La libertad y la ley

Los derechos de los ciudadanos [La cartilla de la libertad]

LA cartilla del pan no es suficiente —sostiene el Corriere della Sera—, también es necesario introducir la cartilla de la libertad. Es genial, ¿verdad? Es tan brillante que inmediatamente simpatizamos con la propuesta, haciéndola enseguida concreta. La cartilla podría consistir en una ley que dijera:

  1. Un ciudadano italiano que sea arrestado, no puede estar más de diez días sin que se le comuniquen las causas de su detención, antes de los diez días debe ser llevado ante su juez natural, y recuperará su libertad aunque sea provisional.
  2. La detención preventiva se mantiene sólo para los acusados de delitos graves —cuando las pruebas de culpabilidad sean tales como para que parezca muy probable la condena— y no debe ser prolongada por un período superior a la extensión mínima de la condena.
  3. Los oficiales, jueces, carceleros, por culpa de los que un ciudadano viene privado arbitrariamente de su libertad, están obligados a pagar a la víctima una indemnización solidaria cada uno de diez mil liras, a abonarse con días de prisión en caso de insolvencia, con inscripción en la partida judicial, pérdida del empleo y pérdida de los derechos civiles durante cinco años.

La cartilla comporta una limitación, pero también debe comportar una garantía segura y concreta del mínimo de libertad acordado. La cartilla no debe ser sólo para los ciudadanos comunes, también debe ser para los ciudadanos tutores. Es rigurosa, para los unos, pero sobre todo para los otros. No debería ocurrir como con el azúcar. La libertad, como el pan, debe garantizarse: la cartilla de la libertad, como esta que invocamos, existe desde hace casi tres siglos en Inglaterra, país aliado, que también lucha en la guerra por la libertad y la justicia. Que la introduzca también el gobierno italiano, aunque sea por decreto virreinal. Pero la Italia del Corriere della Sera, que admira a Inglaterra por sus miles de millones, quiere una cartilla… italiana; para el azúcar, sin azúcar; para el pan, sin pan; para la libertad, con Bava-Beccaris y con el estado de sitio.

10 de septiembre de 1917

Los deberes de un juez [Elogio de Poncio Pilatos]

No es un elogio paradójico. Es un justo y necesario reconocimiento de méritos reales, y ya era hora de que esos méritos fueran reconocidos.

Poncio Pilatos es la mayor víctima del cristianismo, del odio religioso. Su nombre ha sido difamado, se ha convertido en sinónimo de debilidad, de falta de carácter. Nunca nadie ha apelado contra su condena. El cristianismo ha maniatado a la inteligencia, ha impedido la búsqueda imparcial de la verdad. Y se continúa infamando a Pilatos, lo hacen incluso aquellos que han escapado de los pantanos religiosos, que en la muerte de Jesucristo no ven nada más que una cuestión de crónica judicial mitificada y dilatada hasta el infinito por la pasión de los proselitistas, que la necesidad de propaganda de los primeros cristianos.

Poncio Pilatos fue un juez heroico. Persuadido de la inocencia de Jesucristo, sin embargo, hizo que fueran los legionarios romanos los que llevaran a cabo la pena de muerte. Parece un juego de palabras, pero no lo es. Poncio Pilatos sólo fue culpable de cumplir escrupulosamente con su deber, de respetar heroicamente sus obligaciones. No quiso sobrepasarse, no quiso prevaricar, ni siquiera para obedecer al impulso de su propia conciencia de individuo, de ciudadano privado. La cualidad jurídica de la que estaba investido ha silenciado a la conciencia del individuo, del ciudadano privado.

