Onetti es uno de los más grandes escritores de América Latina, casi tan importante para las letras de ese continente como lo fuera Jean-Paul Sartre en la Francia de la época posbélica. En efecto, La nausée y El pozo se publicaron ambos hacia 1938.

Onetti ha escrito mucho; pero éste no es el lugar donde reseñar su obra o destacar su importancia. Quisiera más bien, en lo que sigue, ocuparme de sólo una de sus obras, la novela corta Los adioses (1954). Es, entre todas sus obras éditas, la novela que, de un modo casi asombroso, anticipa muy temprano todas aquellas tendencias recientes que exigen al lector, con los términos de Julio Cortázar, que sea en vez de un «lector-hembra» (que se deja entretener), un «lector-macho» (uno que crea, junto con el autor, el mundo ficticio de éste), que sea un «lector-cómplice».

Esta exigencia, en el fondo, no es sino la que conocemos, en los Estados Unidos, bajo la etiqueta estética de «audience-participation». Dentro de los confines de la literatura, sería una «reader-participation». Examinando esta exigencia históricamente se puede decir que no es otra cosa que una extensión —o una intensificación, si se quiere— del naturalismo, sobre todo del naturalismo alemán: intenta captar minuciosamente (Sekundenstil se llamaba en Alemania) la realidad entera o por lo menos una parte de ella —pero ésta sí que totalmente—, la sabrosa y consabida «slice of life». El intento es de la estirpe de lo que pretendió hacer el Maxwell Anderson —o su director— de las primeras piezas, o de lo que trató de conseguir Eugene O’Neill. Con la diferencia —y esto es importante— de que hoy los actores, digamos en Winterset(1935), tendrían que saltar del escenario, para aterrizar en las faldas del público asistente, al que, por supuesto, pedirían que los acompañaran al escenario y ayudaran en la «puesta de sol». Es la diferencia que hoy produce piezas como «Dionysos 69» o que conduce a los «group-gropes» recomendados y practicados por el Living Theatre y otros grupos. Y así por el estilo. ¿Brecht y su Verfremdung? ¡Qué requiscat in pace!

Los intentos de incluir al público —al lector— en el proceso de la creación de una ficción son bastante extensos. Aparte del ya mentado Julio Cortázar, los practica Mario Vargas Llosa (cuando quiere que los lectores de sus novelas suplan la verdad de lo que, en La Casa Verde, por ejemplo, pueda haber pasado con la Casa Verde y con los personajes vinculados con ella), William Burroughs (cuando pide que sus secuencias «fold-in» sean ensambladas por sus lectores) y aquel escritor inglés, B. S. Johnson, de cuya novela The Unfortunates dijo Stanley Reynolds en el New Statesman (21-2-1969): «[his] new novel, done up in a box, chapters loóse, you can chuffle them about, get the story then, I suppose» (página 264); los practica el mismo Onetti en El astillero (cuando ofrece al lector dos desenlaces de la novela) y en La vida breve (en la que llegamos a una secuencia durante cuya lectura tuve la fuerte impresión de que los personajes estaban inventando al autor); y los practican también aquellos autores que usan la segunda persona singular o plural al describir alguna acción —como si el lector fuese el que actúa. El escritor alemán Peter Chotjewitz lleva ad absurdum estos intentos cuando pide que el lector escriba algunos capítulos de su novela Auf dem Barenauge. Y etcétera.

Son intentos sobre los que ha especulado incluso la muy venerada tía de todas las revistas literarias, el Times Literary Suplement. En su editorial del 18 de enero de 1968 escribe refiriéndose a Rayuela de Cortázar y reflexiona sobre la responsabilidad moral que tendría el lector de una novela de esa índole, pues no sería extraño que un lector, por su «make-up» psicólogo, escogiera una continuación que revelara a los protagonistas como seres altamente inmorales, lo cual, a su vez, ciertamente revelaría también que el lector es un «son of a bitch», y no los personajes de la novela, por lo menos los de las otras continuaciones. Esto sí que sería, definitivamente, una «reader-participation»; incluso podría resultar en un «insulto al público»; expresión que, dicho sea de paso, es el título de una pieza teatral alemana de un tal Peter Handke. En ella, lógicamente, se insulta a los asistentes por haber asistido.

