Los profesionales de la guerra [El canto de las sirenas]
¿POR qué estallan las guerras de una determinada manera y no de otra? ¿Por qué en un momento determinado y no en otro? ¿Por qué son defensoras de una guerra determinadas clases burguesas y no otras?
No es fácil responder a estas preguntas. Pero eso no quiere decir que sea absolutamente imposible, o que no sea útil tratar de fijar los criterios para poder responder al menos aproximadamente, y para poder fijar después la línea de acción constante que un partido contrario a la guerra en general deba desarrollar para hacer imposibles las guerras en particular.
Los socialistas afirman que las guerras son resultado de los sistemas de privilegio. Como la clase privilegiada de hoy en día es la burguesía, como el capitalismo es la forma económica específica que hoy en día ha asumido el privilegio, los socialistas afirman que la guerra es una fatalidad burguesa. Pero no es necesario entender fatalidad en el significado naturalista-matemático, como una ley absoluta. Si fuera así, la guerra sería una realidad cotidiana, las naciones capitalistas estarían en perenne conflicto entre sí. Hay que entender fatalidad en el sentido idealista, como interpretación de una necesidad, como juicios de los hombres. El conflicto existe perennemente, pero no es perenne de hecho; para que se convierta es necesaria una iniciativa humana, es necesario que haya quien juzgue que ha llegado el momento para la acción, el momento útil para la realización de un nuevo privilegio, o para impedir que un privilegio adquirido caiga en beneficio de los demás, y estalla la guerra. Y entonces precisamente surgen las preguntas: ¿por qué ha estallado la guerra? ¿Por qué en un momento determinado y no en otro? ¿Por qué encuentra defensores en algunas clases sociales y en otras no?
Estas preguntas se le formularon a Norman Angell cuando publicó La gran ilusión. Norman Angell había planteado la cuestión de la guerra desde un punto de vista decidida y perfectamente lógico. Llegó a la conclusión: la guerra es un hecho tan grande que es necesario suponer que los hombres que la han desatado tienen enormes razones para desencadenarla y están realmente convencidos de estas razones. Las guerras modernas nacen de la necesidad de mejorar los ajustes económicos para ciertos capitalismos nacionales: los hombres que son componentes de estos capitalismos son presa de una gran ilusión: creen que las guerras son económicamente rentables, que las guerras crean mejores condiciones de producción y de comercio. Yo demuestro que una guerra, dado el asentamiento actual de la producción y del comercio, no puede enriquecer a nadie, no le es útil a nadie, que en una guerra moderna no puede haber vencedores y vencidos, sino que todos seremos vencidos, es decir, que para todo el mundo se reducirá el nivel económico, porque el daño de uno será inevitablemente el daño del otro. La revelación, la prueba matemática de esta verdad tiene que matar a la guerra.
Difundidlo, propagadlo: cuando todo el mundo esté convencido, la guerra desaparecerá; cuanto antes esta verdad haya conquistado a la mayoría de los hombres, antes desaparecerá la guerra.
Se le objetó a Norman Angell: ¿pero de verdad creéis que los hombres empiezan la guerra por esas razones enormes? Pueden servir para continuar una guerra ya iniciada, para prolongarla, para fijar los objetivos. Pero las guerras estallan por tales y tantas razones que no tiene sentido buscar los orígenes inmanentes, y es imposible hallar cuáles son las primeras razones porque son siempre nuevas, siempre diferentes. La verdad es que nadie sabe por qué estallan las guerras y, por lo tanto, deben ser consideradas como un legado de la sociedad humana, y los hombres deben tratar de hacerlas, cuando se ven obligados a hacerlas, de la manera mejor, más honorable y rentable para las naciones a las que pertenecen.
Pero quien hace estas objeciones no es un contrario a la guerra. Para los socialistas, el problema no se concluye definitivamente en estos términos.
