Hasta que un mediodía llegó al almacén antes que el ómnibus que repartía el correo y no se acercó al almanaque ni pidió cerveza. Se recostó en el árbol, afuera, con las manos en el bolsillo del pantalón, perniabierto, por primera vez sin corbata ni sombrero.

La mujer bajó del ómnibus, de espaldas, lenta, ancha sin llegar a la gordura, alargando una pierna fuerte y calmosa hasta tocar el suelo; se abrazaron y él se apartó para ayudar al guarda que removía valijas en el techo del coche. Se sonrieron y volvieron a besarse; entraron en el almacén y como ella no quiso sentarse pidieron refrescos en la parte clara del mostrador, buscándose los ojos. El hombre conversaba con vertiginosa constancia, acariciando en las cortas pausas el antebrazo de la mujer, alzando párrafos entre ellos, creyendo que los montones de palabras modificaban la visión de su cara enflaquecida, que algo importante podía ser salvado mientras ella no hiciera las preguntas previsibles.

Bajo los anteojos de sol, la boca de la mujer se abría con facilidad, casi a cada frase del hombre, repitiendo siempre la misma forma de alegría. Me sonrió dos veces mientras los atendí, agradeciéndome favores inexistentes, exagerando el valor de mi amistad o mi simpatía.

—No —dijo él—, no es necesario, no hay ventajas en eso. No es por el dinero, aunque prefiero no usar ese dinero. En el hotel tengo también médico, todo lo necesario.

Ella insistió un rato, cuchicheando sin convicción; debía estar segura de poder desarmar cualquier proyecto del hombre, y de que le era imposible vencer sus negativas distantes, su desapego. El se apartó del mostrador y fue hasta la sombra del árbol para convencer a Leiva de que los llevara en su coche al hotel; Leiva estaba esperando el ómnibus del sanatorio para recoger dos mujeres que iban a la ciudad. Terminó por decir que sí; tal vez el hombre le ofreció más dinero que el que valía el viaje, tal vez haya pensado que las mujeres estaban obligadas a no moverse del almacén hasta que él volviera.

La mujer de los anteojos oscuros me dirigió sus cortas, exactas sonrisas.

—¿Cómo lo encuentra? —preguntó; pensé que él le había hablado de mí en sus cartas, debió haber mentido sobre conversaciones y amistad.

Tuvo tiempo para decirme, con una voz nueva y jubilosa, como si el informe mejorara algo:

—Debe haber visto el nombre en los diarios, tal vez se acuerde. Era el mejor jugador de basquetbol, todos dicen, internacional. Jugó contra los americanos, fue a Chile con el seleccionado, el último año.

El último año debió haber sido aquel en que se dieron cuenta de que la cosa había empezado. Sin alegría, pero excitado, pude explicarme la anchura de los hombros y el exceso de humillación con que ahora los doblaba, aquel amasado rencor que llevaba en los ojos y que había nacido, no sólo de la pérdida de la salud, de un tipo de vida, de una mujer, sino, sobre todo, de la pérdida de una convicción, del derecho a un orgullo. Había vivido apoyado en su cuerpo, había sido, en cierta manera, su cuerpo.

Acepté una nueva forma de la lástima, lo supuse más débil, más despojado, más joven. Comencé a verlo en alargadas fotos de «El Gráfico», con pantalones cortos y una camiseta blanca inicialada, rodeado por otros hombres vestidos como él, sonriente o desviando los ojos con, a la vez, el hastío y modestia que conviene a los divos y a los héroes. Joven entre jóvenes, la cabeza brillante y recién peinada, mostrando, aun en la grosera retícula de las sextas ediciones, el brillo saludable de la piel, el resplandor suavemente grasoso de la energía, varonil, inagotable. Lo veía acuclillado, con la cabeza desviada para ofrecer tres cuartos de perfil al relámpago del magnesio, los cinco dedos de una mano simulando apoyarse en una pelota o protegerla; y también en una habitación sombría, examinando a solas sin comprender, la lámina flexible de la primera radiografía, rodeado por trofeos y recuerdos, copas, banderines, fotografías de cabeceras de banquetes. Podía verlo correr, saltar y agacharse, sudoroso, crédulo y feliz, en canchas blanqueadas por focos violentos, seguro de ser aquel cuerpo largo y semidesnudo, convencido de la eternidad de cada tiempo de veinte minutos y de que el nombre que gritaba la multitud con agradecimiento y exigencia servía para expresarlo, mencionaba algo real y perdurable.

Mientras estuvo la mujer de los anteojos de sol no llegaron los sobres escritos a mano ni los de papel madera. Vivían en el hotel, y el hombre no volvió al depósito de basuras ni a la casita de las portuguesas; paseaban tomados del brazo, alquilaban caballos y cochecitos, subían y bajaban la sierra, sonreían alternativamente, endurecidos, sobre fondos pintorescos, para fotografiarse con la «Leica» que se había traído ella colgada de un hombro.

—Es como una luna de miel —decía el enfermero, apaciguado—. Lo que le faltaba al tipo era la mujer, se ve que no soporta vivir separado. Ahora es otro hombre; me invitaron a tomar una copa con ellos en el hotel y el tipo me hizo preguntas sobre mil cosas del pueblo. La enfermedad no les preocupa; no pueden estar sin tocarse las manos, se besan aunque haya gente. Si ella pudiera quedarse (se va el fin de semana), entonces sí le apostaría cualquier cosa a que el tipo se cura. ¿No lo ve cuando vienen al mediodía a tomar el aperitivo?

