El sábado por la mañana decidí gastarme unos dólares en dos Cds de Tommy Castro en la tienda de Satellite Records en Boston. Take the Highway Down sonaba a todo volumen en los altavoces del coche de mi tía mientras conducía hacia el sur por la 24 hacia Newport. Tenía guardados en el maletero los planos y la cinta que me había traído McCracken. Mientras avanzaba por la avenida Ocean en busca de una dirección, puse la canción You Knew the Job was Dangerous.
La casa era un chalé descomunal de piedra desgastada estilo Nantucket y contaba con un amplio porche pintado de blanco y un jardín de un verde un tanto artificial. Estaba encaramado en lo alto de un peñasco que ofrecía unas maravillosas vistas al mar.
Al entrar en el camino de acceso a la casa, aparecieron dos guardaespaldas que me obligaron a parar y a salir del coche. Vestían trajes azul marino de raya diplomática, y por la forma en que les pesaba la chaqueta supe que iban armados.
Me cachearon, me pidieron amablemente que me quitara la cazadora de David Ortiz para asegurarse de que no llevara ninguna grabadora. Luego procedieron con el coche. Tantearon bajo los asientos, en la guantera y me pidieron que abriese el maletero para inspeccionarlo. Cuando terminaron, me indicaron que siguiera camino arriba hasta aparcar bajo los árboles de la entrada. Me aproximé a cinco Cadillac nuevos cuya carrocería estaba convenientemente protegida del sol bajo unos robles frondosos. Todos los coches tenían el emblema de Cadillac Frank fijado junto a las luces de freno.
Al cruzar el jardín en dirección a la casa apareció el Colillas y se acercó a saludarme. Luego me cogió del brazo y me llevó a la parte de atrás de la casa, donde se mezclaban el olor a buena cocina con la brisa salada proveniente del mar. Un viejo menudo con una espátula en la mano manejaba varias parrillas cargadas con chuletas, pechugas de pollo y salchichas. Tres hombres algo más jóvenes en pantalones cortos de color blanco y camisas de Tommy Bahama se relajaban junto a una piscina de agua cristalina. Chicas en biquinis y tanga se paseaban entre ellos con bandejas llenas de vasos con bebidas heladas decorados con pequeñas sombrillas.
—Me gusta —dije.
El Colillas me miró y sonrió.
—¿Qué te esperabas? ¿La carnicería de Satriale?
Zerilli me presentó a los demás, aunque yo ya me sabía los nombres.
Giuseppe Arena, en libertad bajo fianza por su condena por el escándalo del Sindicato de Trabajadores, dejó la espátula, se secó las manos en el delantal y me estrechó la mano derecha entre las suyas.
—Gracias por venir —dijo—. Tómate algo. A la carne le quedan unos minutos.
Comimos con cubertería de plata Gorham, intentando que los platos de porcelana de Limoges que sujetábamos en el regazo no acabaran en el suelo. De los altavoces que había en la piscina salía una música suave. Joan Armatrading, Annie Lennox, India Arie, unas voces relucientes a juego con el océano Atlántico de aquel día espléndido de finales de septiembre.
Me giré hacia el Colillas, que estaba intentando montar un bocadillo de una montaña de salchichas, tomates, pimientos, berenjena y pan italiano.
—Me encanta la música.
Sonrió de nuevo.
—¿Qué te esperabas? ¿Wayne Newton?
La conversación fue pasando de los Red Sox a los atributos de las camareras y vuelta a los Red Sox. Mi equipo había vuelto a la carga sin darme cuenta y se habían asegurado un puesto en los play-offs. Los habitantes de Rhode Island se habían lanzado a apostar ante la inminente final, así que Zerilli se preparaba para hacer su agosto.
Hacia las tres de la tarde, cuando nos retiraron todos los platos, me acerqué al coche para sacar los documentos. Arena nos condujo cuesta abajo a través del jardín, hacia un rompeolas que se adentraba unos cuarenta metros en el mar. A medio camino había dispuesta una mesa con un mantel blanco, copas y unas garrafas de vino blanco y tinto. Era imposible que hubiera micrófonos en un lugar así.