Es cierto que las guerras no se empiezan por razones lógicamente adecuadas al hecho que está a punto de desencadenarse; y es cierto que estas razones, estos estímulos son tales y tantos que difícilmente se consigue enmarcarlos en un patrón acabado y definitivo. Esto es cierto porque muy pocos son aún los hombres que se preocupan realmente por lo que sucede a su alrededor, que se preocupan de no permitir que se agrupen los nudos que después pedirán la intervención de la espada para cortarlos y provocarán de facto la guerra que es inherente a la sociedad actual. Porque son muy pocos los hombres que se esfuerzan por comprender todos los complicados recursos maléficos de la sociedad a la que pertenecen; son muy pocos los que se proponen transformarla concretamente, que se proponen —a la espera de poder reemplazarla— recluirla en la red de un control intensivo para impedir que la maldición que encierra latente se vuelva demasiado activamente cruel.
Porque hay quien trabaja siempre, continuamente para empezar las guerras. Porque hay quien constantemente lanza chispas sobre el combustible, y obra entre los hombres, y suscita dudas, y siembra el pánico. Porque hay profesionales de la guerra, porque hay quienes ganan con la guerra, aunque el colectivo, los colectivos nacionales no reciban más que lucha y ruina.
Los sembradores de pánico han existido siempre. Siempre han existido los profesionales de la guerra. También en el mundo antiguo. En las fábulas de Fedro se encuentran sus huellas.
Cuenta Fedro que en un roble vivían tres familias. Un águila había construido su nido e incubado sus huevos en la copa del árbol. Un jabalí había cavado su guarida entre las raíces. Un gato había encontrado entre las ramas, a mitad del árbol, refugio seguro de vuelta de sus incursiones y sus robos. El águila y el jabalí vivían en paz entre ellos, criando a sus hijos, ignorándose. El gato subió hasta el nido del águila, y le habló misteriosamente de los malvados designios del jabalí: el árbol estaba a punto de caerse, el jabalí estaba excavando en las raíces, ya que quería devorar a los aguiluchos; ¿qué podía hacer el águila para salvar a sus hijos? Atacar él primero, obligar al enemigo insidioso a huir, devorar a sus hijos, detener el malvado trabajo subterráneo. Así sembrado el pánico, el gato se fue a ver al jabalí. ¿Cuándo se había visto bestia más estúpida que esa devoradora de bellotas? ¿El águila había puesto su nido en la copa del roble sólo para esperar el momento oportuno y secuestrar a los jabatos, y no los protegía, no trataba de hacer escapar al enemigo? Sin embargo, sería muy fácil: bastaría con excavar en las raíces, hacer caer el árbol y ser el primero en destruir la casa y el poder del enemigo implacable. Ocurrió que el jabalí no se atrevió a salir y dejar su guarida sin vigilancia y murió de hambre, y el águila tampoco volvió a salir de su nido y también murió de hambre. El gato devoró la carroña y durante unos cuantos días no tuvo que correr por el bosque en busca de presas. Los sembradores de pánico no son una invención moderna.
Ha estallado en Francia el escándalo del pachá Bolo. Bolo había comprado cinco millones y medio de acciones de Le Journal. Le Journal se había especializado en la campaña para las armas y las municiones: siempre nuevas fábricas, nuevas máquinas para producir más armas, más munición. El pachá Bolo era accionista de Le Rappel. Le Rappel es el órgano del comité que apoya la necesidad de Francia de anexarse el territorio alemán de este lado de la orilla izquierda del Rin. Los periódicos publican que Bolo se relacionó en América con el capitán Tauscher, director de publicidad de la casa Krupp. ¿Quién se acuerda de los artículos de los periódicos ingleses, que recuerdan el opúsculo del sindicalista francés Delaisi, publicados antes de 1914, en los que documentaban las relaciones de negocios entre las casas Krupp, Creusot, Putiloff, Armstrong, fabricantes de armas respectivamente en Alemania, Francia, Rusia e Inglaterra? ¿Quién se acuerda de la documentación de la obra de los sembradores de pánico contratados por estas casas? ¿Quién se acuerda de que fue en Francia, en Alemania, en Rusia, en Inglaterra donde se podían encontrar periódicos complacientes que publicaban noticias sensacionalistas de proyectos bélicos, de nuevo armamento, de tentativas malévolas por parte de naciones adversarias? En cierto periódico inglés apareció media docena de veces entre 1913 y 1914 la noticia de que misteriosos dirigibles habían sido avistados sobre las ciudades del este. Cada vez la noticia era seguida por furibundas campañas de algunos otros periódicos para presionar al gobierno para que invirtiera en una mayor precaución defensiva. Cada vez fue posible demostrar que la noticia de los dirigibles avistados era completamente falsa. Pero ¿cuántos se creyeron el desmentido? En Alemania, las mismas noticias sensacionalistas se extendieron contra los británicos. El 4 de agosto de 1914, los alemanes estaban convencidos de que los franceses habían bombardeado Núremberg, y el gobierno alemán podía comenzar la guerra sin encontrar demasiados obstáculos en el pueblo.
