Las cartas volvieron a llegar, ahora armoniosamente: una escrita con la ancha letra azul junto con una a máquina. No sentía lástima por el hombre sino por lo que evocaba cuando venía a beber su cerveza y pedir sin palabras, sus cartas. Nada en sus movimientos, su voz lenta, su paciencia delataba un cambio, la huella de los hechos innegables, las visitas y los adioses. Esta ignorancia profunda o discreción, o este síntoma de la falta de fe que yo le había adivinado, puede ser recordado con seguridad y creído. Porque, además, es cierto que yo estuve buscando modificaciones, fisuras y agregados y es cierto que llegué a inventarlos.

En esto estábamos mientras iba creciendo el verano, en enero y febrero, y los rebaños de turistas llenaban los hoteles y las pensiones de la sierra. Estábamos, él y yo —aunque él no supiera o creyera saber otra cosa— jugando durante aquel verano reseco al juego de la piedad y la protección. Pensar en él, admitirlo, significaba aumentar mi lástima y su desgracia. Me acostumbré a no verlo ni oírlo, a darle su cerveza y sus cartas como si las acercara a cualquier otro de los que entraban al almacén con los disímiles uniformes de verano.

—No crea que no me doy cuenta —decía el enfermero—. No quiere hablar del tipo. ¿Y por qué? ¿También a usted lo embrujó? Es de no creer lo que pasa en el hotel viejo. No saluda a nadie pero nadie quiere hablar mal de él. De la muchacha, sí. Y ni siquiera con Gunz; no se puede hablar con Gunz de la muerte del tipo. Como si él no supiera, como si no hubiera visto morir a cien otros mejores que él.

Todos los mediodías el hombre recogía sus cartas, tomaba una botella de cerveza y salía al camino, insinuando un saludo, metiéndose sin apuros en el insoportable calor, atrayéndome un segundo con la ruina incesante de sus hombros, con lo que había de hastiado, heroico y bondadoso en su cuerpo visto de atrás en la marcha.

Acababa de terminar el carnaval cuando la mujer bajó del ómnibus, dándome la espalda, demorándose para ayudar al chico. No se detuvo junto al árbol ni buscó la figura larga y encogida del hombre; no le importaba que estuviera o no allí, esperándola. No lo necesitaba porque él ya no era un hombre sino una abstracción, algo más huidizo y sin embargo más vulnerable. Y acaso estuviera contenta por no tener que enfrentarlo en seguida, tal vez hubiera organizado las cosas para asegurarse esta primera soledad, los minutos de pausa para recapitular y aclimatarse. El chico tendría cinco años y no se parecía ni a ella ni a él; miraba indiferente, sin temor ni sonrisas, muy erguida la cabeza clara, recién rapada.

No era posible saber qué se traía ella detrás de los lentes oscuros; pero ahí estaba el niño, con las piernas colgando de la silla y ahí estaba ella, acercándole el refresco, acomodándole el nudo de la corbata escocesa, aplastándole con saliva el pelo sobre la frente. No quiso reconocerme porque tenía miedo de cualquier riesgo imprevisto, de delaciones y pasos en falso; me saludó, al irse, moviendo lo indispensable la boca, como si los labios, los anteojos, la palidez, la humedad bajo la nariz, todo el cuerpo grande y sereno no fuera otra cosa que un delegado de ella misma, del propósito en que ella se había convertido, y como si considerara necesario mantener este propósito libre de roces y desgastes, sin pérdidas de lo que había estado reuniendo y fortificando para dar la batalla por sorpresa en el hotel viejo. Y acaso ni siquiera eso; acaso no me veía ni me recordaba y, en un mundo despoblado, en un mundo donde sólo quedaba una cosa para ganar o perder, persistiera, sin verdaderos planes, con sencillez animal, en la conservación apenas exaltada de la franja de tiempo que iba desde su encuentro en la sala de baile, en un reparto de medallas y copas, con el pivot de un equipo internacional de basquetbol, hasta aquella tarde en mi almacén, hasta momentos antes de colarse en una pieza del hotel, empujando con las rodillas al niño impávido para apelar, sucesiva, alternativamente, a la piedad, a la memoria, a la decencia, al sagrado porque sí.

Estábamos los tres en el almacén vacío, esperando que sonara la bocina del ómnibus para Los Pinos. Le miré los hombros redondos, la lentitud protectora, casi irónica de los movimientos con que atendía al chico e iba vaciando su propio vaso de naranjada. Comparé lo que podían ofrecer ella y la muchacha, inseguro acerca de ventajas y defectos, sin tomar partido por ninguna de ellas. Sólo que me era más fácil identificarme con la mujer de los anteojos, imaginarla entrando en la pieza del hotel, prever el movimiento de retención e impulso con que ella trataría de cargar persuasiones en el niño para lanzarlo en seguida hacia el largo cuerpo indolente en la cama, hacia la cara precavida y atrapada alzándose del desabrigo de la siesta, reivindicando su envejecido gesto de entereza desconfiada.