En verdad, por más nuevo que parezca todo esto, no es nuevo de manera alguna. Pues siempre, desde que existen «ficciones», ya sean verbales o teatrales o pictóricas o cinematográficas, el «consumidor» de estas expresiones artísticas, debido al mero hecho de optar por «consumirlas», ha participado en su creación. En efecto, sin él «consumidor» de obra de arte, no habría obras de arte. Lo que sucede es, simplemente, que hoy en día, en todas las artes, se pone más énfasis en el elemento «participatorio» del consumidor de lo que se ponía antes.

Ahora bien, Onetti, pesimista total (y creyente, parece, en tan sólo una cosa, a saber: el paraíso y el amor juveniles), ha anticipado toda esta tendencia nueva, esta boga de «participación», en una serie de sus novelas. Pero en ninguna tan explícita e intencionadamente —para quien esté atento a este fenómeno— como en Los adioses.

A Onetti todo el mundo le teme. Al menos es ésta la impresión que me causa la lectura del magro número de estudios, reseñas e intentos de análisis de sus obras. Yo, lo admito, también tengo cierto miedo a «meterme con Onetti»; es tan complicado, tan hermético. Pero en Los adioses, me parece, este miedo puede descartarse, pues el intento de su autor por implicarnos, por descubrirnos como «sons of bitches», es patente. Y la técnica que emplea para enredarnos en su complot es, inocentísima, la del venerado Henry James: la técnica del punto de vista.

Los adioses cuenta una historia muy sencilla: «Un hombre llega a una ciudad de las sierras, donde hacen su cura los tuberculosos. Pasiva pero firmemente se niega a asimilarse a esa vida de sanatorio, de alentada esperanza, que contamina toda la ciudad. Es taciturno, no acepta. Vive sólo para las dos cartas (el sobre manuscrito, el dactilografiado en la máquina de tipos gastados) que llegan regularmente y que son la vía por la que continúa comunicado con el mundo exterior. Un día llega la mujer, autora de una serie de cartas… Otro día, distinto, llega la de las cartas a máquina: es una muchacha fuerte, indestructible, viva: para ella, el hombre ha alquilado un chalet. Con la primera mujer, el hombre vive en el hotel de la «ciudad de las sierras».[1]

Toda la historia nos es contada «desde fuera, está comunicada al lector por medio de un testigo. Este testigo es el dueño de un almacén, un ex tuberculoso que sigue viviendo en las sierras con su medio pulmón y que registra desde su observatorio ciudadano (i. e. el almacén) los avatares de todos los enfermos» (íbid., p. 244) y «se jacta de saber [desde el primer momento] que el hombre no es de los que se curan», (íbid). Las cartas —dos tipos distintos, como vimos, por provenir de corresponsales distintas— no le llegan directamente al hombre: tiene que recogerlas siempre en el almacén, tienda que funciona también como una especie de oficina de correo.

El testigo nos cuenta los «avatares» mencionados en un tono que recuerda ya sea a un diario o una memoria o incluso a una carta: cuenta sólo lo que a él le interesa y lo que él opina sobre esto. Por ejemplo: «Quisiera no haber visto del hombre, la primera vez que entró en el almacén, nada más que las manos», o «Después empecé a verlo desde el hotel en ómnibus y esperar frente al almacén…», o, también, «No es que [el hombre] crea imposible curarse, sino que no cree en el valor, en la trascendencia de curarse». Con este procedimiento narrativo, Onetti ya nos ha «enganchado». Pues, sin darnos cuenta, nos identificamos con el punto de vista del almacenero, sobre todo cuando nos ofrece, aparte de los sucesos que quisiera llamar «relativamente objetivos» —vio sólo las manos; después vio al hombre esperar el autobús—, sobre todo, digo, cuando nos ofrece, además, de esos sucesos, también sus reflexiones sobre el estado psíquico del hombre —«no creo en el valor, en la trascendencia de curarse» (los subrayados me pertenecen)—.

Ambas clases de observaciones, que son a la vez informaciones para nosotros acerca del hombre (y no recibimos ni una sola información que no hubiese pasado por los recuerdos —o lo que sean— del almacenero), esas observaciones «relativamente objetivas» y las psicológicas, contribuyen a que le concedamos al narrador-testigo más y más autoridad, pues lo que nos refiere él se caracteriza, dentro de las coordenadas de nuestras vivencias, por ser altamente verosímil. Por ello vamos confiando más y más en el almacenero y en lo verídico (o al menos en lo suficientemente probable) de lo que nos cuenta.