Poncio Pilatos era el procurador de Tiberio en Judea. Sus atribuciones eran férreamente establecidas por el derecho romano, y el derecho romano era liberal. Sólo caía bajo la sanción de la ley romana el que había violado la ley: los que se negaran a pagar los impuestos, el que socavara el dominio de César y su legado. Por lo demás, los judíos eran independientes, su conducta se regía por las leyes y prácticas locales: las autoridades romanas, que detentaban el poder ejecutivo, simplemente aplicaban las sanciones establecidas por estas leyes, por estas costumbres. Así fue cómo Poncio Pilatos, a pesar de las protestas de los fariseos y publicanos (los publicanos eran entonces los recaudadores de impuestos del Estado), se negó a juzgar a Jesucristo y se lo envió de vuelta a Herodes. Los cargos contra Jesús no estaban contemplados por el derecho romano, no eran crímenes de Estado. Pilatos se negó enérgicamente a acoger las interpretaciones que de esta ley quisieron imponer los fariseos, los publicanos, los sacerdotes del templo. El único intérprete de la ley del Estado era él, no los irresponsables portavoces de la plaza.

Jesús fue condenado, pero la sentencia no fue emitida bajo el derecho romano; fue condenado, pero Poncio Pilatos no le reconoció a la sentencia el carácter imperial y obedeció sólo a la ley que le imponía la ejecución de las sanciones también puramente locales. Acató la sentencia por el respeto a las autonomías locales que la ley romana imponía a los magistrados romanos.

El cristianismo ha difamado a Poncio Pilatos. La conciencia moderna debería exaltar a Poncio Pilatos. Después de la caída del Imperio romano, la conciencia del jurado se había perdido. Ha sido una reconquista de los nuevos tiempos. La independencia del poder judicial ha sido una de las mayores garantías de justicia que el hombre moderno ha logrado conquistar. En Francia, en Inglaterra, en Alemania, en Estados Unidos, pero no en Italia. El estatuto del Reino de Italia subordina el orden judicial al poder ejecutivo, pero dentro de ciertos límites. El intérprete de la ley sigue siendo el magistrado, el único que puede y debe juzgar si un ciudadano ha violado la ley, si debe ser castigado y bajo qué cargos debe ser arrestado. Ni siquiera en Italia, los fariseos, los recaudadores de impuestos, la plaza pueden imponer a los tribunales una línea de conducta diferente de la estipulada por la ley. Pero están cerca de hacerlo los mismos que se remiten siempre a la tradición romana, que se proclaman depositarios y futuros propagadores de la civilización romana que se ha impuesto al mundo especialmente por la liberalidad de su sistema judicial, por el cuidado con que los magistrados romanos observan la ley.

Los nietos, los depositarios de la tradición romana, llegan incluso a cometer prevaricación con la magistratura. Piden que la ley, que las pocas garantías de libertad que la ley italiana concede a los ciudadanos, sean violadas, y como precio del delito prometen a la magistratura su apoyo para un aumento de sus salarios.

Era necesaria la rehabilitación de Poncio Pilatos. Cuantos más Poncios Pilatos aparezcan en su verdadera dimensión de magistrado obediente a la ley, de reivindicador de su independencia, de único intérprete autorizado y responsable del código del Estado, tanto más despreciable aparecerá la chusma de fariseos y publicanos (publicanos eran llamados en Roma los contratistas militares) que chilla furiosamente: que lo crucifiquen, que lo crucifiquen.

29 de septiembre de 1917

Jesús y millones de hombres [El ocaso de un mito]

Un hombre nace en una parte de la superficie de la tierra. Su vida corporal termina abruptamente con la pena de muerte. Pero la vida de sus obras, de sus palabras, continúa, se expande, se convierte en millones y millones de vidas, imprime su sello en siglos de historia. El hombre se ha convertido en un mito, se ha convertido en una parte de la conciencia universal: ha conquistado la inmortalidad, esa inmortalidad que sólo admiten los laicos, y es la perpetuación de una elevada palabra, de un ejemplo sublime de vida moral en el mundo, en las conciencias de los hombres que nacieron después y que aún nacerán en el mundo.