Entre las dos, hubiera apostado, contra toda razón por la mujer y el niño, por los años, la costumbre, la impregnación. Una buena apuesta para el enfermero. Porque al día siguiente, en un paisaje igual, con idéntica luz que el anterior, vi la pequeña valija oscilando frente a la puerta del ómnibus, el mismo traje gris, el sombren to estrujado por la mano enguantada, blanca.

Entró con la cabeza demasiado alta, aunque con aquella inclinación, que la atenuaba, que parecía insinuar, engañosamente, la capacidad de separarse, sin verdadera lucha, de todo lo que viera o pensara. Me saludó como desafiándome y se mantuvo derecha frente al mostrador, la valija entre los zapatos, tres dedos de una mano hundidos a medias en el bolsillo de la chaqueta.

—¿Se acuerda usted de mí? —dijo, pero no era una pregunta—. ¿A qué hora tengo algo para el hotel viejo?

—Tiene una media hora de espera. Si prefiere, podemos tratar de conseguir un coche.

—Como la otra vez —comentó ella sin sonreír.

Pero yo no iba a llevarla, en todo caso. Tal vez haya pensado en la imposibilidad de repetir el primer viaje y sorpresa, o en la melancolía de intentarlo. Ella dijo que prefería esperar y se sentó en la mesa que ya conocía; comió la comida del enfermero, queso, pan y salame, sardinas, todo lo que yo podía darle. Con un brazo apoyado en la reja, me miraba ir y venir, ensayaba conmigo la expresión tolerante y desplegada que había imaginado durante el viaje.

—Porque cuando llegue ya habrán almorzado —explicó, ayudándose a creer que un servicio de comedor a deshora era el trastorno más grave que llevaba al hotel.

Los escasos clientes entraban en la sombra, venían hacia mí y el mostrador con las cabezas inmóviles, los ojos clavados en mi cara; pedían algo en voz baja, despreocupados de que los atendiera o no, como si sólo hubiera venido para interrumpir mi vigilancia, y giraban en seguida para mirarla, curioseando en los platos colocados frente a la muchacha. Después me buscaban los ojos con aparatosa sorpresa, con burla y malicia; y todos, hombres y mujeres, sobre todo las inconformables, fatigadas mujeres que bajaban desde la sierra en la hora de la siesta, querían encontrar en mí alguna suerte de complicidad, la coincidencia en una vaga condenación. Era como si todos supieran la historia, como si hubieran apostado a la misma mujer que yo y temieran verla fracasar. La muchacha continuaba comiendo, sin esconder la cara ni ostentarla. Después encendió un cigarrillo y me pidió que me sentara a tomar café con ella.

De modo que pude jugar con calma a pronósticos y adivinaciones, preocuparme seriamente por sus defectos, calcular sus años, su bondad. «Estaría más cómodo si la odiara», pensaba. Ella me sonrió mientras encendía otro cigarrillo; continuaba sonriendo detrás del humo y de pronto, o como si yo acabara de enterarme, todo cambió. Yo era el más débil de los dos, el equivocado; yo estaba descubriendo la invariada desdicha de mis quince años en el pueblo, el arrepentimiento de haber pagado como precio la soledad, el almacén, esta manera de no ser nada. Yo era minúsculo, sin significado, muerto. Ella venía e iba, acababa de llegar para sufrir y fracasar, para irse hacia otra forma de sufrimiento y de fracaso que no le importaba presentir. Y debió darse cuenta de que yo respiraría mejor si pudiera odiarla; porque quiso ayudarme y continuó sonriéndome entre las frases inútiles, detrás de los dedos rígidos, que movían el cigarrillo, graduando según mi necesidad la sostenida sonrisa cínica, emocionante, el brillo hostil de los ojos.

Y acaso, según se me ocurrió después, no estuviera haciendo aquello —la sonrisa, la indolencia, el descaro— solamente para facilitar mi odio, mi comodidad, mi regreso a la resignación; acaso buscara también paralizar mi lástima en el contiguo futuro, en la hora de la derrota que yo había profetizado, o en la otra, definitiva, lejana, más allá del orgullo, y que ella estaba atribuyendo como una fatalidad, a su vida.

—Vivir aquí es como si el tiempo no pasara, como si pasara sin poder tocarme, como si me tocara sin cambiarme —estaba mintiendo yo cuando llegó el ómnibus.

Ella alisó un billete de diez pesos sobre la hoja de diario que hacía de mantel, volvió a ponerse los guantes y caminó hasta el mostrador con la liviana valija.