El enfermero tenía razón y no me era posible decirle nada en contra; y, sin embargo, no llegaba a creer y ni siquiera sabía qué clase de creencia estaba en juego, qué artificio agregaba yo a lo que veía, qué absurda, desagradable esperanza me impedía conmoverme, aceptar la felicidad que ellos construían diariamente ante mis ojos, con la insistencia de las manos entre los vasos, con el sonido de las voces que proponían y comentaban proyectos.

Cuando ella se fue, el hombre volvió a visitar la casa que había alquilado, a veces desde la mañana, con un envoltorio de cosas para el almuerzo, y no aparecía hasta la noche, arrinconado en su mesa del hotel, abstraído y lacónico, apresurándose a reconstruir los muros de separación que había derribado catorce días antes, exterminando todo tallo de intimidad con su mirada gris, discretamente desconsolada. Y también volvieron las cartas, dos días después de la partida de la mujer, emparejados los sobres con las anchas letras sinceras y los escritos con una máquina de cinta gastada.

Así quedamos, el hombre y yo, virtualmente desconocidos y como al principio; muy de tarde en tarde se acomodaba en el rincón del mostrador para repetir su perfil encima de la botella de cerveza —de nuevo con su riguroso traje de ciudadano, corbata y sombrero—, para forcejear conmigo en el habitual duelo nunca declarado: luchando él por hacerme desaparecer, por borrar el testimonio de fracaso y desgracia que yo me emperraba en dar; luchando yo por la dudosa victoria de convencerlo de que todo esto era cierto, enfermedad, separación, acabamiento. Entraba mirándome a los ojos, con la insinuación de sonrisa que le ahorraba el saludo, y dejaba de mirarme en seguida de recibir las cartas; las guardaba en el bolsillo del saco, tratando de no apurarse ni tropezar, la cabeza y el cuerpo inmóviles, fingiendo que nada tenían que ver con los cinco dedos que maniobraban con los sobres. A veces pedía cerveza; otras daba las gracias y se iba; entonces sí llegaba a sonreír de verdad y con esta sonrisa y con la voz del agradecimiento sólo buscaba tranquilizarme, decir que yo no era responsable de lo que dijeran las cartas.

—Gunz lo encuentra peor —contaba el enfermero—. Es decir, que no mejora. Estacionario. Usted sabe, a veces nos alegramos si conseguimos un estado estacionario. Pero en otros casos es al revés, el organismo se debilita. ¿Y cómo va a mejorar? Le aseguro que alquiló la casa sólo para emborracharse sin que lo vean. Tendría que irse al sanatorio; si yo tuviera la responsabilidad de Gunz, el tipo ya estaría boca arriba veinticuatro horas por día. Gunz tendría que darle un buen susto.

Asustarlo, pensaba yo; habría que inventar otro mundo, otros seres, otros peligros. La muerte no era bastante, la clase de susto que él mostraba en los ojos y los movimientos de las manos no podía ser aumentado por la idea de la muerte ni adormecido con proyectos de curación.

Así estábamos, como al principio, cuando el pueblo se fue llenando y docenas de hombres y mujeres, con ponchos de colores y gorras, pantalones de montar y anteojos oscuros se desparramaron por la sierra, los caminos, los hoteles, los bares con pista de baile y hasta por el mismo almacén. Era un buen año, era la misma ola que yo había visto llegar quince veces, cada vez más grande, más ruidosa, y más excitada; y el hombre se hundió en ella, el enfermero y las criadas del hotel dejaron de traerme informes, lo perdieron de vista y hasta yo mismo, ocupado por la atención del almacén, le entregaba las cartas a ciegas, desinteresado. Pero no del todo; porque el imaginado duelo continuaba y por las noches, cuando el almacén quedaba vacío o con sólo un grupo de hombres y mujeres que se habían refugiado allí para tomar la última copa —porque estaban de vacaciones, porque el salón del almacén era sórdido y sucio, porque el vino del barril los asombraba por malo y áspero, porque nunca se hubieran atrevido a entrar en un lugar así en Buenos Aires—, yo me dedicaba a pensar en él, le adjudicaba la absurda voluntad de aprovechar la invasión de turistas para esconderse de mí, me sentía responsable del cumplimiento de su destino, obligado a la crueldad necesaria para evitar que se modificara la profecía, seguro de que me bastaba recordarlo y recordar mi espontánea maldición, para que él continuara acercándose a la catástrofe.

Poco antes de fin de año dejó de usar el ómnibus para llevar sus cartas a la ciudad; iba a pie desde el hotel y a veces yo lo veía pasar, con su vestimenta sin concesiones al lugar ni al tiempo, abrumado y distraído, tan lejos de nosotros como si nunca hubiera llegado al pueblo, con un brazo rígido, independiente del movimiento de la marcha, la mano hundida en el bolsillo del saco donde yo sabía que estaba la carta recién escrita, apretando la carta con aprensión y necesidad de confianza, como si le fuera imposible prever la forma, el dolor y las consecuencias de sus heridas.