Los sembradores de pánico continúan su obra. El pachá Bolo, el patrocinador de Le Journal y de Le Rappel, es el arrestado de hoy. Ayer fue Vittorio Cuttin, el escritor popular del 420,[11] del «Cigarrillo», el acusador del compañero Todeschini [el defensor de los derechos italianos sobre toda la Dalmacia, de la guerra a fondo contra Austria para que todo el Adriático sea mar italiano, para que los croatas y los yugoslavos sean expulsados fuera de los territorios que Dios ha asignado a la patria]. Las fuerzas internacionales, que tienen interés en continuar con el estado de guerra latente, continúan con la propaganda de la vigilia. Ellos, como es natural, apoyan sólo a los que predican el odio entre los pueblos, a los que hoy crean nuevos tipos de guerras para el futuro.
No basta, entonces, la aversión a la guerra en general. Se requiere una obra de control constante sobre las fuerzas del mal que tienden a empezar las guerras, a lanzar las semillas de guerras futuras.
Dos son las tareas de los socialistas. Fortalecer cada vez más el propio movimiento para sustituir a la burguesía, para convertir en imposible cualquier guerra.
Mientras tanto, hay que controlar asiduamente a las clases burguesas que crean las horas tópicas, que juzgan necesaria la guerra en determinados momentos. La segunda tarea incluye a la primera: no es suficiente estar en contra de la guerra en general, como no es suficiente declararse socialista en general. Hay que tratar de evitar las guerras ante todo, frustrando todos los trucos, frustrando las maquinaciones de los sembradores de pánico, de los asalariados de la industria bélica, de los asalariados de las industrias que exigen la protección aduanera de la guerra económica. Porque a pesar de que sea necesario que la guerra estalle en un momento determinado, hay que impedir que ese momento llegue nunca.
Hay demasiadas sirenas que cantan las falaces canciones de la perdición. Debemos educar al proletariado, pero también hay que amordazar a las sirenas. Muy pocos son los Ulises que toman precauciones, que tras hacerse atar al mástil de la nave, que tras hacer que su tripulación se tape con cera los oídos, pasan a través del canto sin hundirse en el abismo. Pero también las sirenas son pocas: que los hombres de buena voluntad se aseguren de amordazarlas. Hasta que el proletariado no incluya a todas las personas y no sea inmunizado, hay que pensar al menos en lanzar sobre la sociedad burguesa la red del propio control, para encarcelarla, para hacer imposible otra nueva pérdida tan enorme de vidas y dinero.
10 de octubre de 1917
Mentira y resignación [La guerra y el porvenir]
[Léon Werth recuerda en el Journal du Peuple que Renan se preguntaba si sus biógrafos después de un par de siglos podrían discernir la verdad de la falsedad en la acumulación de leyendas que sobre él habían puesto en circulación los clericales después de la publicación de la Vida de Jesús, y añadía: «Si en lugar de avanzar, la crítica se volviera estúpida, yo estaría perdido. Pero si la humanidad está destinada al cretinismo, ya no me importa su consideración…».
