La educación y la familia

Los privilegios de la escuela privada [Por la libertad de la escuela y por la libertad de ser unos burros]

A MENUDO los clericales hablan de buena gana de la libertad de la escuela. Pero no se engañen los lectores. La palabra libertad en su boca adquiere un significado sólo suyo que no coincide con el concepto de libertad que puedan tener los hombres pensantes que no son clericales. Para los clericales, la libertad de la escuela significa específicamente libertad de ser burros con el disfrute de todos los derechos que les son reconocidos a los que han estudiado. Ésta es la fórmula: «Por la libertad de la escuela», una hermosa bandera que cubre, o debería cubrir, una lucrativa especulación económica y sectaria.

Las escuelas privadas clericales prosperan en Italia. Ninguna ley frena su desarrollo y su libre explicación. Pueden hacer la competencia que quieran a la escuela del Estado. Si son mejores, se les da a los asistentes una mejor educación que la que se puede encontrar en las escuelas públicas, pueden multiplicarse indefinidamente, pueden cobrar los honorarios que quieran. El Estado reconoce el derecho de comprar el producto «educación» donde se quiera.

Sin embargo, el producto «educación» vale poco en Italia, a pesar de lo que cuesta. Lo que vale es el producto «título», que en cambio cuesta muy poco. Y aquí comienzan los dolores clericales. El Estado tiene puesto un anuncio pidiendo el producto «título». Quien tiene «títulos» de estudio se los vende especialmente al Estado, que los compra con los ojos cerrados, por su valor real, pero quiere reservarse el mayor control absoluto de su origen. El Estado, en definitiva, siempre está dispuesto a comprar títulos de estudio, pero pretende que sean expedidos por una de sus instituciones acreditadas.

Hemos utilizado un lenguaje económico sólo para resaltar el hecho de que la cuestión por la que se agitan los clericales es puramente económica. Querrían vender al Estado toda la mercancía dañada que pudieran. Querrían conquistar una libertad que sería sólo un privilegio para ellos, un privilegio para los estudiantes que asisten a sus escuelas, en detrimento del colectivo. No se contentan con usar el dinero que pasa a través del control de los organismos gubernamentales y es reconocido como moneda de curso legal; también querrían usar moneda falsa, mucha moneda falsa, inundar todo el mercado italiano, y tienen la pretensión de que el Estado también le dé a esa moneda falsa un curso legal, la acredite en las administraciones privadas, que todavía tienen la costumbre de servir sólo a los valores del Estado. A esta siniestra especulación fraudulenta los clérigos la llaman «libertad de la escuela».

El consejo directivo de la Unión Pro Escuela Libre ha publicado estos días en un periódico del trust católico una carta abierta al ministro Ruffini con la que intenta iniciar un nuevo y definitivo abordaje a la tartana del Estado. El estado de guerra ha dado una apariencia justificativa a muchas medidas minervinas, que han menoscabado aún más de lo normal la seriedad de la escuela. Los clérigos quieren aprovechar el período de cosecha general para conquistar de una manera definitiva aquellas concesiones que la ignorancia ministerial ha dado en circunstancias excepcionales. El Ministerio ha abolido todo control eficaz sobre la asignación de títulos académicos. Pero mañana la opinión pública impondrá de nuevo el control: las escuelas públicas, como tales, están potencialmente siempre bajo el control público, su administración puede ser modificada en función de las corrientes más serias de la vida nacional. Es un mal, verdadero y gravísimo, que durante dos años haya sido posible en las escuelas un régimen de Jauja, que los méritos de guerra hayan reemplazado a los méritos académicos, y la economía general se resentirá dolorosamente por ello.

Pero esto es un mal que no está en los principios: está en los hombres que se han ido sucediendo en el poder. Los clericales querrían perpetuar este mal, para cristalizarlo en rédito para sus propias instituciones económicas.

En los dos últimos años han conseguido que los alumnos de los institutos clericales pudieran elegir la sede de los exámenes. Nadie conseguirá nunca justificar, con el estado de guerra, semejante concesión. Nadie conseguirá nunca justificar que es más conveniente en términos «económicos» que el estudiante vaya a examinarse fuera de la residencia donde ha estudiado. Pero los ministros Credaro y Grippo lo han permitido.

