Ideas para el futuro [Márgenes]
EL esfuerzo realizado para conquistar una verdad hace aparecer un poco como propia la verdad misma, incluso si en su nueva enunciación no se ha añadido nada realmente propio, ni se ha dado siquiera una ligera coloración personal. Es por eso que a menudo se plagia a los demás inconscientemente, y se desilusiona uno por la frialdad con la que se acogen declaraciones que se estimaban capaces de sacudir, de entusiasmar. Amigo mío, nos repetimos desconsoladamente, el tuyo era el huevo de Colón. Bueno, no me importa ser el descubridor del huevo de Colón. Prefiero repetir una verdad ya conocida que devanarme la inteligencia para fabricar paradojas brillantes, ingeniosos juegos de palabras y acrobacias verbales que hagan sonreír pero no pensar.
La jardinera plebeya es siempre la sopa más nutritiva y más apetitosa precisamente porque está preparada con las legumbres más comunes. Me gusta ver cómo es engullida a grandes cucharadas por hombres fuertes y ricos en jugos gástricos que llevan en la fuerza de su voluntad y de sus músculos el porvenir. La verdad más trillada nunca se ha repetido lo suficiente como para que se vuelva máxima y estímulo para la acción de todos los hombres.
Cuando discutas con un adversario, trata de ponerte en sus zapatos. Lo comprenderás mejor y tal vez acabarás concediéndole un poco, o mucho, de razón. He seguido este consejo de sabios durante algún tiempo. Pero los zapatos de mis oponentes estaban tan sucios que he concluido: es mejor ser injusto algunas veces que experimentar de nuevo este asco que me provoca el desmayo.
La deserción del socialismo de muchos de los llamados intelectuales (a propósito: ¿intelectual siempre significa inteligente?) se ha convertido para los tontos en la mejor evidencia de la pobreza moral de nuestra idea. El hecho es que fenómenos similares han ocurrido y ocurren con el positivismo, el nacionalismo, el futurismo y todos los otros ismos. Son los que provocan las crisis, los individuos de almas minúsculas siempre en busca de un ancla, que se lanzan sobre la primera idea que se presenta con la apariencia de poder convertirse en un ideal y se alimentan de ella mientras dura el esfuerzo que invierten en apoderarse de ella. Cuando llegan al final del esfuerzo y se dan cuenta (pero esto es efecto de la poca profundidad espiritual, del poco ingenio, después de todo) de que esa idea no es suficiente para todo, de que hay problemas cuya solución (si es que existe) está fuera de esa ideología (pero tal vez está unida a ella en un plano superior), se lanzan sobre otra cosa que sea una verdad, que represente aún una incógnita y, por lo tanto, presente probabilidades de nuevas satisfacciones. Los hombres siempre buscan fuera de sí mismos la razón de sus propios fracasos espirituales; no quieren convencerse de que la causa es siempre y sólo su alma pequeña, su falta de carácter e inteligencia. Existen los diletantes de la fe, así como los del conocimiento.
Eso en la mejor de las hipótesis. Para muchos, la crisis de conciencia no es más que una factura vencida o el deseo de abrir una cuenta corriente.
Se dice que en Italia se encuentra el peor socialismo de Europa. Ojalá fuera así: Italia tendría el socialismo que se merece.
El progreso no consiste en otra cosa que en la participación de un número cada vez mayor de individuos en un bien. El egoísmo es el colectivismo de los apetitos y de las necesidades de un individuo: el colectivismo es el egoísmo de todos los proletarios del mundo. Los proletarios no son verdaderos altruistas en el significado que los humanitarios cortos de entendederas le han dado a esa palabra. Pero el egoísmo del proletariado se ve ennoblecido por la conciencia que el proletariado posee de no poderlo satisfacer totalmente sin que lo hayan satisfecho al mismo tiempo todos los demás individuos de su misma clase. Y por eso, el egoísmo proletario crea inmediatamente la solidaridad de clase.