Permítaseme aquí una pequeñísima digresión en torno a un hecho de pequeña importancia pero ejemplar para demostrar cuánto hemos ido perdiendo los lectores, desde el primer momento, nuestra facultad crítica: tanto en el resumen hecho por Emir Rodríguez Monegal como en mi propio texto hasta aquí, se ha venido hablando del testigo como de un hombre. Sorprenderá, me imagino, el que —por lo menos hasta cierto punto— también exista la posibilidad de que ese testigo sea una mujer. No hay ninguna ley natural o de verosimilitud que prescriba que quien posee un almacén no pueda ser una mujer. And yet, and yet, como dice Borges, otro jugador con la realidad y la ilusión: recién leídas cinco páginas de la novela es que ciertas formas flexionales nos confirman que nuestra suposición original está acertada. Yo planteé la pregunta sobre el sexo del testigo a mis estudiantes y a otras personas que conocían el libro, y pude observar en cada caso que estaban perplejos e incrédulos de que el testigo pudiera no ser un hombre; pero en ningún caso supieron documentar lo justificado de su suposición inicial.

Detalles como el que acabo de mencionar pueden clasificarse como «trucos», hasta como trampas. Y, efectivamente, Onetti ha sido acusado más de una vez de ser un «tramposo». Rodríguez Monegal dice que los lectores de novelas de Onetti «[hablan] de los trucos de Onetti» (pág. 246). Mas no hay duda, creo, que él emplea detalles así —sobre todo que empleó el «truco» acabado de mencionar— intencionadamente: tales «trucos» le sirven, especialmente en nuestro caso, para «adormecer» nuestra facultad de distinguir entre lo comprobable, lo probable y lo improbable. Otro medio de conseguir esto es, para decirlo con toda franqueza, el estilo a menudo muy oscuro (para no decir impenetrable) de Onetti.

En efecto, Onetti parece estar tan seguro de que va a lograr su propósito, el de «adormecernos», que incluso descuida —¿o sólo parece descuidar?— el manejo verosímil de los mismísimos ingredientes constitutivos de su descripción. Al final de este texto veremos ejemplos de tales «descuidos».

Participamos ahora con él en sus conjeturas sobre aquel triángulo mujer-hombre-muchacha. Al almacenero le ayudan en estas conjeturas dos personajes más, un enfermero —o como Onetti insiste en escribir, «el» enfermero, lo que hace de éste un sujeto «definido» y, por ello, de confianza, para decirlo así— y «la» mucama del hotel en que vive el hombre, solo o, dos veces, con la mujer. Lo que estos tres observan representa la amplitud de nuestra información indirecta acerca del triángulo mencionado.

De nuevo —ahora con el empleo de estos dos personajes adicionales— Onetti nos seduce y adormece. Pues cada escena con el enfermero y la mucama, que se llama Reina, ya sea que aquél aparezca solo o que ésta venga sola, o que los dos visiten el almacén juntos, nos trae: (a) nuevas informaciones factuales y (b) nuevas conjeturas acerca del hombre y las dos mujeres. La manera en la que nos llegan a ser presentadas tanto las informaciones como las conjeturas, nos conduce a aceptarlas como lógicas. Por ejemplo: (a) «Se quedó mirando en el comedor vacío a la mujer y al hijito que parecía enfermo», nos informa la mucama; (b) «Ganaba tiempo, hasta ella misma se avergonzaba viendo la criatura», dice imaginándoselo de esta manera, otra vez la mucama.

Lo que, naturalmente, desde hace mucho ya no advertimos es que aun estas informaciones factuales (que muy bien pueden ser ciertas) y las conjeturas, las recibimos a través del almacenero, del testigo dijérase Jamesiano, quien, por supuesto, las puede haber ajustado a sus propios fines, las puede recordar mal, las puede hasta haber inventado.

A medida que avanza la novela se les agregan a los tres informantes virtualmente todos los enfermos y, al final, virtualmente toda la ciudad. Hacen una especie de cargamontón psicológico (o «chismológico»), en torno al triángulo del hombre con las dos mujeres. ¿Por qué?

Por una razón muy sencilla: nadie sabe quiénes son esas dos mujeres, qué relación —¿o «relaciones»?— tienen con el hombre. Y éste no habla en ningún momento, ni siquiera durante el breve intervalo de expansividad que precede al desenlace de la novela. ¿Qué les queda entonces, a todos estos curiosos, sino sus conjeturas? ¿Cómo pueden interpretar lo que ven, día tras día, estén presentes las dos damas o no, pero sobre todo, por supuesto, cuando están presentes?

