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Mi casero me permitió volver a alquilar mi antiguo piso de la calle America a cambio de pagarle la mitad de la renta atrasada, cosa que hice con un adelanto de mi VISA. No le gustó demasiado el acuerdo, pero no había conseguido alquilárselo a nadie.

Quité el polvo, volví a colocar el revólver de mi abuelo en la desvencijada pared e hice las gestiones necesarias para volver a dar de alta el agua y demás servicios. ¿Quién fue la primera persona en llamar?

—¡Maldito hijo de puta!

—Hola, Dorcas. Qué sorpresa tan agradable.

—¿Dónde demonios has estado?

—Visitando a la tía Ruthie.

—¿Todo el puto verano?

—Efectivamente. ¿Qué tal está Teclado? No la llevaste a la perrera, ¿verdad?

—¿Qué pasa si lo hice?

—¿Te estás acordando de darle las pastillas?

—Que te den por el culo —dijo, y colgó.

Me afeité la barba al día siguiente por la mañana, me monté en Secretariat y conduje por la avenida Atwells por delante de Camille’s. Crucé la interestatal y aparqué en una plaza de aparcamiento limitado delante del periódico.

Cuando salí del ascensor, Mason se levantó de la mesa para saludarme. Le fui a dar la mano, pero me dio un abrazo de oso en su lugar. Gloria vino corriendo desde su mesa para hacer lo mismo. Me gustó más su abrazo.

—¡Escuchad todos! —gritó Hardcastle—. El pirómano ha vuelto de su campamento de verano.

Me gustó escuchar de nuevo su particular deje al hablar. Sin embargo, me entristecía ver tanta mesa vacía. Me dirigí a mi escritorio y pasé por delante de las mesas que durante diez años habían ocupado Dante Ioanata y Wayne Worcester intentando poner al descubierto a las empresas que estaban contaminando la bahía. Ahora, las muy canallas se iban a librar de rendir cuentas.

Encendí el ordenador y revisé mis mensajes. Había unos cuantos centenares. El último, de Lomax, había sido enviado aquella misma mañana:

¿Has acabado ya la historia de los perros de rescate?

Era su manera de darme la bienvenida.

Poco después de las diez de la mañana, Lomax nos pidió a Mason y a mí que fuésemos con él al despacho del director del periódico.

—Quiero que me digáis la verdad —dijo Pemberton—. ¿Quién de los dos escribió el artículo sobre los incendios la primavera pasada?

—Lo hizo Mason —dije yo.

—Fue Mulligan —replicó Mason.

—Ya veo. Bien, ¿qué tal si compartís la firma? Si os ponéis los dos a trabajar en ello esta tarde y lo actualizáis, abrimos con esa noticia mañana.

—Por supuesto —dije—. Pero hay unos cuantos detalles que tendré que omitir.

—¿Por qué lo podemos publicar ahora y no la primera vez que hablamos?

—Porque los muertos no ponen demandas —contestó Lomax.

A media tarde sonó el teléfono de mi escritorio.

—¿Mulligan?

—Sí.

—He oído que has vuelto al trabajo.

—Has oído bien.

—Me alegro.

—¿Para eso me llamas? ¿Para darme la bienvenida?

—Sólo quería disculparme.

—No te creo.

—No quiero que acabemos así.

—¿Y cómo quieres que acabemos?

—¿Te acuerdas de ese fin de semana romántico del que hablamos? Todavía podemos disfrutarlo. ¿Por qué no te vienes este fin de semana? O, si no, también puedo acercarme yo a verte.

—Estoy liado.

Se quedó callada un instante. Podía escuchar su respiración.

—No significaba nada para mí.

—Lo puedo entender, ¿pero crees que eso mejora la situación?

No tenía contestación, así que no dijo nada. Seguía notando su respiración. Durante mi ausencia, la compañía de teléfonos había obrado un pequeño milagro: podía respirar el aroma suave que emanaba de su nuca. Sus labios rozaban mi mejilla y me hacían temblar.

—¿No me echas de menos?

—Dios, claro que sí.

—Entonces, ¿por qué no me perdonas?

Los predicadores siempre dicen que perdonar es bueno para el alma. Que hace más por la persona que perdona que por la que es perdonada. Que despeja la mente de ira y resentimiento. Menuda mentira.