«No viene a quedarse», pensé mientras contaba el vuelto; «no trae nada más que ropa para una noche que no va a tener siquiera. Sabe que viajó para oír una negativa, para ser razonable y aceptar, para permanecer en el resto del tiempo del hombre como un mito de dudoso consuelo». Apenas murmuró un saludo, con la sonrisa hacia el piso.

Continué viéndola y aún la recuerdo así: soberbia y mendicante, inclinada hacia el brazo que sostenía la valija, no paciente, sino desprovista de la comprensión de la paciencia, con los ojos bajos, generando con su sonrisa el apetito suficiente para seguir viviendo, para contar a cualquiera, con un parpadeo, con un movimiento de cabeza, que esta desgracia no importaba, que las desgracias sólo servían para marcar fechas, para separar y hacer inteligibles los principios y los finales de las numerosas vidas que atravesamos y existimos. Todo esto frente a mí, al otro lado del mostrador, todo este conjunto de invenciones gratuitas metido, como en una campana, en la penumbra y el olor tibio, húmedo, confuso, del almacén. Detrás del chófer del ómnibus la muchacha había caminado copiando la inclinación de los hombros del ex jugador de basquetbol.

Entonces, aquella misma tarde o semanas después porque la precisión ya no importa, porque desde aquel momento ya no vi de ellos nada más que sus distintos estilos de fracaso, el enfermero y la mucama, la Reina, empezaron a contarme la historia del epílogo en el hotel y en la casita. «Un epílogo», pensaba yo, defendiéndome, «un final para la discutible historia, tal como estos dos son capaces de imaginarlo».

Se reunían en el almacén, él y la mucama, todas las tardes, después del almuerzo. Podían verse en cualquier parte y a nadie en el pueblo o en el mundo le hubiera importado verlos juntos, ninguno habría pensado que no estaban hechos para encontrarse. Pero se me ocurre que el enfermero, o ella misma, la Reina, gruesa, con la boca entreabierta, con esos ojos fríos, inconvincentes, de las mujeres que esperaron demasiado tiempo, alguno de ellos supuso que agregaban algo si se citaban en la siesta en el almacén, si fingían —ante mí, ante los estantes, ante las paredes encaladas y sus endurecidas burbujas— no conocerse, si se saludaban con breves cabezadas y fraguaban miserables pretextos para reunirse en una mesa y cuchichear.

Debían sentirse muy pobres, sin verdaderos obstáculos, sin persecuciones creíbles; terminaban siempre por volver hacia mí las redondas caras sonrientes, cuidando no rozarlas; sospechaban que yo hubiera apostado por la mujer ancha de los anteojos oscuros y se dedicaban a su defensa, a la cuidadosa, solidaria enumeración de las virtudes que ella poseía o representaba, de los valores eternos que la más vieja de las dos mujeres había estado vindicando, durante cuarenta y ocho horas, en el hotel y en la casita.

—Habría que matarlo —decía la mucama—. Matarlo a él. A esa putita, perdóneme, no sé qué le haría. La muerte es poco si se piensa que hay un hijo.

—Un hijo de por medio —confirmaba el enfermero; pero me sonreía dichoso, vengativo, seguro de mi imposibilidad de disentir—. Usted la llevó al hotel aquella noche de fin de año. Claro que no podía imaginarse.

—¡Cómo iba a saber! —chillaba ella con escándalo, buscando mis ojos para absolverme.

Yo les escuchaba contar y reconstruir el epílogo; pensaba en el pedazo de tierra, alto, quebrado, en que estábamos viviendo, en las historias de los hombres que lo habían habitado antes que nosotros; pensaba en los tres y el niño, que habían llegado a este pueblo para encerrarse y odiar, discutir y resolver pasados comunes que nada tenían que ver con el suelo que estaban pisando. Pensaba en estas cosas y otras, atendía el mostrador, lavaba los vasos, pesaba mercaderías, daba y recibía dinero; era siempre en la tarde, con el enfermero y la Reina en el rincón, oyéndolos murmurar, sabiendo que se apretaban las manos.

Cuando la muchacha llegó al hotel, el hombre, la mujer y el niño estaban todavía en el comedor, callados, revolviendo las tazas de café. Ella, la mujer, levantó la cabeza y la vio. La otra se había detenido a dos mesas de distancia, con su valija que no quiso dejar en la portería, proclamando con su sonrisa alta y apenas arrogante, con la calma de los ojos chatos, que no quería herir ni ser herida, que no le importaba perder o ganar, y que todo aquello —la reunión del triunvirato en las sierras, las previsibles disputas, las ofertas de sacrificio— era, acababa de descubrirlo, grotesco, vamos, sin sentido, como tendría que ser injusto cualquier acuerdo a que llegaran. Sin embargo, a pesar de la mansa displicencia con que miraba las mesas vacías, las copas manchadas y las servilletas en desorden, fingía —esto era para Reina repugnante e inexplicable— no haber distinguido el grupo macilento, retrasado sobre los pocillos de café tibio.