La mujer viene a visitar al hombre dos veces, la segunda vez con «el chico», un niño. La muchacha también viene dos veces, la segunda vez se topa, inesperadamente, con la mujer y el niño. El hombre explica para la mujer —y para la mucama que lo oye y divulga— «Yo no le dije que viniera aquí (…) No al hotel». La primera vez que vino la muchacha, el hombre y ella se retiraron a un chalet que él había alquilado. Comenta el enfermero: «Entonces resulta que el chalecito lo alquiló para esta chica. ¿No le parece una muchacha demasiado joven?» ¿Por qué «demasiado joven»? Y ¿«demasiado joven» para qué? Acerca de la mujer, la otra, la del chico, la mucama nos informa en un momento dado que ella le preguntó: «¿Le parece que soy una mala mujer?» «Por favor, señora», le dije. «En todo caso, la mala mujer no es usted».

¿Por qué este comentario de la mucama (referido por ella misma al almacenero), esta distinción entre mujer no mala y mala muchacha?

Como se habrá adivinado ya (si fuese solamente por mi uso del término «triángulo»), el comentario se debe a que el testigo y los otros observadores, basándose en lo que ven y, quizás más, en lo que no ven, suponen, y lo hacen en nuestra compañía, 1.°, que la mujer es la esposa del hombre, un otrora famoso atleta de básquetbol; 2.° que el chico es el hijo de él; 3.° que la muchacha es la maîtresse. Pero ahí no termina: la gente de esta «ciudad de las sierras» se imagina muchas otras cosas más, cosas peores, o, como las califica Rodríguez Monegal, cosas «obscenas»; «…La obscenidad de los mirones contamina todo lo que ven. Con fariseísmo, lamentan que la muchacha sea demasiado joven, pero no pueden dejar de valorarla (en la imaginación) por los supuestos méritos eróticos» (p. 244). He aquí algunos botones de muestra de lo que la gente, sobre todo el almacenero, se imaginan que sucede entre el hombre y la mujer y entre él y la muchacha: «Me tentaba… ir componiendo los detalles de las horas de desvelo y de abrazos definitivos, rebuscados». O: «…Es probable que él haya intentado poseer a la mujer, pensando que le sería posible transmitirle los júbilos que rescatara con la lujuria». O: «Imaginaba la lujuria furtiva, los reclamos del hombre, las negativas, los compromisos y las furias despiadadas de la muchacha, sus posturas empeñosas, masculinas». Estos tres ejemplos, elegidos entre muchos, son conjeturas del almacenero, quien, dicho sea de paso (aunque, como veremos, es de importancia para un juicio sobre lo logrado o fallido de esta obra de Onetti), incluso se jacta de tener una imagen más refinada, sutil, que la que logren los otros observadores, pues él se refiere, en un momento dado, a «un final para la discutible historia, tal como estos dos [enfermero y mucama] son capaces de imaginarlo» (subrayado mío). Es decir que el almacenero presume de una imaginación mucho más desarrollada. Pero esta presunción y su justificación pertenecen a una dimensión de la novela cuya investigación rebasaría los límites interpretativos que me he puesto para este estudio. Baste, para ello, aquí, que yo dé sólo una insinuación de lo que es aquella dimensión: toda la novela, especialmente su protagonista-testigo, no es sino una metáfora del quehacer de un narrador, de un novelista, en una palabra: de Onetti en tanto que escritor.

Ahora surge la pregunta: ¿Qué sucede cuando, como apunté, la mujer y la muchacha se encuentran sorpresivamente? ¿Cómo reacciona cada una al percatarse de la presencia de la otra? La escena tiene lugar en el comedor del hotel. Lamentablemente —para los «mirones» y nosotros— no sucede nada en absoluto. Al contrario: las dos se llevan extremadamente bien. En efecto, muy sutilmente, Onetti contrasta la información que nos da —y no hay que olvidar que siempre nos la da filtrada por los recuerdos (o lo que sean) del almacenero, quien, a su vez, describe sólo lo que, en este caso, le informa Reina, la mucama—. Onetti contrasta esta información y las interpretaciones que sobre ella tejen los testigos con el comportamiento de los tres personajes (trasmitido por la mucama), comportamiento factual y lo que he llamado relativamente objetivo. Por ejemplo: «[la mujer] estuvo nuevamente, odiándola… asistida por la repentina seguridad de haberla odiado durante toda su vida». Esto por un lado. Por otro, leemos «[la muchacha] le dio la mano a la mujer y comió con ellos. Los oyeron reír y pedir vino… y era la otra, la muchacha, la que movía regularmente una mano para acariciarle el pelo sobre la frente».