—Mulligan, perdóname por favor.

—No lo voy a hacer precisamente porque me lo pide todo el cuerpo sin tener en cuenta las consecuencias y porque has contado con eso desde el principio.

—Perdona, ¿cómo dices? No te he entendido.

No dije nada. ¿Es que la gente ya no ve «El halcón maltés»?

—No entiendo lo que está pasando —prosiguió con voz abatida, más cerca de un gemido—. ¿Quién era el individuo del arma? ¿Por qué le disparó a Brady?

—Porque se lo merecía —dije—. Mira la página web del periódico mañana y te enterarás de todo el asunto.

—Me podrían haber matado también a mí —dijo—. ¿Acaso no te importa?

—Tienes suerte de que no fuera yo el que sostenía el arma —dije antes de colgar.

Al acabar la jornada, Gloria me invitó a una copa en el Trinity Brewhouse.

—¿Qué pasa con Hopes? —pregunté.

—Prefiero venir aquí ahora —me dijo—. Ya no me paso mucho por Hopes.

Durante un segundo me imaginé una velada romántica con Gloria. Durante los últimos meses me habían apaleado, traicionado y había sufrido una gran pérdida, y ahora necesitaba que alguien me abrazara. Pero no podía ser Gloria. Al menos, de momento. Todavía me dolía pensar en Veronica, y Gloria no era una mujer con la que se pudiera jugar. Le dije que estaba cansado. Le dije que solo me apetecía irme a casa.

Pero no fue eso lo que hice.

Arranqué la multa de mi limpiaparabrisas, la planté en el BMW del director y conduje hasta la calle Camp para ponerme al día con Jack Centofanti. Después entré en Hopes y me encontré a McCracken bebiendo solo en una mesa al fondo del bar.

—O sea —susurró en cuanto me senté enfrente de él con mi refresco—, que soy cómplice de asesinato.

—Siento haberte tenido que involucrar.

—No, está bien. Sólo me preocupa una cosa.

—¿Qué?

—Que el profesional que encargaron para provocar los incendios sigue por ahí suelto, disponible para el próximo capullo que se le ocurra quemar algo.

—El tipo que atacó a Gloria y que mató a Rosie también sigue por ahí suelto —añadí.

—Probablemente se trate del mismo individuo.

Cuando se fue, intenté ligar con Annie y le pregunté a qué hora libraba. Se rio y me dio calabazas, por lo que me terminé el refresco y llegué al Good Time Charlie justo cuando Marie acababa su turno.

Me la camelé invitándola a cenar en el bar de Charlie. La traje a casa y nos acostamos. Era atlética y puso mucho entusiasmo. Pensé que le podría dar alguna lección a Veronica. Así de resentido estaba…

Al día siguiente por la mañana me despertaron los gritos con los que Angela Anselmo llamaba a sus hijos. Me levanté y me metí en el baño. Me fijé en que el cepillo de dientes amarillo de Veronica seguía en el vaso sobre el lavabo. Lo cogí, lo partí en dos y lo tiré a la papelera.

Me di una ducha con Marie. Me frotó la espalda y yo hice lo mismo, despacio, tomándome mi tiempo. Después, cuando ella se estaba vistiendo, noté ciertos ruidos al otro lado de la puerta.

Me asomé por la mirilla pero no pude ver nada más que la escayola descascarillada de la pared de enfrente. Giré la manilla, abrí la puerta de golpe y descubrí algo negro y peludo sentado en el umbral.

¡Teclado! —exclamé.

Se me echó encima de un salto que casi me tira al suelo.

Su pelo lacio olía mal. Tenía una nota sujeta bajo el cuello de la correa. Decía: «Ahora te encargas tú de la perra una temporada».

La alimenté con sobras de la nevera. Luego, Marie me ayudó a bañarla.

—¿Qué voy a hacer contigo? —dije en alto mientras le aclaraba el jabón de los rizos que se formaban en su gruesa mata de pelo. Teclado ladeó la cabeza y me miró con sus brillantes ojos marrones. Al casero le iba a dar un ataque, y con mi horario de trabajo ¿cómo iba a poder encargarme de ella?

Y entonces caí en la cuenta.

Había una pareja encantadora en Silver Lake que estaría encantada de cuidar de la perra.