David Bidussa
AL principio está el desprecio.
«Odio a los indiferentes» son las primeras palabras a las que se enfrenta el lector. Pero después se hace necesaria la inteligencia, si se quiere intentar cambiar. La inteligencia para comprender los muchos males de la sociedad, los que aún hoy están sin resolver: la nulidad de la clase política; el transfuguismo; la ausencia del sentido de la institución parlamentaria en la conciencia pública; el conflicto política-poder judicial; la escuela; los escándalos; la dimensión abstracta de la libertad en la vida política; la «respetabilidad». Inteligencia, sin embargo, no significa sólo «ser agudo», sino también profundizar en las palabras arrogantes del oponente y obligarlo, de hecho, con la inteligencia, a ponerse a la defensiva.
El fragmento del discurso parlamentario, que cierra esta antología, un texto constantemente interrumpido por los gritos, así lo demuestra. Un texto en el que Gramsci fuerza a Mussolini a ponerse a la defensiva, aún no formalmente, pero en realidad ya como Duce, logrando mantener la palabra y hablar el último. La política nunca es sólo fuerza; también es autoridad. Y la autoridad de los «sin poder» se llama inteligencia. Incluso cuando se es castigado por la propia inteligencia. Y la propia valentía.
A primera vista se podrían meter estos escritos de Gramsci en «La Italia de hoy no nos gusta», para retomar la declaración perentoria de Giovanni Amendola. Sería banal. Los diferencia la adhesión a la política más que la fascinación por la antipolítica, pero también la determinación de hablar de una realidad concreta, de comprender los mecanismos. No es sólo una queja.
En estos escritos está el país de a pie, como escribió, sin ser escuchado, en años más cercanos a nosotros, Ruggiero Romano. Habla de las cosas menudas, los comportamientos, los caracteres, la alimentación, la retórica, los tics que se tienen, las palabras que se usan, las costumbres con las que se organiza la vida social. Una realidad que requiere la investigación de la vida real, no la construcción de proyecciones ideológicas.
Pero quedémonos en aquel tiempo históricamente definido.
Un evento: la guerra. Un lugar: Turín. Un tiempo: 1917-1918. En el medio: Caporetto; las huelgas por el pan; la caída del zar en Rusia y luego el asalto al Palacio de Invierno; la entrada de Estados Unidos en la guerra; la entrada de las tropas británicas en Jerusalén; el fin de los conflictos y la disolución de los imperios centrales. En medio, el inicio de la última gran epidemia en Europa, la gripe española (sólo en Italia hubo medio millón de muertes entre 1918 y 1919). Es el siglo XX, sin duda.
En aquel clima, Gramsci fue uno de los pocos intelectuales jóvenes al que una discapacidad física mantuvo lejos de la trinchera. Muchos de sus amigos fueron llamados a filas; algunos no volvieron. En Turín, el hambre, el agotamiento, las fábricas y los trabajadores vuelven a ocupar el centro del escenario. Hay una guerra con todas sus miserias, pero también con todos los problemas que empiezan a vislumbrarse. Necesitamos un ojo agudo para verlos y una mirada intensa para darles sentido. Antonio Gramsci tiene ambas cosas.
Reconsideremos los temas de estos escritos: Contra la burocracia, una repetida y extenuante historia de ineficiencia; Políticos ineptos, la crisis de la clase política; Capitalismo fuera de control, el «clip» de una película cuyas escenas de comedia constituyen un patrón establecido; Las mujeres, los caballeros y los amores, una exposición de los muchos vicios privados y virtudes públicas que nos caracterizan.
Para Gramsci, el problema es cómo se traza una fuga que antes que nada significa rechazar la propensa aceptación pasiva de la realidad. Por esa razón, Gramsci «escucha», y nunca se pierde un detalle. Los hombres y las mujeres no son títeres. Para pensar una respuesta que contribuya a mejorar su vida hay que hacerse cargo, en serio, de su agotamiento cotidiano, sin dejar de estar también presente cuando se trata de pasar cuentas con una derrota épica (que es el tema de Los trabajadores de la FIAT). Exactamente: contrastar la convicción de que no hay ningún cambio y de que el día a día puede parecer el único mundo posible.
