
En la historia de la mucama —ya no iba a casarse con el enfermero, llegaba al almacén sola y en las horas en que no podía encontrarlo— la muchacha bajó una noche para arrancar a Gunz de la cama y mostró a los que charlaban soñolientos en el bar, una cara donde había más susto que tristeza. Gunz, sin entusiasmo, aceptó por fin subir hasta el chalet apretando un brazo de la muchacha.
Volví a verlos, por sorpresa, antes de que la mucama o el enfermero pudieran informarme que se iban. Eligieron la mañana, entre las seis, para llegar juntos al almacén, solitarios en el frío, cada uno con su valija.
—Otra vez —dijo el hombre, irguiéndose.
Se sentaron junto a la ventana y me pidieron café. Ella, adormecida, me siguió por un tiempo con una sonrisa que buscaba explicar y ponerla en paz. Les miré los ojos insomnes, las caras endurecidas, saciadas, voluntariosas. Me era fácil imaginar la noche que tenían a las espaldas, me tentaba, en la excitación matinal, ir componiendo los detalles de las horas de desvelo y de abrazos definitivos, rebuscados.
Envuelta en el abrigo, en lanas tejidas, con un gorro azul de esquiador, la muchacha parpadeaba mirando hacia afuera; tenía la cara redonda, aniñada, indagadora. Con un enorme reloj bailándole en la muñeca, el hombre abría una mano agrandada para sujetarse la mandíbula, solo y deslumbrado frente a su taza vacía. El vapor nublaba la mañana de atrás de los vidrios y las rejas; el sol se mostraba entrecortado, el frío se estaba haciendo palpable en el centro del piso de tierra del almacén.
—Nos vamos al sanatorio —dijo el hombre cuando me acerqué a cobrar porque había sacudido un billete en el aire; la muchacha arrugó la nariz y la boca para decir algo, pero continuó mirando la mañana enrejada—. Ayer le dije al chico; de todos modos, quería avisarle que se acabó. Y darle las gracias.
Me apoyé en la mesa y cumplí una buena farsa, pidiéndole que perdonara la calidad de la comida, como si yo la hubiera cocinado. Alguno, Mirabelli por la hora, pasó guiando una vaca con cencerro; ella tenía la nuca en el brazo del hombre, escuchaba los pájaros, los primeros motores, el final de su noche.
—El doctor Gunz dice que es seguro —me contaba el hombre desde el hueco de la mano, con una sonrisa desidiosa y alertada, con una voz que no podría despertar a la muchacha si durmiera—. Tres meses de sanatorio, un régimen de cuartel.
—Gunz es muy buen médico. Y tiene mucha experiencia.
—Mucha experiencia —repitió lentamente, divirtiéndose; miraba hacia el centro del salón, justamente el lugar donde yo sentía amontonarse el frío; ahora la cara le cabía en la mano, las puntas de los dedos tocaban los pelos largos y desparejos sobre la sien—. Y después, empezar de nuevo. ¿Se da cuenta? Sólo tres meses; y aunque fueran seis.
Me pareció que no había alzado la voz, pero ella dejó de mirar la nube acuosa de la ventana y puso los ojos, como el hombre, en el centro del piso del almacén. El primer cliente verdadero entró un saludo ronco e indirecto, el roce tristón de las alpargatas; llevaba boina, bigotes largos, un pañuelo de luto. La mano de la muchacha recorrió el pecho del hombre, fue subiendo hasta apretar los dedos gigantescos que sostenían la cabeza.
Friolento, carraspeando, el hombre del pañuelo negro planchó un billete sobre el mostrador y me pidió ginebra. Mientras llenaba el vasito vi acercarse la camioneta del sanatorio, recién pintada, balanceándose con suavidad. La muchacha y el hombre adivinaron y se fueron alzando con trabajo, entumecidos; no me saludaron al irse; él cargaba las dos valijas, ella se puso a bromear con el chófer que había descendido del coche y apretaba contra el vientre la gorra con visera y leyenda.
Tres meses, había mentido Gunz, seis meses había admitido el hombre. Los imaginaba inmóviles en camas blancas de hierro, allá arriba, depositados provisoriamente en una habitación del sanatorio, narices y mentones apuntando con resolución a un techo encalado, jugando aún al malentendido, apalabrados para esperar sin protestas, sin comentarios ociosos, la hora en que los demás reconocerían su error para decidir, con pequeñas excusas, con frases negadoras del tiempo, con golpecitos cordiales, mandarlos de vuelta al mundo, al desamparo, a la querella, a la postergación. Imaginaba la lujuria furtiva, los reclamos del hombre, las negativas, los compromisos y las furias despiadadas de la muchacha, sus posturas empeñosas, masculinas.