Han permitido que los clericales enviaran a sus estudiantes a hacer los exámenes en aquellas sedes en las que era fácil aprobar, donde los examinadores estaban vinculados a los examinados por lazos de intereses políticos y sectarios, donde los examinadores podían ser corruptos. La carta abierta le pide al ministro Ruffini que este año se mantenga dicha concesión, se lamenta de que el ministro no se haya dignado a responder a una instancia privada en este sentido, pide que la concesión no sólo se mantenga este año, sino que se convierta en un derecho. Así, para los jóvenes acomodados, que no han estudiado, será posible tal vez ir desde Turín a Calabria en busca del examinador que los aprueben aunque no tengan los suficientes conocimientos, mientras que otro joven, si quiere aprobar en las escuelas de Turín, debe estudiar, debe sacrificarse y, a pesar de haber hecho todo el trabajo necesario, puede ser descabalgado por el otro, cuya familia se las arreglará para tener al doctor y mantener al burro.

¿Hará el ministro Ruffini oídos sordos frente a la carta abierta, como lo ha hecho frente a la instancia privada? ¿Los intereses de la escuela conseguirán salir de la ciénaga del marasmo político? La opinión pública debería obligarlo a hacerlo. El colectivo tiene interés en que la escuela sirva para formar a hombres capaces, realmente preparados para desempeñar una labor útil para todos, y no que sea una distribuidora de títulos a precios de ganga. La carta abierta de los clericales es un tejido de capciosas deformaciones de la realidad escolar. Es necesario que el colectivo, que se exprime la sangre de sus venas para pagar una burocracia pletórica y ociosa, mantenga todas las posibilidades de control sobre la asignación de los títulos académicos, que, generosamente otorgados a los ineptos, sólo sirven para aumentar el malestar de la vida pública, para crear capas de burocracia pleonástica, que viven parasitariamente de la productividad de los trabajadores.

13 de abril de 1917

Mujeres, caballeros y amores [Caracteres italianos]

Leed uno o mil libros de prosa artística, escritos por los italianos: novelas, cuentos, comedias, dramas. Si, haciendo caso omiso por un momento del problema puramente artístico, buscáis el mundo espiritual que impregna la conciencia de los escritores y que más interesa al público lector, tendréis que llegar a la conclusión de que los italianos inteligentes, los que escriben y los que leen, no se preocupan más que de una sola cosa: la relación entre los dos sexos. La sexualidad forma todo el mundo fantástico épico-lírico de los italianos. Ser original significa ser capaz de encontrar una nueva solución a un problema psicológico, cuyos términos son siempre los mismos: el amor, la pasión, el adulterio. La gama de tonalidades palidece en la más plana pornografía, o dibuja las estrellas del más empalagoso de los claros de luna sentimentales. Los héroes son: el joven gentilhombre decadente, elegantemente vicioso, la cocotte llena de vitalidad, la chica que se debate entre las costumbres tradicionales y la emancipación, la mujer que no encuentra suficiente satisfacción en el abrazo matrimonial y así sucesivamente. Si los italianos no quieren aburrir a los lectores, tienen que escribir sobre mujeres, caballeros y amores (las armas están prohibidas y restringidas a los enviados especiales). La literatura es un círculo cerrado, infectado. Leyendo estos libros parece que Italia sea un inmenso serrallo de mandriles en celo que pretenden ser sentimentales, cuando el sentimentalismo es la forma más fácil para alcanzar la meta deseada. Todas las demás actividades de la vida que no sean las actividades amorosas, parece que no existan, son consideradas actividades inferiores por la Arcadia artística que ha establecido un patrón exterior de perfección. Toda la vida moderna, vibrante de fervor por el trabajo, rica en dramas espirituales por la lucha de clases, por el choque de intereses antagónicos, no se convierte en el contenido artístico a excepción de una figura excepcional, los filibusteros de las carteras, o los aún más filibusteros de las alcobas. Existe un desequilibrio en la actividad que es el resultado de la vida superficial de la realidad y revierte en ésta un nuevo producto de superficialidad, de ligereza, de vacío retórico. Por eso en Italia no son muy populares la literatura inglesa y la alemana ni la literatura popular francesa. La literatura alemana es confusa, como se suele decir. La literatura inglesa es cómica, porque en el cincuenta por ciento de los libros ingleses se prescinde del amor totalmente y en el otro cincuenta no domina en absoluto, negrero incontrolado y aceptado con una sonrisa como en los libros italianos.