Una nueva civilización se llama por el nombre de aquel hombre. La nueva civilización era una necesidad histórica, estaba contenida potencialmente en la civilización precedente, pero aquel hombre ha encontrado, ha sido capaz de expresar con palabras inmortales aquella necesidad, ha tomado una amplia conciencia de esa necesidad y por lo tanto ha contribuido al nacimiento y a la propagación. Ha lanzado en el mundo grecorromano una idea clave: la diferencia de sangre, de raza, no es una causa de desigualdad entre los hombres: los hombres son iguales, porque son hijos de un mismo padre, porque están manchados por una misma culpa, porque están obligados a la misma necesidad de purificación para alcanzar una vida que es la vida verdadera, y no es de este mundo.

Millones de hombres, que antes se creían seres inferiores, sintieron la igualdad. La esclavitud, la propiedad de los cuerpos humanos, aceleró su descomposición. Esos millones de hombres empezaron a sentir que eran algo, empezaron a reflexionar sobre su propia naturaleza, sobre su propia conciencia. La fórmula de su redención llegó de un hombre que murió en un determinado lugar por haber afirmado aquel principio. Los hombres han identificado grosera e ingenuamente su conciencia con aquel hombre, con ese lugar. Han materializado un fenómeno que era sólo ideal. Por ese hombre, por ese lugar, se han matado unos a otros, han soportado sacrificios, han encendido hogueras, han inventado torturas. Pero el mito, la materialización de la idea, fue purificándose de las escorias mortales y contingentes. Otros hombres se sacrificaron. Afirmaron que era la conciencia humana que se liberaba, que, tras reconocerse a sí misma y a su propia energía, había roto los grilletes y las cadenas. El hombre, que había sido deificado, que había asumido una grandeza ficticia y artificial, retornó simplemente hombre, defensor de la verdad, propagador de la verdad, mártir de la verdad. Se engrandeció, pero de la grandeza verdadera y no perecedera que tiene por testigo la eficacia en los siglos y en la historia de una elevada palabra, de un sublime sacrificio por el deber. El testimonio de divinidad se convirtió en testimonio de humanidad, de mejor, más perfecta humanidad, si no de la mejor y más perfectísima. Se convirtió en uno de los momentos más importantes y más significativos de la vieja y paciente lucha que los hombres mantienen contra la naturaleza y contra una parte de sí mismos para ser cada vez más libres, más dueños de su voluntad y de los medios para alcanzarla. Y el propósito que los hombres anhelan con su actividad fue estableciéndose cada vez mejor y ya no fue un fin ultraterreno, otra vida, y también fue humanizado, secularizado. Y la inmortalidad que había que alcanzar fue inmortalidad terrenal, en cuanto los hombres se dieron cuenta de que esa inmortalidad seguía viviendo en las conciencias, en el recuerdo de sus sucesores, porque dichos sucesores trabajaron para mejorar el presente, para que el futuro fuera aún mejor.

Así el mito fue desvaneciéndose. Así fueron perdiendo cada vez más importancia los signos materiales de un episodio del pasado. Un sepulcro, una ciudad. Volvieron a ser simplemente un sepulcro, una ciudad. Los hombres descubrieron que la luz que una vez les pareció que irradiaba del más allá, irradiaba en realidad de su conciencia, de su voluntad, de sus propias obras. Y así fue como Jerusalén no fue para los hombres más que uno de los muchos hechos de la guerra europea, y así fue como las campanas no sonaron a gloria, ni la multitud se lanzó alegre a las plazas y calles. No fue tanto que Jerusalén fuera liberada como que los hombres fueran liberados de Jerusalén. Porque una libertad fosilizada, materializada, dogmatizada se convierte en esclavitud, y los hombres, permaneciendo indiferentes a la noticia del advenimiento, documentaron su liberación de la esclavitud del mito cristiano, del materialismo cristiano.