Serán personas sumamente civilizadas, se dirá. O se las querrá disculpar aduciendo que después de todo el hombre es enfermo incurable; quizá sea por esta razón que las dos no se pelean. Los testigos de la novela llegan exactamente como nosotros, a la misma conclusión (y aún a otras): «Comieron en la terraza, como grandes amigos, como si formaran, los cuatro, una familia unida, cosa que poco se ve» (énfasis mío), narra la mucama. Y el enfermero expresa la conclusión colectiva diciendo: «No se puede negar que hubo un arreglo entre ellas» (énfasis mío).

Esta conclusión, como tantas que la preceden, es decididamente probable aunque no del todo. Y los que a ella llegan, los que, cada uno a su manera han venido conjeturando sobre nuestros tres pecaminosos, son el testigo principal, el almacenero, así como el enfermero, la mucama y todo el resto de los «mirones».

Lo que es más, hay un larguísimo grupo adicional que también ha participado en esas conjeturas y que igualmente ha llegado a la conclusión a la que llegaron los antes mencionados.

Nosotros, cuando por fin se revela la verdad sobre nuestro «triángulo», no somos en nada menos culpables de la acusación de Rodríguez Monegal, la de que «contamina (mos) todo lo que ve (mos)»; nosotros no estamos menos implicados en la «obscenidad» de tener —o por lo menos aceptar de las manos de los otros «mirones»— la «teoría para explicar… las dos mujeres, el chalet en la colina y la clase de orgías que van consumiendo rápidamente al hombre» (página 244).

Cuando por fin se aclara la verdad sobre los vínculos que unen a los tres protagonistas «observados» resulta que nosotros mismos hemos venido hallándonos entre los protagonistas de esta novela. Y sentiremos acaso lo mismo que siente el almacenero: «…Vergüenza y rabia, mi piel fue vergüenza durante muchos minutos y dentro de ella crecían la rabia, la humillación».

Onetti logró, pues, y magistralmente, hacernos con esta novela «cómplices» de una actividad algo vergonzosa y humillante.

Ahora bien, ¿cuál es la verdad? Esta: cuando la muchacha llegó la primera vez, el almacenero retuvo dos de las cartas, cada una de manos distintas, que el hombre solía recibir. Después las olvidó. Cuando por fin las encuentra, lee en la carta escrita por la mujer que la muchacha es la hija del basquetbolista. Me ahorraré, por ser irrelevante aquí, los demás detalles y las circunstancias del desenlace. Quisiera sólo atar un cabo suelto más de la historia: ¿cómo es posible entonces que la mujer no conozca a «la» hija? Más aún, ¿cómo puede incluso odiarla?

Otra vez, la pregunta misma demuestra cuánto Onetti supo engañarnos; pues no se dice en ningún momento en la novela que «la» mujer sea «su» mujer, la del atleta. Ni hablar de que se la designe como «la» o «su» esposa. Es perfectamente posible que ella solamente haya sido su conviviente; en efecto, puede ser su amante. Lo que haría de la hija el producto de un idilio anterior del atleta con otra mujer.

Se puede preguntar, ¿cómo podíamos precavernos de caer en la trampa de Onetti? —trampa, dicho sea de paso, que nos da al mismo tiempo una idea cabal de la cosmovisión de Onetti— ¿cómo podíamos saber que no debíamos tenerle confianza? ¿No existen indicios de ninguna clase que nos hubiesen podido advertir y ayudar? Sí, existen, y en abundancia. El más importante es, por supuesto, el empleo del punto de vista, el hecho de que Onetti nos haya transmitido la historia a través de la conciencia del almacenero: «imaginaba», «reconstruía», que «es probable». En fin, basta recorrer las citas anteriores que di, para convencerse de que, hasta en estas citas, ya estaban presentes indicios suficientes como para no habernos dejado «engañar» por Onetti.