Se ha dicho, el socialismo ha muerto en el mismo momento en que se ha demostrado que la sociedad del futuro que los socialistas decían estar creando era sólo un mito bueno para la multitud. También yo creo que el mito se ha disuelto en la nada. Sin embargo, su disolución era necesaria. El mito se había formado cuando todavía estaba viva la superstición científica, cuando había una fe ciega en todo lo que fuera acompañado del atributo científico. El logro de esta sociedad modelo era un postulado de positivismo filosófico, de la filosofía científica. Pero esta concepción no era científica, era sólo mecánica, áridamente mecánica. Ha quedado su recuerdo descolorido en el reformismo teórico (pero también la «Crítica social» ya no se llama así: Revista del socialismo científico) de Claudio Treves, un juguete del fatalismo positivista cuyos determinantes son energías sociales abstraídas por el hombre y la voluntad, incomprensibles y absurdas: una forma de misticismo árido, sin pasión ni dolor. Ésa era una visión libresca, una visión de papel, de la vida: se ve la unidad, el efecto, no se ve lo múltiple, el hombre de cuya unidad es la síntesis. La vida es para ellos como una avalancha que se observa desde la distancia, en su irresistible caída. ¿Puedo yo detenerla?, se pregunta el homúnculo: no, porque no sigue una voluntad. Porque la avalancha humana obedece a una lógica que caso por caso puede no ser la mía individual, y yo como individuo no tengo la fuerza para detenerla ni desviarla, me convenzo de que no tiene una lógica interna, sino que obedece a las leyes naturales inviolables.
Ha llegado la debacle de la ciencia o, mejor dicho, la ciencia se ha limitado a cumplir la tarea que le fue encomendada; se ha perdido la confianza ciega en sus deducciones y así ha caído el mito que había contribuido poderosamente a originar. Pero el proletariado se ha renovado: ninguna desilusión puede agotar su convicción, como ninguna helada destruye del todo el brote repleto de jugos vitales. Ha reflexionado sobre sus propias fuerzas y sobre cuánta fuerza es necesaria para lograr sus objetivos. Se ha dignificado en la conciencia de las cada vez mayores dificultades que ve ahora, en el propósito de los cada vez mayores sacrificios que siente el deber de hacer. Ha llegado un proceso de internalización: se ha transportado desde el exterior hacia el interior del factor de la historia: a un período de expansión le sucede siempre uno de intensificación. La ley natural, el fatal curso de las cosas de los pseudocientíficos han sido reemplazados: la voluntad tenaz del hombre.
El socialismo no ha muerto, porque no han muerto los hombres de buena voluntad.
Se burlaron, y hasta aún hoy se burlan, del valor número, que sería sólo un valor democrático, no revolucionario: la papeleta electoral, no la barricada. Pero el número, la masa, ha servido para crear un nuevo mito: el mito de la universalidad, el mito de la marea que sube irresistible y ruidosa y derrumbará la ciudad burguesa cimentada en los puntales de ese privilegio. El número, la masa (muchos en Alemania, Francia, Estados Unidos, Italia… que cada año van creciendo, creciendo…) ha consolidado la convicción de que cada individuo tiene que participar en algo grandioso que está madurando y del cual cada nación, cada partido, cada sección, cada grupo, cada individuo es una molécula que recibe y devuelve la savia que al circular por el cuerpo enriquece el complejo del cuerpo socialista mundial. Los millones de infusorios que nadan en el Océano Pacífico construyen infinitos arrecifes de coral bajo el nivel del agua: un terremoto saca los arrecifes a la superficie y se forma un nuevo continente. Los millones de socialistas dispersos en la inmensidad del mundo también trabajan en la construcción de un nuevo continente: y el terremoto […].[3]
Es más fácil convencer a los que nunca han participado en la vida política que a los que han pertenecido a un partido ya formado y rico en tradiciones. La fuerza que la tradición ejerce sobre el alma de las personas es inmensa. Un clerical, un liberal que se vuelve socialista, son otras tantas cajas de sorpresas que pueden estallar en cualquier momento con efectos letales para nuestra unidad. Las almas vírgenes de los hombres de campo, cuando se convencen de una verdad, se sacrifican por ella, hacen todo lo posible para ponerla en práctica. Aquel que se ha convertido siempre es un relativista. Ha experimentado una vez en sí mismo lo fácil que es equivocarse en la elección de su propio camino. Por tanto, le queda un fondo de escepticismo. Los que son escépticos no tienen el valor necesario para la acción.