22 de diciembre de 1917

La historia es siempre contemporánea [La barba y la banda]

El filósofo Croce escribió un par de monografías para demostrar que la «historia» es siempre, y sólo puede ser siempre, «contemporánea». Un hecho pasado, para ser historia y no un simple signo gráfico, documento material, instrumento mnemotécnico, debe ser replanteado y en ese replanteamiento se convierte en contemporáneo, ya que la valoración, el orden que se le da a sus elementos depende necesariamente de la conciencia «contemporánea» de quien hace la historia también pasada, de quien replantea el hecho pasado.

El filósofo Croce tiene razón, sin duda. Y nunca esta razón aparece tan convincente como se nos aparece a nosotros, que vivimos experiencias enormes, de una profundidad y amplitud nunca vistas. Comprendemos mejor los hechos y la psicología del pasado, de aquellos que en la escuela nos han habituado a llamar tiranos, a imaginárnoslos goteando sangre, con rostro sombrío, rodeados de secuaces, ocupando su tiempo en firmar condenas de prisión y patíbulo.

La conciencia «actual» nos desconcierta, nos hace reflexionar sobre aquellos hechos y aquellos hombres de una manera que se aproxime a la realidad. Ellos, los tiranos, mostraban una maldad que no es menos común ahora que entonces: eran, y son, materialistas, en el sentido en que miden la realidad espiritual sólo con medidas exteriores, y la juzgan sólo por su apariencia sensible. La censura entonces permitía hablar de la libertad china, pero no de la italiana: una libertad a tantos miles de kilómetros de distancia no daba miedo. En los colegios jesuitas se castigaba severamente a un alumno que en una redacción había hablado de república, de ideales populares, de los derechos pisoteados del pueblo, etc., pero ese mismo estudiante durante el recreo podía reunirse con sus compañeros y representar, improvisando, escenas imaginarias de la República Romana, en las que él, antiguo romano, podía cubrir de insultos a los tiranos, y podía, con la voz temblando de emoción, exaltar a los plebeyos pisoteados por los odiados patricios, y excitar a la rebelión, al pronunciamiento, a la secesión. La libertad era vista en lontananza, en el pasado, y no parecía peligrosa, más bien hasta el tribuno más fogoso era premiado, tal vez con un ejemplar de las obras de san Ignacio.

La exterioridad tiranizaba a los tiranos. El orden, la disciplina eran queridos en la superficie, y en la superficie se juzgaba la gravedad del desorden y de la indisciplina. Recordemos las persecuciones de los hombres barbudos. La barba era un signo de subversión como hace veinte años lo era la corbata roja y el sombrero de ala ancha. Como lo es ahora… la banda por debajo del codo. Quien no eleva la banda bien alto y no la sujeta con alfileres, sino que la deja caer floja y cansada al borde de la manga, no puede no ser un subversivo, mejor aún, un derrotista. La exterioridad continúa intimidando a los cerebros. La tumba debe ser blanqueada y parecer una limpia casita liliputiense sin gusanos. La conciencia no existe, la interioridad no existe, el cerebro no existe. Existe el hábito, existe la palabra, existe la calavera. Se procesa la palabra separada del discurso; no pudiendo cortar la calavera, se la encierra en una prisión en compañía del cuerpo.

La «actualidad» nos hace vivir realmente el pasado, la psicología de los hombres del pasado. Y nos aclara las ideas, y nos obliga a transformar el vocabulario. Dejemos caer la palabra «tirano»: sustituyámosla por la de «estúpido»: haremos del pasado historia contemporánea.

5 de febrero de 1918

La libertad y los abusos [La reacción italiana]

Un resbalón de la censura romana ha hecho que por fin podamos decir que el camarada Lazzari fue arrestado el 25 de enero, habiendo caído, como se suele decir con poca sinceridad y lealtad en la prensa burguesa, en la red del decretón Sacchi.[6]

No tenemos la intención de escribir una diatriba sentimental, y muy tediosa, contra la reacción enfurecida. El compañero Lazzari es un hombre acostumbrado más a la mala que a la buena ventura, y el Partido Socialista no se desmoronará por la detención de su secretario político; ya el honorable Morgari ha asumido esas funciones, y el partido continuará su camino.