La pregunta que Renan hacía sobre la historia y la leyenda de Renan, Léon Werth la hace en los mismos términos sobre la historia y la leyenda de la guerra. ¿Cuál será la sabiduría de la crítica? y más sencillamente: ¿la sabiduría de los hombres? ¿La humanidad persevera en el cretinismo? Hubo una epidemia de tarjetas postales que representaban a un cerdo con un casco acabado en punta, a los soldados alemanes con cabeza de asno, a la rubia Gretchen con cabeza de oca. Delicados símbolos de propaganda, dignamente expresados en la innoble cromolitografía. A estas patrióticas imágenes les hacen compañía las postales sentimentales, sobre las que los amantes cromolitográficos y románticos se abrazan bajo el claro de luna, y que dan a entender que quieren recuperar el tiempo perdido.
A pesar de algunas diferencias de matiz, estas imágenes se asemejan en mayor o menor grado a las ideas y a los sentimientos del nacionalismo y de los nacionalistas; de los hombres que, Narcisos de nuevo género, al no tener vida propia y al no comprender el significado de país, pretenden admirarse a sí mismos en el grupo humano al que pertenecen y se confunden a sí mismos con la nación.
No es difícil imaginar cómo estos sentimientos favorecen las falsedades diplomáticas, las ficciones y realidades financieras, las viejas costumbres dinásticas disfrazadas bajo el vocabulario democrático y revolucionario. Estos sentimientos confusos explican bien cómo se pueden lanzar tantos rebaños de humanos contra otros rebaños de humanos. Pero no explican cómo se unen hombres a pesar de que parecen diferentes del rebaño. Hubo revolucionarios que creyeron que iban a matar la guerra; hubo hombres del antiguo régimen que creían en una ley moral de la guerra. Y el historiador del futuro podrá sin demasiada sabiduría reencontrar los sentimientos del rebaño y los sentimientos de estos hombres.
Pero ¿podrá reconstruir el actual período de guerra? ¿Qué documentos lo conducirán a la verdad? ¿Tendrá suficiente sentido crítico y educación para discernir lo falso? Que la guerra se hubiera escondido en un país y que otro país se armara para matarla era una ilusión, pero esto explica, durante un cierto tiempo, el impulso y el consentimiento de los hombres. Y para los nacionalistas (no teóricos, sino la multitud del nacionalismo más o menos impulsivo, más o menos razonado) la guerra no necesita mayor explicación que la guerra. Es la supuración natural de todas las falsedades, de todas las abstracciones personificadas, con las que se forja todo nacionalismo. Por otra parte, en los primeros meses de la catástrofe parecía que la doctrina nacionalista se adaptaba al estado de guerra. Se creía una guerra feroz pero corta. Los hombres se resignaron a no pensar y hay que reconocer que esa renuncia fue difícil para muchos. El sofisma del patriotismo revolucionario fue tan poderoso como los sofismas del patriotismo ortodoxo. La guerra, para los unos, creaba la necesidad de la salvación pública, y para los otros, la salud pública, las exigencias del estado de guerra se confundían con la salvación de la libertad y de todas las grandes esperanzas de los pueblos…
Pero he aquí que la guerra, convertida en estable, ha consumido y destruido las ficciones que nos hacen entrar en guerra y la alimentan. Los guerreros pacifistas de 1914 no predijeron esto. Algunos partieron, al igual que los héroes de las leyendas, para matar al dragón, a la hidra, al monstruo. No se imaginaban que su sacrificio alimentaría la guerra como la obediencia pura y simple y que un día la guerra continuaría, despojada de los sentimientos, de las pasiones y de los odios humanos, y reducida a una acción automática.
¿Qué crítico sagaz del porvenir revelará este automatismo de la guerra? ¿Dónde encontrará el testimonio y las pistas?
Y que no se diga que se trata de un cansancio natural. Parece que los hombres se dan cuenta finalmente de la inutilidad de la muerte. En el mismo momento en que los charlatanes, como es su costumbre, hablan de la manera más prolija del principio de la nacionalidad o del principio de la nación, parece que los hombres asistan asustados a la desaparición de sus falsedades y finalmente contemplen la guerra sobre su verdadero pedestal.