—Ganaba tiempo, hasta ella misma se avergonzaba viendo la criatura.

La mujer la vio detenerse, avanzar sin ganas, y la reconoció en seguida. Nunca había visto una foto suya, nunca logró arrancar al hombre adjetivos suficientes para construirse una imagen de lo que debía temer y odiar. Pero de todas maneras, manejó caras, edades, estaturas; y los perecederos conjuntos que logró alzar, los cambiantes blancos para el rencor —que eran, simultáneamente, fuentes de autopiedad, de un resucitado, invertido orgullo de noviazgo y luna de miel— no podían ser relacionados con la muchacha que acercaba a la mesa su sonrisa e intimidad. El hombre se alzó, las espaldas más tristes y disminuidas, las yemas de los diez dedos en el mantel, colgándole de los labios el lento cigarrillo que se concedía en las sobremesas y que no atinó a desprender. Murmuró un nombre, nada más, no dijo palabras de bienvenida o presentación; y no volvió a sentarse porque la muchacha no lo hizo: se quedó de pie, alta sobre los vidrios oscuros y la boca oscura de la otra, sobre la curiosidad parpadeante del niño, sin necesitar ya su sonrisa, pensativa, liberada de promesas, frente al borde del mantel cuadriculado de los almuerzos como había estado una hora antes frente a mí y al mostrador, con una punta de la valija apoyada en una silla para soportar la brusca invasión del cansancio.

La mujer olvidó las anticipaciones que había construido, recordó haber imaginado a la muchacha exactamente como era, reconoció la edad, la transitoria belleza, el poder y la falsedad de la expresión honrada y candorosa. Estuvo, nuevamente, odiándola, sin esforzarse, guiada por una larga costumbre, asistida por la repentina seguridad de haberla odiado durante toda su vida.

La mujer dejó caer en el café lo que quedaba de su cigarrillo y fue bajando la cabeza; se miró la mano con los anillos y acarició al niño, sonriéndole, removiendo los labios con sonidos que no trataban de formar palabras, como si estuviera a solas con él. Entonces el hombre, largo, doblado, se animó a despegar las manos del mantel, a quitarse el cigarrillo de la boca y a ofrecer una silla a la muchacha. Pero ella, prestando ahora su cara a una sonrisa que nada tenía que ver con la arrogancia, con el desdén ni con el amor, sin mirar los ojos del hombre, apartó la valija del asiento y recorrió de vuelta el camino que había hecho entre las mesas.

—Yo no le dije que viniera aquí —explicó el hombre, sin emoción—. No al hotel.

—Gracias —dijo la mujer; acariciaba el pelo del niño; le sujetaba la mejilla con los nudillos—. Es lo mismo aquí o en otra parte. ¿No es lo mismo? Además, ¿no habíamos decidido ya? A veces olvidamos de quién es el dinero. Debías haberla invitado a comer. —Lo miró, demostrando que podía sonreír. Con la boca abierta, adormecido, el niño hipó, estremeciéndose; la mujer le secó el sudor bajo la nariz y en la frente.

La muchacha había atravesado la penumbra del bar, frente al mueble cargado de llaves de la portería, lenta, definitivamente de espaldas al comedor. Se detuvo en la terraza para cambiar de mano la valija y empezó a bajar la escalinata. No era capaz de llorar entonces, no evidenciaba la derrota ni el triunfo mientras iba descendiendo, paso a paso, ágil y sin prisa. El ómnibus de Junquillo se detuvo frente al hotel y el chófer llamó con la bocina; un hombre bajó para estirar las piernas y estuvo paseándose, ida y vuelta, pequeño, abstraído, con un poncho rojizo colgado de un hombro. Tal vez ella mirara los chiquilines oscuros, en harapos, que corrían por las canchas de fútbol.

—Y él estuvo un momento sin saber qué hacer, hay que decirlo, no salió corriendo como loco atrás de ella —contaron la mucama y el enfermo—. Se quedó mirando en el comedor vacío a la mujer y al hijito que parecía enfermo. Hasta que la otra pudo más que la vergüenza y el respeto y dijo cualquier cosa y salió atrás, lento como siempre, cansado. Tal vez haya pedido perdón. La alcanzó frente al ómnibus, le agarró un brazo y ella no movió siquiera la cabeza para saber quién era.