Yo prefiero que el movimiento se acerque a un campesino más que a un profesor universitario. Sólo que el agricultor debe tratar de obtener una gran experiencia y una gran amplitud de la mente como la que puede tener un profesor de universidad, para que su acción no sea estéril y para que su sacrificio sea posible.
Acelerar el porvenir. Ésta es la necesidad más sentida por la masa socialista. Pero ¿cuál es el porvenir? ¿Existe como algo realmente concreto? El porvenir no es exponer en el futuro la voluntad de hoy como si ya se hubiera modificado el entorno social. Por lo tanto, acelerar el porvenir significa dos cosas. Conseguir extender esta voluntad a un número tal de hombres necesario para hacer fructificar la propia voluntad. Y esto sería un progreso cuantitativo. O conseguir que esa voluntad sea tan intensa en la minoría actual que se haga posible la ecuación: 1 = 1 000 000. Y esto sería un progreso cualitativo. Incendiar la propia alma y hacer saltar miríadas de chispas. Así que es necesario […][4] Esperar hasta ser la mitad más uno es el programa de las almas tímidas que esperan que el socialismo llegue por un real decreto firmado por dos ministros.
11 de febrero de 1917
Todo está bien [Ilusionistas e ilusos]
Cuántos ilusionistas en este mundo:
Ilusionistas los diplomáticos que, sólo porque se dan grandes aires, dan a entender que hacen grandes cosas.
Ilusionistas los políticos que, como cantaba Fígaro, fingen ignorar lo que saben y saber lo que ignoran, se encierran con dobles puertas para meditar sobre el periódico, fingen ser profundos cuando están vacíos, pagan a los traidores o interceptan las cartas, y luego tratan de ocultar la bajeza de los medios bajo la nobleza de los propósitos.
Ilusionistas los estrategas de salón y redacción, que se llaman a sí mimos soldados y siempre han vivido lejos del frente.
Ilusionistas los censores del gobierno, que creen que suprimen los hechos porque cambian su expresión.
Ilusionistas los que nos llenan la cabeza, que claman que todo está bien, incluso cuando los negocios van mal.
Ilusionistas los mercaderes del chovinismo, que se baten heroicamente en las trincheras de la retaguardia más segura y luego dicen nosotros cuando hablan de verdaderos soldados.
Ilusionistas los demócratas reaccionarios, que creen suprimir la acción socialista con un decreto de ley y se asemejan a aquel mentecato que se ilusionaba con castigar al mar azotándolo.
[Pero si en el escenario se reúne una multitud de ilusionistas, en el patio de butacas los ilusos disminuyen. Y la galería socialista sonríe.]
13 de octubre de 1917
Ninguna tolerancia para el despropósito [Intransigencia-tolerancia, Intolerancia-transigencia]
Intransigencia es no permitir que se adopten medidas —para alcanzar un fin— no adecuadas al fin y de una naturaleza diferente al fin.
La intransigencia es el predicado necesario del carácter. Es la única prueba de que un determinado colectivo existe como un organismo social vivo, que tiene un objetivo, una voluntad única, una madurez de pensamiento. Porque la intransigencia requiere que cada parte singular sea coherente en el todo, que cada momento de la vida social sea armónicamente preestablecido, que todo haya sido pensado. Requiere que existan los principios generales, claros y distintos, y que todo lo que se necesita dependa de ellos.
Para que, entonces, un organismo social pueda ser disciplinado intransigentemente, es necesario que tenga una voluntad (un fin) y que el fin tenga una razón, que sea un fin verdadero, y no un fin ilusorio. No es suficiente: es necesario que desde la racionalidad del fin sean persuadidos todos los componentes individuales del organismo, para que nadie pueda rechazar la observancia de la disciplina, para que los que quieren hacer observar la disciplina puedan solicitar esa observancia como cumplimiento de una obligación libremente contratada, o más bien como una obligación de establecer lo que el mismo recalcitrante ha favorecido.