Sólo queremos hacer algunas observaciones sobre lo que está sucediendo en Italia, sobre el conjunto de medidas policiales, y casi judiciales, a las que estamos acostumbrados a dar el nombre de reacción. Se trata de un fenómeno puramente italiano [y el decretón Sacchi persistirá como un documento, valioso para los estudiosos, de las condiciones de deterioro y de descontrol en las que se encuentra actualmente la sociedad italiana, la burguesía italiana].

Sólo en un país donde no se hacen negocios, donde se trabaja poco, donde las relaciones entre ciudadano y ciudadano son poco frecuentes y de poco valor económico, es posible un monstruo jurídico como el que ha parido de la ignorancia democrática el diputado de Cremona. ¿Qué es, en efecto, la seguridad de los ciudadanos de no ser expuestos continuamente a la privación de la libertad personal, de estar seguros frente al arbitrio policial y al abuso judicial, si no el entorno necesario para el trabajo, para los cambios, para la producción, para el cumplimiento, en fin, de todas las actividades propias de un régimen capitalista? Sin embargo, en Italia todos los males que aquejan a las pocas personas inteligentes y activas son resultado necesario de la ineptitud, de las condiciones de deterioro y de descontrol en las que se encuentra esa cierta parte de la población que nosotros, haciéndole el honor del lenguaje socialista, llamamos clase burguesa. En Italia no somos puntuales en la apertura de las oficinas, en la llegada de los trenes, en la reunión para una entrevista, porque el tiempo no tiene valor, porque el tiempo no es un coeficiente económico de producción. Diez horas antes, diez horas después: ¿qué son diez horas para los que no saben cómo llenarlas? ¿Lo mismo ocurre con la libertad? ¿Qué es la libertad para aquellos que no saben qué hacer con ella, para los que la libertad no es un valor económico, la posibilidad de trabajar, de producir, de cualquier modo? La libertad individual, la seguridad contra los abusos de la autoridad es la conquista del trabajo, de la producción, de las sociedades bien organizadas.

Recuerdo un episodio. Un profesor universitario me contó una aventura que le ocurrió en Hyde Park, en Londres, y al hacerlo aún temblaba de noble indignación. Vio a ciudadanos que plantaban banderas en el suelo, se subían a una silla, llamaban la atención de los transeúntes y luego empezaban a predicar. Vio hacerlo a una veintena, cada uno de los cuales apoyaba sus ideas, tratando de ganar adeptos: seguidores de particulares sectas protestantes, socialistas, anarquistas, teósofos. Se detuvo delante de un anarquista, y tanto se impresionó de las cosas que oyó que de inmediato llamó a un policeman cercano y le preguntó sorprendido: «Pero ¿qué está haciendo aquí, por qué no hace callar a ese hombre?». Y el policeman, flemáticamente: «Estoy aquí para silenciar a los hombres como usted que quieren quitarles a los demás la libertad de hablar». Un policía británico que da una lección de liberalismo a un profesor universitario italiano. En este episodio, auténtico, se documenta la mentalidad de la burguesía italiana, como en el decretón de Sacchi se documenta su inferioridad. Realmente no es divertido ser víctima de una gentuza como esa, y sólo en este sentido lo sentimos por el compañero Lazzari.

8 de febrero de 1918

El capitalismo fuera de control [Nuestro punto de vista]

Nuestro punto de vista en el escándalo de los residuos,[7] de acuerdo con La Giustizia de C. Prampolini, sería el siguiente: el capitalismo explota y especula —debe especular y explotar, padece su ruina— siempre, tanto en tiempos de guerra como de paz. El capitalismo busca mercados para sus productos y beneficios para sus accionistas, cómo y dónde puede. Es su naturaleza, su misión, su destino. Los italianos venden a los alemanes, los austríacos les habrán vendido a los franceses, los británicos les habrán vendido a los turcos. El capitalismo es internacional e Italia no es peor que los otros Estados.