En una novela inglesa moderna, llena de energía y de vitalidad artística, fluida e interesante para los espíritus sanos y serenos más que todas las obras maestras de Guido da Verona y de Luciano Zuccoli, es asumida como un motivo dramático… la derrota del mercachifle mundo pequeñoburgués. A un italiano le parece que es como beberse un gran vaso de absenta después de haberse llenado la boca, la garganta y el estómago con todas las golosinas azucaradas de una confitería de moda. En la sustanciosa densidad de la novela (La historia de Mr. Polly, de H. G. Wells) se encuentra incluso un núcleo doctrinal aún más sustancioso:

Una sociedad cuya complejidad crece rápidamente y que, en general, se niega a considerar el futuro o a resolver los graves problemas de su organización, es como un hombre que no tuviera en cuenta dieta o régimen alguno, que se abstuviera de lavarse y hacer ejercicio y diera rienda suelta a todos sus apetitos. Una sociedad así acumula existencias inútiles y sin objetivos, como un hombre acumula en su sangre alimentos adiposos y malsanos; una sociedad así pierde virtud y capacidad, al mismo tiempo que secreta malestar y miseria. Cada etapa de su evolución se acompaña de un máximo de tormento y de conflictos que podrían haberse evitado con facilidad, y de una pérdida inútil de unidades humanas… Nada podría demostrar mejor la urgencia de un vigoroso renacimiento intelectual para combatir la inercia general de nuestra comunidad que la presencia, en el seno de ésta, de esta multitud enorme de cerebros inútiles, miserables, ignorantes, incultos y, por otra parte, todos dignos de compasión, que se ha convenido en señalar bajo la definición incorrecta y que se presta a una falsa interpretación de «clase media baja». Se puede decir que una gran proporción de la unidad de esta clase está formada por los inutilizados, que no inutilizables, si bien en virtud de unos ahorrillos, de economías provenientes de salarios anteriores, de pólizas de seguro o de cualquier otro capital, no están obligados a apelar directamente a la ayuda concedida a la indigencia pública. Los pequeños comerciantes, por ejemplo, son, en su mayoría, antiguos obreros que, sea por incompetencia, por falta de educación o simplemente por falta de aspiraciones, sea por el perfeccionamiento de las artes mecánicas o por los cambios en la industria, se vieron despojados de sus puestos de trabajo y empezaron una empresa que nadie pedía, únicamente para suplir la insuficiencia de sus ingresos. Ahora, su tienda apenas cubre el 60 o el 70 por ciento de sus gastos, y cubren el resto con su capital, de manera que va reduciéndose. Son vidas mermadas, si no en el trágico modo del obrero que sucumbe a la fatiga, agotado por los esfuerzos y las privaciones, sí al menos de una manera lenta, con la constante acumulación de pequeñas pérdidas sucesivas, que ciertamente conducen a los hombres a la tumba: sólo aquellos que poseen un capital importante mueren en la miseria antes de conocer la ruina y la indigencia. Tienen menos probabilidades de tener éxito con su negocio que de ganar el primer premio de cualquier lotería con sólo un billete.

Cada año que pasa ve desfilar el mismo lamentable cortejo de quiebras mezquinas y de detenciones por deudas, sin que, entre nosotros, llegue ninguna sanción legal apta para frenar el movimiento. No hay un ejemplar de periódico económico que no contenga cuatro a cinco columnas, abreviadas, de anuncios de quiebras; ahora, cada anuncio, o casi, representa a una nueva familia arruinada, que recaerá en brazos de la comunidad y vivirá a expensas de ésta. Y, de nuevo, confluyen en la misma multitud de artesanos y obreros superfluos, que dejan su puesto con algunos ahorros y que cuentan con la ayuda económica de la familia, de viudas que han cobrado el seguro de vida de sus maridos, de «hijos de papá» ignorantes y jactanciosos del fruto de la paciencia paterna, que se precipitan sobre los negocios abandonados por los perdedores, esos talleres mal construidos y mal surtidos que abundan por todas partes…[5]

Y esta tendencia literaria no es un síntoma pequeño. En verdad, aquellos que sólo se interesan por el vacío están vacíos, quien pone como modelo de la perfección humana la fatuidad sentimental es un fatuo. Éste es un síntoma del desmembramiento que caracteriza la vida italiana, por lo que nunca se logran graduar con exactitud ni los valores humanos ni los valores políticos y sociales. Así, el grito de unos pocos miles de desechos sociales, como son los comerciantes, adquiere más importancia que el sufrimiento de un enorme número de millones de ciudadanos italianos comunes, que son la parte dinámica y creativa de este nuestro desgraciado país.

10 de julio de 1917

Un deber moral [La familia]

Los socialistas a menudo aún son presentados como los enemigos de la familia. Este es uno de los lugares comunes, uno de los prejuicios antisocialistas más arraigados y generalizados, especialmente entre las clases populares que menos conocen nuestras doctrinas, nuestros ideales, porque la fe en la redención de los hombres de la esclavitud económica no ha suscitado la simpatía que es necesaria para comprender, incluso sin estudios, a un movimiento social, y la carencia de toda cultura hace que no conozcan objetivamente lo que se proponen los socialistas, y de qué forma quieren que sean implementadas sus intenciones.

