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A la mañana siguiente pedí prestado a la tía Ruthie su inmaculado Camry de tan solo dos años y me dirigí hacia el sur por la interestatal I-95. Una hora después salí de la carretera en la avenida Branch, aparqué junto a la puerta de entrada del cementerio North Burial Ground, abrí el maletero y saqué mi camión Tonka. Un montón de crisantemos muertos se amontaban contra la lápida de Scott y Melissa Rueda. Dejé el juguete sobre su tumba y retiré las flores.

Luego me dirigí al coche y llegué hasta el Swan Point Cemetery. Rosie estaba enterrada entre rododendros, a unos cincuenta metros al oeste de donde habían enterrado el cuerpo de Ruggerio Bruccola, El Puerco Ciego. Sobre la tumba había un montón de flores ya marchitas. Quité todo excepto los recuerdos que habían dejado allí sus compañeros: tres cascos, una boquilla de bronce de una manguera, varias docenas de insignias del Cuerpo de Bomberos de Providence y otros tantos de otros cuerpos de bomberos. Rodeé la lápida con una sudadera firmada por Manny Ramirez, me arrodillé y hablé con ella un rato. Recordamos viejos tiempos del instituto, cuando nos entreteníamos viendo los remolcadores abrirse camino por el río Seekonk. Le tomé el pelo por el horrendo vestido de color neón que había llevado a la fiesta de la promoción. Ella se rio de mis tiros con la zurda en la cancha. Estuvimos de acuerdo en que aquella vez que nos habíamos acostado juntos había sido un error, pero no sabíamos muy bien si el error había sido el haberlo hecho o el no haber continuado.

—Siento mucho haberme perdido el funeral, Rosie. Sabes que me habría gustado estar ahí, pero la tía Ruthie me quitó la idea de la cabeza. Si llego a ir, probablemente estaría ahora bajo tierra, a tu lado.

Cuando me resultó imposible oír su voz y aquella charla entre dos amigos dio paso a una conversación entre un vivo y un muerto, me volví al coche llevándome la sudadera conmigo. A ella le gustaría que se la llevara de nuevo en la siguiente visita y no tenía sentido dejarla allí para que se la llevara cualquier vándalo.

Tomé un atajo por el estadio de la Universidad de Brown y giré el coche de Ruthie por la avenida Doyle. El supermercado era ahora un cascarón ennegrecido y el Colillas estaba de pie, supervisando un rastrillo para vender productos dañados por el fuego. Aparqué, me acerqué hasta donde estaba y le estreché la mano.

—¿Te conozco?

—Claro que me conoces.

—Me vas a tener que refrescar la memoria.

—Mira bien —dije quitándome las gafas de sol.

Hizo un gesto como para intentar reconocerme y por fin dijo:

—¡Menos mal! No te creía de los que se suicidan.

—¿Te ha costado reconocerme por la barba?

—Sí, pero lo que realmente me ha despistado ha sido esa gorra y cazadora de los Yankees. Un disfraz cojonudo.

—Date un paseo conmigo.

—Espera un segundo —dijo.

Entró en las ruinas que quedaban en pie atravesando la puerta calcinada. Un par de minutos más tarde salió trayendo consigo una pila de seis cajas de puros.

—Mejor que los tengas —dijo—. El calor los ha secado, pero si les pones unos gajos de manzana dentro puede que recuperes alguno.

Le di las gracias y guardé las cajas en el maletero del coche. Después nos dimos un paseo bajo la hilera de viejos arces medio muertos que recorrían la acera.

—Siento mucho lo de Rosie. Sé que estabais muy unidos —dijo.

—Era mi mejor amiga —contesté.

—John McCready era mi mejor amigo, así que sé bien lo que debes sentir. —Abrió los brazos en un gesto de impotencia—. ¡Tantos malditos incendios y tanta gente muerta!

—Siento lo del supermercado —dije.

—A la mierda. Es lo de menos.

—¿Vas a volver a levantarlo?

—Abro la semana que viene una tienda en la calle Hope —dijo—. Es un sitio muy bueno. Giordano me lo ha ofrecido a cambio de este sitio. Creo que tiene intención de construir algo aquí. Muy amable por su parte, la verdad. Y pensar que le tenía por un gilipollas.

—¿Siguen patrullando los DiMaggios?

—El grupo se desmanteló en junio, cuando parecía que lo de los incendios se había terminado. Fue un maldito error. Desde anoche han vuelto otra vez a las calles. Si pillan al capullo que me incendió la tienda te aseguro que esta vez no voy a llamar a la policía. Le mando directamente a la incineradora de residuos de Field’s Point.

—Quienquiera que sea ese tipo —le dije—, es solo la mano ejecutora. ¿Quieres que te cuente quienes son los cabrones que están detrás de los incendios?