Discutieron bajo el sol, detenidos, mientras el peón del hotel corría hasta el ómnibus, cargado con paquetes. Y cuando el coche aflojó los frenos y empezó a bajar hacia mi almacén, ella empezó a reírse y se dejó sacar la valija. Tomados de la mano, despaciosos, subieron el camino de la sierra, costearon la cancha de fútbol que empezaba a rodear el público, doblaron allá arriba, en la esquina del dentista, y siguieron zigzagueando hasta la casita de las portuguesas. El hombre se demoró en la galería, estuvo mirando desde allí el río seco, las rocas, el vaciadero de basuras del hotel; pero no entró; le vieron abrazaría y bajar la escalera de la galería. Ella cerró la puerta y volvió a abrirla cuando el hombre estaba lejos; pudo verlo hasta que se perdió atrás de las oficinas de la cantera, volvió a descubrirlo, pequeño, impreciso, al costado de la cancha y en el camino.

Imaginé al hombre cuando bajaba trotando hacia el hotel, después del abrazo; consciente de su estatura, de su cansancio, de que la existencia del pasado depende de la cantidad del presente que le demos, y que es posible darle poca, darle ninguna. Bajaba la sierra, después del abrazo, joven, sano, obligado a correr todos los riesgos, casi a provocarlos.

—No estaban. Cuando él volvió la señora se había retirado con el chico y el chico estuvo pataleando en la escalera. La puerta de la habitación estaba cerrada por dentro; así que el hombre tuvo que golpear y esperar, sonriendo para disimular a cada uno que pasaba por el corredor; hasta que ella se despertó o tuvo ganas de abrirle —contaron—. Y el doctor Gunz insistió en decir que no había visto nada aunque estaba en el comedor cuando llegó ella con valija; pero no tuvo más remedio que decir, palabra por palabra, que el tipo debió haberse metido en el sanatorio desde el primer día. Tal vez así, pudiéramos tener esperanzas.

Y él golpeó, largo y sinuoso contra la puerta, avergonzado en la claridad estrecha del corredor que transitaban mucamas y las viejas señoritas que volvían del paseo digestivo por el parque; y estuvo, mientras esperaba, evocando nombres antiguos, de desteñida obscenidad, nombres que había inventado mucho tiempo atrás para una mujer que ya no existía. Hasta que ella vino y descorrió la llave, semidesnuda, exagerando el pudor y el sueño, sin anteojos ahora, y se alejó para volver a tirarse en la cama. El pudo ver la forma de los muslos, los pies descalzos, arrastrados, la boca abierta del niño dormido. Antes de avanzar, pensó, volvió a descubrir, que el pasado no vale más que un sueño ajeno.

—Sí, es mejor acabar en seguida —dijo al sentarse en la cama, sin otro sufrimiento que el de comprobar que todo es tan simple—. Tenía razón, es absurdo, es malsano.

Después cruzó los brazos y estuvo escuchando con asombro el llanto de la mujer, entristeciéndose, como si se arrepintiera vagamente no de un acto, sino de un mal pensamiento, sintiendo que el llanto lo aludía injustamente. Estaba encogido, sonriendo, dejándose llenar por la bondad hasta que resultara insoportable. Palmeó con entusiasmo la cadera de la mujer.

—Me voy a morir —explicó.

El final de la tarde está perdido; es probable que él haya intentado poseer a la mujer, pensando que le sería posible transmitirle los júbilos que rescatara con la lujuria. Cuando llegó la noche, el hombre bajó de la habitación y se puso a bromear con el portero y el encargado del bar.

—Bajó vestido como siempre, con ese traje gris que no es de verano ni de invierno, con cuello y corbata y los zapatos brillantes. No tiene otro traje; pero parecía que acababa de comprar todo lo que llevaba puesto. Y era como si no hubiera sucedido nada en el almuerzo, como si la muchacha no hubiera llegado y nadie supiera lo que estaba pasando. Porque, lo que nunca, bajó alegre y conversador, le hizo bromas al portero y obligó al encargado del bar a que tomara una copa con él. Es de no creer. Y saludaba con una gran sonrisa a cada uno que llegaba para la comida. Si hasta no sé quien le preguntó a Gunz si lo había dado de alta.

Pusieron una mesa en la terraza para la comida y acababan de sentarse cuando la muchacha trepó la escalinata y se les acercó, perezosa, amable. Le dio la mano a la mujer y comió con ellos. Los oyeron reír y pedir vino. La mujer ancha se había desinteresado del niño y era la otra, la muchacha, la que movía regularmente una mano para acariciarle el pelo sobre la frente.

