Los males del Estado italiano

Contra la burocracia [Elogio de un ladrón]

CUENTAN los periódicos que un ujier del Ministerio de Educación fue detenido porque había adquirido la costumbre de hacer desaparecer de las mesas de los empleados las prácticas voluminosas, para venderlas como papel de desecho y sacar algún provecho en estos tiempos de alimentos caros y papel carísimo.

Naturalmente, el ujier tendrá el destino de todos los genios incomprendidos, será juzgado, condenado y perderá su trabajo. Pero si la justicia fuera, al menos ésta, menos burocrática y menos fósil, ese desconocido debería ser absuelto y elogiado. Porque él, mientras que desde años se lanzan quejas contra la burocracia, mientras se suceden los estudios y las comisiones para la reforma de las administraciones públicas, mientras cada ministro que quiera pasar por modelo y mendigar alguna aprobación de la prensa y del público, se apresura a empezar su gobierno con la promesa de reducir la burocracia, dejándose entonces arrastrar inevitablemente por la costumbre, los engranajes de la mastodóntica e inexorable máquina, él solo, ese humildísimo travet,[9] ha señalado el camino seguro, rápido, de liberarse de las montañas de papel bajo las que los hombres del siglo XX gimen oprimidos, tratando en vano de cambiar de lugar para encontrar reposo.

Pensad qué liberación si un incendio gigantesco devorara todas esas prácticas que se amontonan sobre miles y miles de mesas y estantes, y lo felices que bailarían alrededor del fuego la danza de la emancipación esos millares de travets, perpetradores y víctimas juntos. Porque en realidad son los más desgraciados de los desgraciados, a quienes les toca vérselas con las administraciones públicas, son los que deben postergar, tratar, hinchar la práctica. Son obligados a un trabajo que se sabe un noventa por ciento perfectamente inútil, a escribir cartas que se sabe que no serán tomadas en serio por los despachos destinatarios competentes, a preguntar con fórmulas estereotipadas respuestas que se conocen ya palabra por palabra, y todo simplemente porque la práctica debe ser instruida, porque el jefe de división, el jefe de sección, el director de la oficina, el subdirector de la oficina, el director del grupo podría amonestarlo si, por ventura, se diera cuenta de que no se ha respetado escrupulosamente la circular 12501 de 1898, y la orden de servicio, etc., ¡y mantener a alguien en esa tortura idiota e idiotizante toda la vida es un castigo que Dante podría infligir a los que mataron a su padre! Y no hay nada que hacer. Toda rebelión es inútil; hay que doblegarse y obedecer, y callar incluso si un gerente de oficina dedica su jornada a dividir la correspondencia y a prepararla en varias carpetas para las distintas firmas de los distintos superiores, preocupado de si ha escrito de acuerdo con las buenas normas las fórmulas sacramentales «con estima» o «con observancia», preocupado de no equivocarse al poner los sellos bajo los que firmarán los superiores; incluso si un alto cargo pierde su tiempo, a pesar de que los ciudadanos le pagan bien, en cambiar una carta frase tras frase, palabra tras palabra, tal vez sólo para demostrar que sabe escribir, incluso si para animar las tediosas e interminables horas de oficina le cuenta a un colega la historia del sello… ¿No sabéis la historia del sello?…

Había una vez un director de una importante oficina de una gran empresa estatal. Sucedió que fue ascendido de cargo y destinado a otro lugar. Mientras se desarrollaba el movimiento de gros-bonnets en el que él había sido incluido, debía quedarse aún durante un par de meses en su antigua oficina. Pero él ya había recibido el nuevo cargo, y ¿os parece entonces que podía seguir conformándose con el antiguo título? ¡Qué vergüenza! ¿Y su dignidad, y su autoridad? Entonces hizo fabricar cincuenta sellos nuevos, y distribuirlos a los empleados de las oficinas dependientes a fin de que en todas las cartas ya no se estampara más: «El director de la división», sino: «El director del distrito de primer grado regente de la división». Naturalmente, al llegar su sucesor, los sellos nuevos fueron retirados y se volvió a los anteriores, ¡pero mientras tanto el Estado ya se había gastado unos cuantos cientos de liras!

¿Y aún esperáis una renovación de la burocracia? No queda más que el fuego, la hoguera, la revolución… ¡¿Y quién sabe qué más?!