«En 1918 y en 1919 sólo había una sección socialista en Turín y tenía su sede en el edificio de la Alianza Cooperativa. La asamblea se celebraba en una sala grande, muy concurrida. Gramsci no era de los primeros en llegar. Al hacerlo, pasaba desapercibido entre los presentes, ya en plena discusión apasionada, y se iba hasta al lado de una puerta que daba al balcón exterior. Allí cogía una silla, la apoyaba contra la pared, se sentaba y se disponía a escuchar las conversaciones».
En este recuerdo de Umberto Terracini, que se parece mucho a un «fragmento cinematográfico», hay más de un atisbo del Turín justo después de la guerra, aunque más del retrato simpático —y también de sus buenos modales— que a menudo se ha hecho de Gramsci. Una mirada donde predomina, especialmente en aquellos que lo han frecuentado en los últimos años de Turín entre la guerra y la inmediata posguerra, la sensación de tener enfrente a un sujeto genial, vivaz, terco, pero «amigo» y, por lo tanto, susceptible de ser protegido, y sobre el que extender una red de protección en una suerte de solidaridad en la utopía.
En los recuerdos de aquellos que tuvieron la oportunidad de frecuentarlo, Antonio Gramsci es descrito como un hombre que hablaba mucho y que escuchaba de buen grado. Un hombre con la mirada atenta, una buena sonrisa, exigente, categórico, reforzado por una concepción estoica de la vida y de la moral y dotado de una fuerte vocación pedagógica. Una figura que muchos miran con respeto, pero que no se convierte inmediatamente en «el Jefe». Gramsci, para convertirse en uno, tuvo que superar un largo aprendizaje político tras la posguerra y su detención en noviembre de 1926.
La construcción de la dictadura fascista hace emerger definitivamente su talla intelectual. La derrota política de su bando, sobre todo el conocimiento de que necesitan pasar por un largo purgatorio, obliga a Gramsci a medirse con una reflexión totalmente dirigida a reformular una plataforma política capaz de responder a las nuevas realidades. De nuevo vuelve la inteligencia.
«No conocemos Italia. Peor aún, no tenemos los instrumentos adecuados para conocer Italia, tal como es realmente, así que somos casi incapaces de hacer predicciones, de orientarnos, de establecer líneas de acción que tengan cierta probabilidad de ser correctas», escribe en noviembre de 1923.
De nuevo vuelve la necesidad imperiosa de ver la vida real, de hacerse cargo del agotamiento de los que han perdido. El imperativo es aún idéntico al que había provocado los primeros movimientos de su aprendizaje: profundizar en la realidad, estudiarla sin aflojar nunca la presa, mantener la mirada fija en los problemas sin distraerse. Pero también el fin es el mismo: evitar que la nueva cotidianidad pueda aparecer como el único mundo posible. ¿Alguien puede decir que todo ello no sintetiza nuestra condición ahora?
Referencias
La observación sobre la defensa de Mussolini en el discurso pronunciado el 16 de mayo de 1925 es de Renzo de Felice (Mussolini il fascista. 1925-1929, Einaudi, Turín, 1968, p. 88). La frase de Giovanni Amendola se encuentra en su Il Convegno nazionalista, La Voce, año II, n. º 51, 1 de diciembre de 1910: p. 446. Para Ruggiero Romano véase, sobre todo, Paese Italia, Donzelli, Roma, 1994. El recuerdo de Umberto Terracini se encuentra en Gramsci vivo, de Mimma Paulesu Quercioli, Feltrinelli, Milán, 1977, p. 110. La observación sobre el estoicismo de Gramsci es de Remo Bodei (Geometria delle passioni, Feltrinelli, Milán, 2010, p. 395). El texto de noviembre de 1923 se titula Che fare? y se encuentra en Per la verità, Antonio Gramsci, Editori Riuniti, Roma, 1974, pp. 267-270 (el pasaje citado está en la p. 269).