Pero hay el par de horas que pasaron desde que el hombre bajó de la habitación hasta que el mozo vino a decirle que la mesa estaba pronta en la terraza y él se enderezó en el mostrador del bar para ofrecer el brazo a la mujer de los anteojos. El par de horas y lo que él hizo en ellas para reconquistar el tiempo que había vivido en el hotel, para cargarlo, en el recuerdo de los demás, con las expresiones de interés y las simples cortesías que lo harían soportable, común, confundible con los tiempos que habían vivido los otros. Todo lo que el hombre produjo y dispersó en dos horas, de acuerdo con ellos y para que ellos lo fueran distribuyendo en los meses anteriores: las sonrisas, las invitaciones y los saludos estentóreos; las preguntas inquietas, de perdonable audacia, sobre temperaturas y regímenes, los manotazos en las espaldas de los hombres, las miradas respetuosas y anhelantes a las mujeres. Hizo caber, también, la corta comedia, las piruetas en beneficio de los que bebieron con él en el bar, la repentina gravedad, la mano alzada para suplicar complicidad y silencio, la mirada de alarma y respeto al doctor Gunz —que acababa de entrar en el hall y reclamaba los diarios de la tarde mientras la balanza, el largo cuerpo totalmente erguido, remozado, inmóvil sobre la plataforma. «Setenta y cinco», anunció con alivio al acomodarse de nuevo en el mostrador del bar. Es seguro que mentía. «Puedo tomar otra».

Todos reían y él mostraba agradecimiento; mantuvo su sonrisa mientras le devolvían parte de los golpes que había estado sembrando en las espaldas, mientras pensaba admirado en la facilidad de los hombres para espantarse de la muerte, para odiarla, para creer en escamoteos, para vivir sin ella. Tanto daba desesperarse o hacer el payaso, hablar de política o rezar mentalmente las palabras extranjeras de las etiquetas de las botellas en el estante. Y como estaba pagando sin avaricias, con prisa y obstinación, las deudas que había ido amontonando desde el día de su llegada, pidió permiso a los bustos que se inclinaban sobre los avisos de turismo sujetos por el vidrio del mostrador, y se acercó, con un vaso lleno en la mano, a la mesa de mimbre donde el doctor Gunz leía noticias de fútbol y el enfermero anotaba en una libreta las inyecciones que se había asegurado para su recorrida nocturna.

—Me gustaría que lo hubiera visto. A mí me costaba trabajo convencerme de que era el mismo.

Estaba, sosteniendo el vaso con sus dedos torpes, exhibiendo el brillo de la corbata y la camisa de seda —«como si fuera la noche más feliz de su vida, como si estuviera festejando»— sonriendo con alerta docilidad al bigote rubio de Gunz, al brillo dorado de sus anteojos, a las palabras rápidas, gangosas, que el médico le iba diciendo.

—Y yo iba y venía, llevando la mantelería y los platos al comedor, porque, la casualidad, la otra empleada está enferma o lo dice. Y venía cargada desde la administración y pasaba entre el mostrador del bar y la mesa donde éstos estaban, antes de que bajara la señora con el chico, que un rato antes me había pedido agua mineral y aspirinas. Y lo veía, de espaldas, con la cabeza muy peinada, hamacándose en el sillón, riéndose a veces, tomando del vaso que tenía siempre en la mano. Y era como si charlaran de cualquier cosa, de la lluvia o del pozo en la cancha de tenis. Desde la misma ola incontenible de gozo y amistad que había estado alzando para todo el mundo, consultó al médico sobre esperanzas razonables, sobre meses de vida. Y en este momento tuvo que hacerse más visible, más ofrecida —no para Gunz, ni para el enfermero, ni para los atareados viajes de la mucama— la ironía sin destino contenida en su veloz campaña de recuperación del tiempo, en el intento de modificación del recuerdo llamativo, desagradable, que había impuesto a la gente del hotel y del pueblo. En la sonrisa con que escuchaba a Gunz, estaría, exhibida, casi agresiva, la incredulidad esencial que yo le adiviné a simple vista, la soñolienta ineptitud para la fe que hubo de descubrirse con la primera punzada en la espalda y que había decidido aceptar totalmente en la jornada que atestiguaban la mucama y el enfermero.

—Pero quién lo agarra descuidado, a Gunz. Habló de curación total, como siempre; le dijo que desde el principio le había aconsejado meterse en el sanatorio para una curación total. Y el tipo, que ya debía estar borracho, pero no perdía su línea de conducta, se reía diciendo que no podía soportar la vida en un sanatorio. Y cuando la mujer apareció, con el chico en brazos, en la escalera, él nos empezó a hablar de un partido con los norteamericanos, que alguien dijo que se había perdido por su culpa, y de cómo apenas pudo no llorar cuando le acercaron el micrófono al final del partido. Se despidió y volvió al mostrador del bar; dejó que la mujer pasara con el chico a sus espaldas y saliera a la terraza. Fui a preguntarle al barman si tenía algún llamado para mí, y él estaba contando la misma historia del partido de basquetbol con los norteamericanos, ahora letra por letra, gol por gol.