Arena presidió la mesa y los demás nos fuimos sentando a medida que Zerilli nos iba llenando los vasos. Arena, desfalcador y anfitrión. Carmine Grasso, el mayor perista de Rhode Island. Cadillac Frank DeAngelo, comerciante de coches y jefe de la mayor red de robos de coches de todo el estado. Chantajes Baldelli, el rey de los trabajos amañados. Y el Colillas, el corredor de apuestas ilegales más exitoso de Rhode Island.
Curiosamente, ni Johnny Dio ni Vinnie Giordano estaban presentes. Otros dos guardaespaldas más, con los mismos trajes de raya diplomática, se quedaron al borde del rompeolas, prismáticos colgados del cuello, asegurándose de que ninguno de los veleros que navegaban con la suave brisa se acercara demasiado.
Hubo un tiempo en el que Raymond L. S. Patriarca dominaba los negocios ilegales desde Maine hasta Connecticut desde su pequeña tienda en la avenida Atwells. Pero durante los años setenta y ochenta, el FBI empezó a utilizar toda la nueva tecnología a su disposición, la vigilancia electrónica y la ley RICO para intentar desmantelar el crimen organizado en Rhode Island y en todas partes. Ahora, la mafia local funcionaba a pequeña escala. Intentaban rascar algo de las grandes organizaciones criminales que gobernaban los cárteles de la droga, las apuestas ilegales, los casinos y los servicios de compañía que te permitían elegir la prostituta desde su página web.
—Está bien —dijo Arena—. Veamos qué nos has traído.
Distribuí los planos y pliegos de construcción por toda la mesa. Los hombres se levantaron y se inclinaron sobre ellos para ver mejor. El Colillas apuntó a la etiqueta de la esquina derecha del plano, donde se leía el nombre de «Construcciones Dio» y masculló un insulto.
Cuando acabaron de analizarlos, les puse encima de la mesa las facturas por los servicios de tramitación de constitución de las empresas. Arena los cogió de la mesa, los examinó y los pasó a los demás.
Una vez vistos, encendí la grabadora. Era difícil escuchar bien con tanto chillido de gaviotas y el romper de las olas en las rocas.
—Ponía otra vez —pidió Arena.
Cuando llegó a la parte en la que Giordano mencionó la vacante que había surgido en Little Rhody Realty, Grasso cogió la grabadora, rebobinó y lo volvió a escuchar.
—Cheryl Scibelli era la hija de la hermana de mi mujer —dijo.
Después de escuchar la cinta entera hasta el final, apagué la grabadora. Todos estábamos en silencio. Arena echó su silla para atrás, se levantó, se giró y estuvo un rato observando el mar.
Tardó un minuto, quizá dos, en volver a reunirse con nosotros en la mesa. Tenía varias preguntas que hacer. Quería saber de dónde había sacado los planos. Le dije que los había robado del despacho de Brady Coyle. También cómo habían llegado a mis manos los registros de facturación. Me negué respetuosamente a contestar esa pregunta.
—¿Mi propio abogado es el que está metido en esto? —exclamó Arena.
—En efecto —contesté, y le conté entonces que era Coyle el que había estado filtrando información del juicio al periódico.
—¿Estás completamente seguro?
—Lo estoy.
—¿Por qué demonios haría algo así?
—¿Habrías dado el visto bueno a los incendios? —pregunté.
—Haber quemado un almacén para cobrar el seguro, eso sí. No tendríamos problema con eso. ¿Pero incendiar un barrio entero, quemar bebés y bomberos? ¿Calcinar el supermercado del Colillas? ¿E involucrar a la sobrina de Carmine y luego cargársela para cerrarle la boca? ¡Dios! Eso por supuesto que no.
—Coyle lo sabe —dije—. Por eso se está asegurando de que te encierren, para quitarte de en medio.
Arena se acercó a mi lado. Me volvió a tomar las manos entre las suyas y después me pasó el brazo por el hombro.
—Estamos todos en deuda contigo —afirmó.
Era la señal para marcharme. Recogí los documentos de la mesa, guardé la grabadora en el bolsillo del vaquero y fui subiendo por el césped poco a poco cuesta arriba hasta llegar a la casa.