Jaurès ha sido asesinado, ha sido encarcelado Liebknecht. No se les ha permitido que arrancaran los oropeles de la mentira. Pero los oropeles caen igualmente, uno a uno. Me vienen a la memoria esas barracas de feria donde, mediante un juego de espejos, a través de la ropa de una persona se ve aparecer su esqueleto.]
3 de noviembre de 1917
Hace falta que cambiemos nosotros mismos [Lecturas]
Tengo aquí sobre la mesa algunas publicaciones muy recientes. Veo otras anunciadas. He recibido dos o tres circulares que anuncian el lanzamiento de periódicos que se ocuparán de los problemas que se relacionan con la acción compleja que debe llevar a cabo el proletariado para alcanzar sus objetivos inmediatos o últimos. Hablo con compañeros, con amigos, con personas afines. De todos oigo algo diferente. Han surgido nuevas necesidades, y se estimula el pensamiento. La realidad del entorno se ve ahora bajo nuevos puntos de vista. Todos están inquietos, y en todos hay un tumulto de intenciones vagas e inciertas que se expresan en términos generales, que no consiguen solidificarse.
¿Por qué ocultarlo? Yo también participo de esta inquietud, de esta incertidumbre. Trato de refrenar los estímulos, de no dejarme sumergir por la ola de impresiones nuevas que llaman al umbral de la conciencia y quieren ser aceptadas, y quieren ser examinadas.
Tres años de guerra han traído al mundo algunos cambios. Pero tal vez ésta es la mayor de todas las modificaciones: tres años de guerra han hecho sensible al mundo. Nosotros sentimos el mundo; primero lo pensábamos, solamente. Sentíamos nuestro pequeño mundo, éramos copartícipes de los sufrimientos, de las esperanzas, de las voluntades, de los intereses del pequeño mundo en el que estábamos inmersos más directamente. Nos soldamos a la comunidad más vasta sólo con un esfuerzo de pensamiento, con un esfuerzo enorme de abstracción. Ahora la soldadura se ha convertido en algo más íntimo. Vemos claramente lo que antes era incierto y vago. Vemos a los hombres, multitudes de hombres, donde ayer veíamos Estados o individuos únicos representativos.
La universalidad del pensamiento se ha concretado, o al menos tiende a concretarse. Algo cae necesariamente, en nosotros y en los demás. Se ha formado un nuevo clima moral: todo es móvil, inestable, fluido. Pero las necesidades del momento urgen y, por lo tanto, el fluido tiende a estancarse, lo que no es más que aventura espiritual quiere convertirse en definitivo. El estímulo al pensamiento se presenta como pensamiento bello y perfecto. Lo que es sólo veleidad se presenta como voluntad clara y concreta. Y nace el caos, la confusión de las lenguas, y se entrecruzan las propuestas más locas con la verdad más brillante.
Abonamos así nuestra ligereza de ayer, nuestra superficialidad de ayer. Desacostumbrados a pensar, contentos con la vida del día a día, hoy estamos desarmados frente a la tormenta. Habíamos mecanizado la vida, nos habíamos mecanizado a nosotros mismos. Nos contentábamos con poco: la conquista de una pequeña verdad nos llenaba de tanta alegría como si hubiéramos conquistado toda la verdad. Rehuíamos el esfuerzo, nos parecía inútil resolver las hipótesis lejanas, aunque fuera temporalmente. Éramos místicos inconscientemente. O le dábamos demasiada importancia a la realidad del momento, a los hechos, o no le dábamos ninguna. O éramos abstractos porque de un hecho, de la realidad, hacíamos toda nuestra vida, hipnotizándonos, o lo éramos porque carecíamos totalmente de sentido histórico y no veíamos que el futuro hunde sus raíces en el presente y en el pasado, y los hombres, los juicios de los hombres pueden saltar, deben saltar, pero no la materia, la realidad económica y moral.