—Cuando subí al 40 para llevar las aspirinas y el agua mineral ella me atendió con mucho cariño. El chiquillo estaba parado en una silla, cerca de la ventana, miraba para afuera y llamaba a un gato. Ella me ayudó a poner la bandeja encima de la mesa y me dijo, me acuerdo, que era una gran idea usar zapatos de goma. Le dije que eran muy descansados, pero que me hacían muy baja. Estaba en enaguas, sin lentes, y tiene los ojos muy grandes y verdes, con ojeras. La sentía mirarme mientras destapaba la botella, apoyada en la pared, los brazos cruzados, casi agarrándose los hombros. Como si fuéramos amigas, como si yo hubiera subido al 40 a contarle algo que no me animaba y ella esperara. Y cuando me iba me llamó moviendo un brazo y me dijo sin burlarse: «Si usted me viera, así, como ahora, sin saber nada de mí… ¿Le parece que soy una mala mujer?». «Por favor, señora», le dije. «En todo caso, la mala mujer no es usted.»

¿Por qué había elegido él, entre todas las cosas que no le importaban, la historia del partido de básquet? Lo veía enderezado en el taburete del bar, dispersando a un lado y otro el insignificante relato de culpa, derrota y juventud. Lo veía eligiendo, como lo mejor para llevarse, como el símbolo más comprensible y completo, la memoria de aquella noche en el Luna Park, el recuerdo infiel, tantas veces deformado, de bromas de vestuario, de entradas revendidas a cien pesos, de la lucha, el sudor, el coraje, los trucos, la soledad en el desencanto, el deslumbramiento bajo las luces, en el centro del rumor de la muchedumbre que se aparta ya sin gritos.

Tal vez no haya estado eligiendo un recuerdo sino una culpa, vergonzosa, pública, soportable, un daño del que se reconocía responsable, que a nadie lastimaba ahora y que él podía revivir, atribuirse, exagerar hasta convertirlo en catástrofe, hasta hacerlo capaz de cubrir todo otro remordimiento.

—Comieron en la terraza, como grandes amigos, como si formaran, los cuatro, una familia unida, cosa que poco se ve. Y cuando terminó la comida el tipo acompañó a la muchacha al chalet y la mujer bajó la escalinata, cargada con el chico, para acompañarlos hasta los portones del hotel. Después de acostar a la criatura volvió al comedor y pidió una copita de licor. Estuvo esperando hasta que a Gunz lo dejaron solo; entonces lo hizo llamar y conversaron como media hora, el tiempo que demoró el tipo en ir y volver.

Ella no estaba triste ni alegre, parecía más joven y a la vez más madura cuando el hombre los descubrió desde la puerta del comedor y se fue acercando, erguido, escuálido, con la cara burlona y alerta. Gunz habló todavía unos minutos, lento, pensativo, mientras se limpiaba los anteojos. La mano de la mujer restregaba la del hombre, cuidadosa, innecesaria. Debajo de la mentira, de la reacción piadosa, estaban en ella el asombro y la curiosidad. Examinaba al hombre como si Gunz acabara de presentárselo luego de hacerle oír una corta biografía que rebasaba el presente, una historia profética y creíble que alcanzaba a cubrir algunos meses colocados más allá de aquel minuto, de aquella coincidencia. Nunca había dormido con él, ignoraba sus costumbres, sus antipatías, el sentido de su tristeza.

Gunz se fue y ellos bebieron un poco más, silenciosos, separados para siempre, ya de acuerdo. Y cuando subieron la escalera para acostarse, ella se sentía obligada a caminar apoyada en la establecida fortaleza del hombre, imaginando y corrigiendo la sensación que podían dar sus dos cuerpos, paso a paso, al sereno y a los que quedaban bostezando en el bar, descubriendo —con un tímido entusiasmo que no habría de aceptar nunca— que nada permanece ni se repite.

—Pero si lo de aquella noche —insistía el enfermero— ya era bastante raro: las dos mujeres como amigas de toda la vida, el beso que se dieron al despedirse, lo que sucedió al otro día es para no creer. Porque después del almuerzo fue ella la que hizo, sola, el camino hasta el chalet, con un paquete que debía ser de comida. El tipo se quedó con el chico, y se lo llevó a pasear al lugar más lindo que encontró en todo ese tiempo: el depósito de basura. Se tiró en camisa al sol, con el sombrero en la cara, arrancando sin mirar yuyos secos que masticaba mientras el chico se trepaba por las piedras. Podía resbalar y romperse el pescuezo. Y el tipo, véalo, tirado al sol con el saco por almohada, el sombrero en los ojos, casi al lado del montón de papeles, frascos rotos, algodones sucios, como un cerdo en su chiquero, sin importarle nada de nada, del chico, de lo que podían estar hablando las mujeres allá arriba. Y cuando empezó a enfriar, el chico, con hambre o aburrido, vino a sacudirlo hasta que el tipo se levantó y se lo puso en los hombros para llevarlo de vuelta al hotel. A eso de las cinco llegó ella; parecía más flaca, más vieja, y se quedó sola en el bar tomando una copa, con la cara en una mano, sin moverse, sin ver. Después subió y tuvo la gran discusión.