De estas primeras observaciones resulta que la intransigencia en la acción tenga por su supuesto natural y necesario la tolerancia en la discusión que precede a la deliberación.
Las deliberaciones deben establecerse colectivamente de acuerdo con la razón. ¿La razón puede ser interpretada por un colectivo? Ciertamente, un individuo único delibera mucho más rápido (para encontrar la razón, la verdad) que un colectivo. Porque el individuo único puede ser elegido entre los más capaces, entre los mejor preparados para interpretar la razón, mientras que el colectivo se compone de elementos diferentes, preparados en diferentes grados para entender la verdad, para desarrollar la lógica de un fin, para observar las diferentes etapas a través de las que uno debe pasar para alcanzar el fin mismo. Todo esto es cierto, pero también es cierto que el individuo único puede convertirse o ser visto como un tirano, y la disciplina por él impuesta puede desmoronarse porque el colectivo se niega o no puede entender la utilidad de la acción, mientras que la disciplina establecida por el propio colectivo a sus componentes, aunque de aplicación lenta, difícilmente falla en su ejecución.
Los miembros del colectivo, por lo tanto, deben llegar a un acuerdo entre ellos, discutir entre ellos. Deben, a través del debate, llegar a una fusión de las almas y de las voluntades. Los elementos individuales de la verdad que cada uno puede aportar, deben sintetizarse en la compleja verdad y ser la expresión integral de la razón. Para que esto suceda, para que el debate sea amplio y sincero, se necesita la máxima tolerancia. Cada uno debe estar convencido de que ésa es la verdad y de que, por lo tanto, su ejecución es absolutamente necesaria. En el momento de la acción, todos deben estar de acuerdo y ser solidarios, ya que en el fluir de la discusión se ha ido conformando un acuerdo tácito, y todos se han hecho responsables del fracaso. Se puede ser intransigente en la acción sólo si en la discusión se ha sido tolerante, y si los más preparados han ayudado a los menos preparados a acoger la verdad, y las experiencias individuales han sido puestas en común, y todos los aspectos del problema han sido examinados, y no se ha creado ilusión alguna. [Los hombres están dispuestos a obrar cuando están convencidos de que nada se les ha ocultado, que ninguna ilusión, ya sea voluntaria o involuntariamente, ha sido creada. Que si deben sacrificarse, deben saber antes que el sacrificio puede ser necesario. Si se les ha dicho que la acción resultaría un éxito, es que se había hecho el cálculo exacto de la probabilidad de éxito y de fracaso, y la de éxito había sido mayor; si se les ha dicho que sería un fracaso, es que la probabilidad de fracaso surgía de la crítica —puesta en común, sin subterfugios, sin coacción ni prisas ni chantaje moral— en mayor número.] Por supuesto, esta tolerancia —método de discusión entre hombres que fundamentalmente están de acuerdo, y deben encontrar una coherencia entre los principios comunes y la acción que tendrán que desarrollar en común— no tiene nada que ver con la tolerancia, entendida vulgarmente. Ninguna tolerancia para el error, para el despropósito. Cuando se está convencido de que uno está equivocado —y se huye de la discusión, se niega a discutir y a tratar de hacerlo, diciendo que toda persona tiene derecho a pensar lo que quiera—, no se puede ser tolerante. La libertad de pensamiento no significa libertad para equivocarse y cometer despropósitos. Sólo estamos en contra de la intolerancia como resultado del autoritarismo o de la idolatría, porque impide los acuerdos duraderos, porque impide el establecimiento de normas de acción obligatorias moralmente porque para establecerlas todos han participado libremente. Porque esta forma de intolerancia conduce necesariamente a la transigencia, a la incertidumbre, a la disolución de los organismos sociales.
[Quien no ha podido convencerse de una verdad, quien no ha sido liberado por una falsa imagen, quien no ha sido ayudado a comprender la necesidad de una acción, desertará al primer choque brusco con sus deberes, y la disciplina sufrirá el efecto y la acción desembocará en fracaso.]
Por eso hemos hecho esta aproximación: intransigencia-tolerancia, intolerancia-transigencia.