La familia es, en esencia, un organismo moral. Es el primer grupo social que va más allá del individuo, que impone al individuo obligaciones y responsabilidades. Su estructura ha cambiado a lo largo de la historia. En el mundo antiguo incluía, además de padres e hijos, también a los esclavos, a los clientes, a los amigos. Siendo también órgano de defensa y de tutela social, en la familia antigua se reagrupaban en torno a un hombre poderoso y rico no sólo su esposa y sus hijos, sino también todos aquellos que por sí solos eran incapaces de defender y proteger sus intereses jurídicos, económicos y morales y se veían obligados a subordinarse a un poderoso, correspondiéndole con servicios de mayor o menor importancia los beneficios de la seguridad y la libertad personal que recibían.

A medida que a lo largo de la historia fue reforzándose la idea y la institución del Estado, los individuos adquirieron la posibilidad y el derecho a la seguridad y a la libertad, fuera de la institución familiar. La familia se redujo a su núcleo natural, los padres y la prole, pero, más allá de ser órgano de vida moral, sigue siendo un órgano de defensa y tutela biológica y social. En esta doble función residen los defectos de la familia tal como está actualmente constituida. Para nosotros, los socialistas —al menos para aquellos, y son la mayoría, que no sienten Estadolatría sin sentido y no creen en absoluto que en el régimen socialista la educación de los hijos deba ser confiada a las instituciones del Estado, impersonales, de funcionamiento burocrático y mecánico—, la familia debe ser reintegrada a su única función moral, de preparación humana, de educación civil. La familia actual no puede cumplir con esta tarea. La principal preocupación de los padres ya no es la de educar, la de enriquecer a la descendencia con los tesoros de la experiencia humana que el pasado nos ha dejado y que el presente sigue acumulando. Es, en cambio, la de proteger el desarrollo fisiológico de la prole, de asegurarle los medios de subsistencia, de asegurarle esos recursos también para el futuro. La propiedad privada ha surgido precisamente por eso. El individuo, al convertirse en propietario, ha resuelto el angustioso problema de proporcionarles una vida segura a sus hijos, a su esposa. Pero la solución que la propiedad privada ha dado a este problema es una solución anti-humana; la seguridad para la prole se convierte en un privilegio de pocos, y nosotros los socialistas queremos que no sea así, que todos los nacidos de madre estén protegidos durante su desarrollo fisiológico y moral, que todos los nacidos de madre sean iguales frente a los peligros, a las dificultades del entorno natural, y que todos tengan las mismas oportunidades para encontrar los medios necesarios para educar la propia inteligencia, para dar a toda la comunidad los frutos máximos del conocimiento, de la investigación científica, de la imaginación que crea la belleza de la poesía, de la escultura, de todas las artes. La abolición de la propiedad privada y su reconversión en propiedad colectiva, por lo tanto, sólo podrá hacerse si la familia es lo que está destinada a ser: órgano de vida moral. En el régimen colectivista, la seguridad y la libertad estarán garantizadas para todos indistintamente: los medios necesarios para la tutela de los niños estarán garantizados para todos. Los padres ya no se sentirán perseguidos por la angustiosa búsqueda del pan para sus hijos, y podrán ejercer en paz su tarea moral de educadores, de transmisores de la antorcha de la civilización de una generación a otra, del pasado al futuro.

¿Los socialistas, los proletarios, enemigos de la familia?

¿O cómo se explicaría la tenacidad del sacrificio del proletario que lucha por la liberación de su clase, si se le quitara el amor, la angustiada preocupación por el futuro de los hijos? El burgués se cansa y se desgasta en pos del enriquecimiento personal para construirse una propiedad que transmitir a sus hijos. Pero su cansancio, el desgaste de su fibra no está iluminado por un ideal universal; está oscurecido por el privilegio que desea perpetuar, por la exclusión que quiere determinar. El proletario lucha y se desgasta porque quiere dejarle a sus hijos mejores condiciones de existencia y de seguridad colectivas: realiza los sacrificios más dolorosos, lleva a cabo, si es necesario, hasta el sacrificio de la propia vida, porque quiere crear para su prole un futuro de paz y de justicia, en el que encuentren garantizados por igual, sin ningún tipo de exclusión, los medios de subsistencia, de desarrollo intelectual y moral, y que puedan transmitir estos medios, aumentados, a los que vengan tras ellos. ¿Quién ama más a la familia? ¿Quién se preocupa más por su consistencia racional y moral? Y sin embargo, los socialistas seguimos y seguiremos durante un tiempo siendo, para los estúpidos y los ignorantes, los acérrimos enemigos, los traidores más arteros.