Éste sería nuestro punto de vista, tan nuestro que coincide perfectamente con el de la «Idea Nacional». Y se entiende que sea el punto de vista de la «Idea Nacional»: por eso las responsabilidades aparecen tan vagas y diluidas, de hecho, que en realidad ya nadie sería responsable; los detenidos deberían ser inmediatamente liberados, y debería ser detenido el señor Capitalismo, vagabundo sin vivienda fija, que se encuentra un poco en todos los países del mundo a la vez.

Pero éste, de hecho, no es el punto de vista de los socialistas. Los socialistas al hacer la historia, o la crónica (incluso la de los tribunales), rehúyen las abstracciones de los genéricos difusos. Ellos argumentan que sí existe una tendencia general a hacer las cosas mal en la sociedad capitalista, pero no por eso confunden las responsabilidades sociales con las individuales. La producción burguesa puede convertirse en especulación, fraude, ilusionismo, pero su misión, su destino no es estafar: trata de aumentar la riqueza, de aumentar la suma de los bienes sociales. El punto de vista de La Giustizia forma parte de una visión teológica de la sociedad, en la que el Dios todopoderoso, omnipresente y omnisciente de los católicos es reemplazado por una divinidad abstracta equivalente.

Por eso se vuelve inútil la investigación, es inútil el estudio de los hechos y de la historia, es inútil el examen de las costumbres: todo es igual en todas partes, porque en todas partes está el capitalismo y no se mueve una hoja sin que lo quiera el capitalismo.

Esta abstracción fatalista no es y no puede ser en absoluto nuestro punto de vista, porque está fuera de la realidad efectiva. En la realidad efectiva, el Capitalismo es el Estado burgués, que se concreta en las leyes, en la administración burocrática, en los poderes ejecutivos. Y éstos, a su vez, se concretan en individuos que viven, se visten, pueden ser sinvergüenzas o caballeros. Incluso las leyes, el Código Penal, son actividades capitalistas y castigan a los traficantes de residuos, lo que significa para ellos no ser capitalistas puros y duros, sino capitalistas, hombres que han obrado perversamente. Y nuestro punto de vista es el siguiente: en la organización burguesa de la sociedad italiana hay instituciones de control que no funcionan, que dañan así la producción capitalista genuina, porque han dejado que los pervertidos, los criminales continuaran sus actividades a pesar de que éstas eran tan sospechosas que difícilmente podían ser ignoradas. Lo que significa que la organización burguesa italiana es malvada también en su concepción del capitalismo.

El proletariado tiene la tarea específica de presionar continuamente sobre la organización actual para que se renueve y se haga cada vez más favorable a la producción, al aumento de la riqueza: debe presionar para que en la burguesía se afirmen sólo aquellos individuos que, a través de su actividad capitalista honesta, rindan las condiciones mecánicas y naturales de la vida social más adecuada para un traspaso de clase en el poder. Por eso los socialistas quieren que las instituciones de control estatal sean competentes y puedan ejercer eficientemente su oficio. Sólo los socialistas pueden querer esto, porque son desinteresados, porque están fuera del geénna[8] de los negocios. Y no pueden conformarse con las abstracciones, con las responsabilidades genéricas. De hecho, hay una burocracia que debería controlar la actividad comercial de los industriales de los residuos, y el poder ejecutivo debería impedir la especulación. ¿Qué ha hecho la burocracia? ¿Ha cumplido con su deber? Y, en todo caso, ¿por qué no lo ha hecho? La investigación se debe hacer, las responsabilidades deben ser establecidas. Los incompetentes, los estafadores deben ser eliminados. Es una prueba de fuego para el régimen: porque sólo demostrando que son siempre capaces de cumplir su función social se consigue. Pero si nadie lo obliga constantemente a pasar la prueba, se perpetuará entre la indiferencia de todos, que se entretienen hablando de capitalismo, sin cuya voluntad no se mueve una sola hoja.