—No una discusión —corrigió la Reina con dulzura—. Yo estaba haciendo una pieza enfrente y no tuve más remedio que escucharlos. Pero no se oía bien. Ella dijo que lo único que quería era verlo feliz. El tampoco gritaba, a veces se reía, pero era una risa falsa, rabiosa. «Gunz te dijo que me voy a morir. Es por eso el sacrificio, la renuncia». Aquí ella se puso a llorar y en seguida el chico. «Sí», decía él, sólo por torturar; «estoy muerto. Gunz te lo dijo. Todo esto, un muerto de un metro ochenta, es lo que le estás regalando. Ella haría lo mismo, vos aceptarías lo mismo».

—No es que lo defienda —dijo el enfermero—; pero hay que pensar que estaba desesperado. No se puede negar que hubo un arreglo entre ellas, y aunque esto era lo que él andaba queriendo, cuando la cosa se produjo vio la verdad. Claro que él ya la sabía, la verdad. Pero siempre es así. Usted la vio venir con el chico y tomar el ómnibus; casi seguro que esta vez se fue para siempre. Ellos están viviendo en el chalet; les llevan la comida desde el hotel y no salen nunca. Sólo los ven alguna vez, de noche, fumando en la galería. Y Gunz me dijo que la cosa va a ser rápida, que ya ni metiéndolo en el sanatorio.

Ella pasó, es cierto, por el almacén, cargada con el niño, sin entrar, eligiendo la sombra del árbol para esperar el ómnibus. Desde el mostrador, enjuagando un vaso, la miré como si la espiara. Le hubiera ofrecido cualquier cosa, lo que ella quisiera tomar de mí. Le hubiera dicho que estábamos de acuerdo, que yo creía con ella que lo que estaba dejando a la otra no era el cadáver del hombre sino el privilegio de ayudarlo a morir, la totalidad y la clave de la vida del tipo.

Los otros siguieron encerrados en la casita hasta principios del invierno, hasta unos días después de la única nevada del año. No llegaron más cartas, sólo un paquete con la leyenda «ropa usada».

Andrade, de la oficina de alquileres, fue cuatro veces a visitarlos y siempre lo atendió la muchacha; amable y taciturna, ignorando la curiosidad del otro, haciendo inservibles los pretextos para demorarse que Andrade había ido fabricando en el viaje en bicicleta. Era el primer día de un mes, los golpes en la puerta sólo podía darlos Andrade. Ella salía en seguida, como si hubiera estado esperando, con su tricota oscura, los pantalones arrugados, con los veloces, exactos movimientos de su cuerpo de muchacho; saludaba, cumplía en silencio el cambio del dinero por el recibo y volvía a saludar. Andrade montaba en la bicicleta y regresaba viboreando hasta su oficina o continuaba recorriendo las casas de la sierra que administraba, pensando en lo que había visto, en lo que era admisible deducir, en lo que podía mentir y contar.

El mismo día de la partida de la mujer con el niño, el hombre pagó su cuenta en el hotel y se fue. De modo que ya no era, para los pasajeros, uno de ellos; las cortesías, las similitudes que había prodigado en la última noche empezaron a ser olvidadas desde el momento en que bajó la escalinata guardándose el recibo, el impermeable al hombro, repartiendo con postrer entusiasmo saludos silenciosos, moviendo de un lado a otro su sonrisa. Los clientes de Gunz y Castro volvieron a individualizar en seguida, con más exasperación que antes, cada una de las cosas que los separaban del hombre; y sobre todo volvieron a sentir la insoportable insistencia del hombre en no aceptar la enfermedad que había de hermanarlo con ellos.

No podían dar nombre a la ofensa, vaga e imperdonable, que él había encarnado mientras vivió entre ellos. Concentraban su furia en la casita de las portuguesas, visible cuando reposaban en la terraza o cuando paseaban por el parque a la orilla del arroyo. Y dos veces por día, hasta que las noches se alargaron y del segundo viaje sólo podían conocer el prólogo, podían festejar la perduración de su odio viéndolo renovarse por las caminatas del peón del hotel, cargado con la vianda, un diario bajo el brazo, hasta la casita blanca y roja que fingían suponer clausurada por la vergüenza. Controlaban los pedidos de botellas que transmitía el peón al administrador y ocupaban sus horas suponiendo escenas de la vida del hombre y la muchacha encerrados allá arriba, provocativa, insultantemente libres del mundo.