3 de abril de 1918

Burócratas de Estado [Conciencia censora]

Una de las enfermedades más graves de la sociedad italiana contemporánea es la absoluta falta de conciencia de los funcionarios empleados en las administraciones públicas. El noventa por ciento de las desgracias que caen todos los días sobre nuestro infeliz país se debe exclusivamente a los funcionarios administrativos, que no cumplen con su deber, que no tienen sentido de la responsabilidad, que han hecho del Estado una especie de país de la Abundancia, donde los grandes salarios no cuestan más que unos pocos callos en las posaderas y algunas firmas al final de papeles que ni siquiera leen. Los burócratas tienen la misma mentalidad del campesino que cree como uno de los mejores días de su vida uno en que haya conseguido introducir en la ciudad una gallina o un trozo de salami sin pagar impuestos; la misma mentalidad antisocial de quien trata de evitar por todos los medios pagar el billete de tranvía, o mejor incluso, el billete de un largo viaje en tren.

Mentalidad puramente antisocial, egoísmo que no es más que pura animalidad, que trata de evitar cargar cualquier peso, que evita cualquier esfuerzo de la cadena social que debe ser asumida por todos.

Los funcionarios, en su inmensa mayoría, fueron contratados para su puesto de trabajo no por méritos intrínsecos, por probada tecnicidad e inteligencia, sino por engaño, por empuje masónico, por compasión; seguro, por compasión: muchos conciben la administración pública no como el más delicado, tal vez, e importante de los órganos de la vida social, sino como un refugio para los inválidos, para los idiotas, para los que no tienen energía, para los que en la lucha por la vida no conseguirían ganarse un trozo de pan y una cama limpia y a cubierto. La vida social se resiente, la convivencia civil agudiza sus contrastes, el trabajo útil debe compartir sus frutos entre una caterva de gente sin utilidad, que causa daños y dispersión de riqueza. No importa. Los funcionarios han constituido una especie de Estado dentro del Estado, oprimen a los ciudadanos con la tiranía de su incompetencia inalcanzable, impersonal, irresponsable.

Los lectores no se sorprenderán si escribimos este prefacio para llegar a hablar finalmente de la censura. Los funcionarios de la censura son el máximo exponente del género. Contratados sin siquiera la sombra de una demostración de su capacidad, de acuerdo con criterios empíricos de beneficencia social, se han convertido en vampiros de la vida nacional, que tratan de esterilizar las fuentes de la inteligencia, de la seriedad, de la responsabilidad.

La obra que los censores llevan a cabo parece que quiera dar la razón a aquellos que sostienen la vieja máxima de los subversivos republicanos: cuanto peor, mejor. Los más templados, al ver a qué nivel de barbarie intelectual conducen la ignorancia, la ausencia de todo criterio, el oscurantismo, la irresponsabilidad tontamente sonriente de los censores, sienten un temblor de indignación, un estremecimiento pavoroso por el porvenir del espíritu humano, y más fácilmente se abre su ánimo a la aceptación de resoluciones extremas.

Quien siente respeto por la producción, por el trabajo, sea el que sea y de quienquiera que sea, comprende ese estado de ánimo. Es una sensación de náusea repugnante, un cansancio moral que hace verlo todo perdido y oscuro. Si los pocos empleados del orden, que específicamente tienen el deber de la responsabilidad y de la seriedad, no sienten ese deber y obedecen sólo al capricho, al deseo de evitar el esfuerzo, a las más bajas pasiones del ánimo, ¿cómo se puede tener poder de persuasión para inducir a muchos a la disciplina, a la calma, a la obediencia, a la razón y a combatir las veleidades impulsivas, los caprichos, el sentido de irresponsabilidad que alguno de esos muchos puede incluso manifestar? Aquellos que conciben la vida como serena lucha por la verdad y el bien universal, como deber inmanente en cada acto para dominar las pasiones y los impulsos —para que la realidad no efímera, pero con los caracteres eternos e incontrolables de la historicidad, se afirme y fluya— son siempre presa del desaliento, y tienen que hacer sobre sí mismos un enorme esfuerzo para evitar ser arrastrados en el torbellino de la irritación impulsiva, de la pasión irresponsable.