Sería injusto que ahora no apuntase lo que he llamado los «descuidos» de Onetti, descuidos que se originan en su soberana convicción de que ya nos ha acorralado en y para su propósito (el de mostrarnos cuan corruptos somos, cuántos prejuicios tenemos, cuan fácil es para él «burlarse» de los lectores). Los descuidos de que hablo son, entre otros, (a) la procedencia de la hija (¿por qué, aún siendo la hija, «quiere gastarse generosa su dinero para devolver [al hombre] la salud?», (b) La historia entera gira, ineludiblemente, en torno al hecho de que el hombre nunca explica algo que a nadie permita enterarse de la identidad de las dos mujeres. Esto, dentro del ambiente del sanatorio de tuberculosos, parece altamente inverosímil, (c) La calidad y consistencia supersutiles de la imaginación del almacenero. Sus conjeturas, sobre todo las psicológicas —que pertenecen a las dimensiones de esta novela que aquí he omitido— son tan refinadas, casi diría perversas, tan complejas que indudablemente desbordan la capacidad promedio que nos podemos imaginar en un almacenero de una «ciudad de sierras», (d) Cuando la mucama dice a la mujer: «En todo caso, la mala mujer no es usted», ¿por qué no reacciona la mujer? Se debe suponer, justificadamente me imagino, que ella se da cuenta, aunque fuese sólo en ese instante, de lo que la mucama está pensando de la muchacha y con ella todos los otros «mirones». Se podrían aducir aún más descuidos —y hay que tener cuidado con ellos— pero creo que los que acabo de mencionar bastan. Además, ninguno disminuye el hecho de que Onetti nos denunció como culpables de una especie de «crimen moral».

Para concluir quisiera volver ahora a la tía mentada al principio de este texto. Dice el TLS en un editorial: «Los escritores podrán halagar la vanidad de sus lectores ofreciéndoles los subterfugios adecuados, o bien minársela conduciéndolos por falsos caminos; los propios lectores pueden perdonar sus simpatías y antipatías o burlarse de ellas conscientemente e incluso en su audacia felicitarse a sí mismos». ¿Y la «moraleja» de todo esto? Bueno, es más bien una «moral», a saber: «puede que en el futuro estemos obligados al ejercicio simbólico de la elección ética por nosotros mismos. De esta forma la lectura se acercará un poco más a la vida» (El subrayado es mío). Exactamente. Por fin habríamos llegado entonces, a la «novela total», tan exigida y anhelada y proclamada por los nuevos escritores, muy especialmente por los latinoamericanos. Constituiría la «reader-participation» total, pues el lector como en Los adioses, sería uno de los personajes de la novela, incluso quizá el más importante.

Pero ¿los lectores estamos dispuestos a esto? Comenta Rodríguez Monegal: «El lector, que ha ido aceptando el testimonio del relator, que no ha podido no aceptarlo; el lector, partícipe vicario del chisme y del regodeo, no puede someterse a la solución que la verdadera historia le propone» y «es precisamente esta resistencia elemental (e inevitable) la que explica que muchos lectores, y no de los peores, se detengan aquí en su juicio y hablen de los trucos de Onetti. Es cierto. La novela es trucada» (p. 246).

De acuerdo; pero, en mi opinión, la novela no es «trucada» en el sentido que dice este crítico. El se olvida de un pequeño detalle —o por lo menos, si ha pensado en él, solamente lo insinúa. El detalle es éste —y con mencionarlo devuelvo la novela a los lectores, doy la última «turn of the secrew», revelo lo que considero la última y culminante ambigüedad de Onetti—: ¿Qué pasa si la muchacha no es la hija del hombre? Si éste le ha mentido a la mujer, aunque fuese sólo para tener su tranquilidad y, por supuesto, para mantener sus amores con las dos? Hay una frase en la novela que permitiría reflexionar sobre esta posibilidad (y sería una posibilidad sumamente onettiana): la mujer, en la imaginación de la mucama, está pensando, al ver por primera vez a la muchacha, «nunca había visto una foto suya, nunca logró arrancar al hombre adjetivos suficientes para construirse una imagen de lo que debía temer y odiar», (subrayado mío). Si nos guiamos por la muy razonable máxima de que, para mentir se debe hacerlo con un gran lujo de detalles (si «miente» un escritor) o no dando detalle («adjetivo») alguno, entonces parece decididamente posible que en la presente situación, el hombre haya optado por la segunda modalidad, pues de este modo disimula el riesgo de ser descubierto.

Entonces, ¿todas las conjeturas sí son ciertas? No sé. Los adioses es una novela. Y, lo puedo decir ahora sin ambages, una novela fascinante, una novela muy moderna, pues emplea lo que Fuentes llama «el lenguaje de la ambigüedad». Onetti ha logrado «comprometer [al lector] en la historia, transformándolo en otro personaje más».

Wolfgang A. Luchting