Tanto mayor es el deber actual de adoptar un orden en nosotros. El mundo se ha acercado a nosotros, mecánicamente, por impulsos y fuerzas que eran ajenos a nosotros. Sin saberlo, muchos ven en nosotros la salvación. Fuimos los únicos que preparábamos un futuro diferente, mejor que el presente. Todos los desilusionados, pero especialmente toda la enorme multitud que tres años de guerra han sacado a la luz de la historia, han provocado que nazca un interés por la vida colectiva, esperando de nosotros la salvación, el nuevo orden. Una crisis espiritual enorme ha sido provocada. Necesidades sin precedentes han surgido en los que hasta ayer no habían oído hablar de otras necesidades distintas a vivir y alimentarse. Y esto precisamente en el momento histórico —como, de hecho, debía ocurrir— en el que ha ocurrido la mayor destrucción de bienes que registra la historia, de aquellos bienes que solos pueden satisfacer la mayoría de esas necesidades.
Las publicaciones nuevas, las nuevas revistas, no me importan, no me pueden dar ninguna de las satisfacciones que yo busco. Cosa que, por lo demás, no es una razón para desesperarse. Debo buscar las satisfacciones en mí mismo, en lo más íntimo de mi conciencia, donde sólo puedan componerse todas las disidencias, todas las turbaciones suscitadas por los estímulos externos. Estos libros no son para mí nada más que estímulos, oportunidades para pensar, para indagar en mí mismo, para reencontrar en mí mismo las razones profundas de mi ser, de mi participación en la vida del mundo. Estas lecturas me convencen una vez más de que los socialistas aún tenemos un gran trabajo por hacer: trabajo de interiorización, trabajo de intensificación de la vida moral.
Se amenaza con toda una campaña cerrada para la revisión de las fórmulas, de los programas adoptados hasta ahora. Este revisionismo no es necesario. Los errores que se hayan podido cometer, el mal que no se ha podido evitar, no se deben a fórmulas o a programas. El error, el mal, estaba en nosotros, estaba en nuestro diletantismo, en la ligereza de nuestra vida, estaba en la tradición política general, de cuya perversión también participábamos sin saberlo. Las fórmulas, los programas eran externos, eran inanimados para muchos; no los vivían con intensidad, con fervor, no vibraban en cada acto de nuestra vida, en cada momento de nuestro pensamiento. Cambiar las fórmulas no significa nada. Es necesario que cambiemos nosotros mismos, que cambie el método de nuestra acción. Estamos envenenados por una educación reformista que ha destruido el pensamiento, que ha empantanado el pensamiento, el juicio contingente, ocasional, el pensamiento eterno, que se renueva constantemente a pesar de mantenerse inalterado. Somos revolucionarios en la acción, mientras somos reformistas en el pensamiento: obramos bien y razonamos mal. Avanzamos por intuición, en lugar de por razonamiento; y esto conduce a una inestabilidad continúa, a una permanente insatisfacción: somos temperamentos más que caracteres. Nunca sabemos lo que nuestros compañeros van a hacer mañana; no estamos acostumbrados a pensar en concreto, y por eso no sabemos establecer lo que hay que hacer mañana, y si lo sabemos para nosotros, no lo sabemos para los demás, que son compañeros de lucha, que deberán coordinar sus esfuerzos con nuestros esfuerzos.
En la compleja vida del movimiento proletario falta un órgano, sentimos que falta un órgano.
Debería haber, al lado del periódico, en las organizaciones económicas, en el partido político, un órgano de control desinteresado, que fuera levadura perenne de vida nueva, de investigación nueva, que favoreciera, profundizara y coordinara los debates, al margen de cualquier contingencia política y económica.
En el curso de estas relaciones de lecturas hechas, estas necesidades que yo siento, que muchos otros sienten conmigo, irán concretándose, y con la ayuda de los compañeros de buena voluntad, será reconocida una solución y señalado un camino a seguir.