Pero el funcionario no se desmiente. Pasa sobre todo y sobre todos, preocupado únicamente de no producirse demasiados callos en las posaderas y pérdida de fósforo en el cerebro.

Es una especie de fuerza natural, incoherente y falta de inteligencia. El censor justifica su oficio blanqueando; hay un periódico que se dice perjudicado por su programa general: el censor se divierte desahogando su gusto de hombre primitivo, y traza dibujos, deja correr su mano sobre las páginas, que han costado trabajo y dinero, para extirpar el negro para que el blanco constituya un bello cuadro. Por necesidades pictóricas elimina lo que quince días antes había dejado, elimina lo que en otros periódicos había dejado.

[Se divierte, por ejemplo, haciendo de dentista y extrayendo de las líneas todas las palabras «capitalismo» y «capitalista». Con una sonrisa de superioridad niega que «el comerciante inglés, seguro de sí mismo y del éxito de sus negocios, los cuales responden naturalmente a la secular tradición mercantil de su país, porque los cambios recorren las calles del pasado abiertas por los antepasados, convertido en oficial coordina a sus soldados frente al junker, que en cambio hace depender del Estado, de la potencia del Estado germánico, su conservación y su futuro». Niega que «el suboficial inglés es el mismo joven británico que, no vinculado a su tierra natal por el servicio militar obligatorio, empezó jovencísimo a recorrer el mundo a pasos cadenciosos, siempre en su casa, siempre bajo la protección de sus leyes, en Europa, en Asia, en América, en África, en Australia, y se encuentra en el frente, en el campo de batalla, al viajante de comercio, al vendedor alemán, conocido en sus peregrinaciones, emprendedor, dirigiendo a su favor y al de su empresa el trabajo del pasado con el fin de densificar el tráfico, para excitar la necesidad del bienestar en los hombres». El censor, idealista como el manzoniano de Carducci «que tira cuatro duros para el cocido», encuentra enorme que se afirme que esta guerra es capitalista no sólo porque la maquinaria utilizada en ella sólo puede ser producida por los talleres ciclópeos de la industria moderna, sino también y especialmente porque los soldados ingleses y alemanes están forjados en un ambiente social de lucha, de resistencia, de disciplina, de continuo sacrificio que la civilización capitalista ha causado. La justificación económica (en el sentido noble de la palabra, porque los soldados no tienen interés personal inmediato que alcanzar) no le gusta al censor, cuya mentalidad aplastada e infantilmente en ayunas de toda educación realista ha sido esculpida con su buen sentido popular por Ferravilla al crear a Tecoppa[10]: Tecoppa es idealista: perjudica a la comunidad no trabajando y apropiándose del trabajo de los otros, pero tiene una sensibilidad idealista exquisita, porque se irrita con quien habla mal de Garibaldi.

¡Y no se puede defender la propia libertad de pensar, la propia obra! Las noticias más comunes son tachadas: que la segunda carta de lord Lansdowne en el Daily Telegraph se publicó el 5 de marzo: que el 5 de marzo (véanse los periódicos de Turín de pocos días después) se reunió en Essex-Hall la segunda «Lansdowne-Labour-Conference» presidida por el profesor Hirst, el influyente economista de la escuela del libre comercio, y cerca de cuarenta miembros del Parlamento.

Pero ¿por qué continuar? Concluyamos con una indicación a las autoridades competentes, con el fin de que, para obtener el mismo servicio, inflijan menos cargas a los contribuyentes italianos. Hace unos años, un grupito de pintores parisinos ataron un pincel a la cola de un burro y obtuvieron, sin esfuerzo, un cuadro que fue aceptado en una exposición de vanguardia y elogiado como obra insigne del futurismo. Entre los censores de El grito hay un ex pintor (sistema patentado italiano para contratar a los funcionarios): que sea sustituido por la cola de un burro: los blancos que el lápiz de color azul atado a la cola semoviente de un burro pueda infligir no nos irritarán, entenderemos que con ello se quiere lograr una simplificación de la burocracia, un ahorro a los contribuyentes. Tendremos paciencia. Coraje, señores, unas pocas liras en maíz en lugar de cientos de liras de sueldo. El mismo servicio y tal vez más inteligente; y en lugar de hacernos tragar hiel, nos haréis sonreír; existe también una enorme carestía de sonrisas, así que no nos vendrá nada mal difundir en el mercado una partida nueva.