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El martes, repantingado delante del televisor de mi tía, me quedé dormido viendo el último partido de la temporada regular. Fue un partido aburrido, un mero entrenamiento frente a los Yankees.

Aquel fue el día en que por fin saltó todo a la luz. La noticia apareció en el periódico del día siguiente con un llamativo titular.

Según algunos testigos, poco después de mediodía apareció un sujeto con gabardina negra hasta el tobillo que cruzó con rapidez la entrada de Construcciones Dio. Entró en las dependencias y se plantó delante del despacho de Johnny Dio.

—Me pareció extraño —dijo su secretaria a la pareja de Homicidios poco después—, porque no llovía.

Pero en su lugar, lo que le dijo al individuo fue:

—¿Puedo ayudarle en algo?

El hombre pasó a su lado como una exhalación, abrió la gabardina como si se tratara de Doc Holliday y sacó una recortada con empuñadura Mossberg de 8 cartuchos. Abrió la puerta de entrada al despacho, disparó tres ráfagas y dejó caer el arma al suelo. Le dijo a la secretaria que esperara diez minutos antes de llamar a la policía y salió tranquilamente.

—¡Fue todo tan rápido! —les dijo la secretaria a la policía.

Le fue imposible dar una descripción del asesino.

Mientras Dio se desangraba en su despacho, unos disparos interrumpieron el pacífico ambiente del comedor del restaurante Camille’s en la calle Bradford. Tras los sucesos, nadie pudo recordar cuántos hombres armados habían entrado o qué aspecto tenían, ni siquiera por qué puerta habían salido. Todo lo que podían afirmar era lo que resultaba evidente a la policía: que Vinnie Giordano había disfrutado por última vez de las merecidamente célebres «Almejas a la Giovanni» del chef Granata.

Brady Coyle no estaba al corriente de estos hechos mientras disfrutaba de su copa de Russian River y ojeaba el menú junto a su acompañante en el Capital Grille. Ella se decidió por los calamares fritos y la ensalada de langosta de Maine. El se decantó por la crema de almejas y el salmón con salsa de cítricos. Mientras esperaban la comida, él le contaba chistes sobre abogados. Ella jugueteaba con la pequeña máquina de escribir de plata que llevaba colgada al cuello. Había venido desde Washington para verle y él pensaba sacarle todo el partido posible a aquella visita. Alargó el brazo por encima de la mesa y le cogió la mano.

Mientras disfrutaban de sus platos, el Canal 10 interrumpió la programación con un boletín de noticias sobre un tiroteo en Camille’s. Pero como el volumen de la televisión que había encima del bar estaba muy bajo, ninguno de los dos le prestó atención. Decidieron pasar al postre.

Él pagó la cuenta y dejó una generosa propina. Al salir a la acera ella se puso de puntillas mientras él se inclinaba para darle un beso. Por el rabillo del ojo, ella vio que se aproximaba un hombre. De un metro setenta aproximadamente, no mucho más alto que ella pero fuerte. En su cabeza afeitada se podía ver unas manchas rojas escamosas.

El hombre sacó una pequeña pistola negra y la apretó contra la oreja de Coyle.

Ella gritó.

Sonó un disparo. Ella se sorprendió de que el estruendo no fuese mayor.

El cuerpo de Coyle se desplomó sobre el bordillo.

El hombre le disparó tres veces más, para asegurarse. Luego se giró y la miró como pensándoselo. Todavía le quedaban dos balas a su Raven Arms del calibre 25.

—No —rogó ella—, no, por favor.

El tipo se encogió de hombros y dejó caer el arma, que aterrizó sin hacer ruido sobre el cadáver de Coyle. Acto seguido, el pequeño matón cruzó la calle y se fue dando un paseo por Burnside Park con toda la tranquilidad del mundo.

A la mujer le empezaron a temblar los hombros. Por un momento pensó que iba a vomitar aquella costosa comida. Consiguió recobrar la compostura, abrió el bolso, sacó una libreta y un bolígrafo y empezó a tomar notas.

Leí el descriptivo artículo sobre los tiroteos que escribió Mason para el periódico. En el Washington Post, en un artículo trepidante, Veronica contaba la ejecución de Coyle en primera persona. Al parecer, su informante le había prestado un último servicio.