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Lo único que podía hacer era escapar.

Al día siguiente, por la mañana, crucé la bahía de Narragansett atravesando los grandiosos puentes de Claiborne Pell y Jamestown. Cuando llegué al pueblo de West Kingston, aparqué el coche de Gloria en la estación y compré un billete hacia el norte.

Cuando pasamos por la estación de Providence, escondí la cabeza en un periódico y la mantuve así hasta que llegamos a la estación sur de Boston. Antes de bajarme, encendí el teléfono y lo escondí entre dos asientos. Si Giordano había encargado a algún policía amigo suyo que me localizara por el móvil, se iban a volver locos siguiéndome arriba y abajo por la vía del tren hasta que se le terminara la batería.

La tía Ruthie, contenta de tener compañía, me acomodó en la antigua habitación de mi primo.

Compré un Nokia de prepago para estar al corriente de lo que pasaba en Providence. McCracken me contó que tenía los planos y la grabación de Giordano guardados en su caja fuerte, y que, hasta donde podía saber, nadie más que Mason y él mismo estaba al corriente. El Colillas me comentó que se rumoreaba que habían pagado a alguien para que se encargara de mí y me preguntó en qué demonios de lío me hallaba metido. Mason me dijo que no creía que fuesen a por él, pero que, por si acaso, su padre había contratado a un par de exfuncionarios del Departamento del Tesoro como guardaespaldas. Jack me tranquilizó diciendo que Polecki y Roselli no le habían hostigado últimamente, pero que todavía no era bien recibido en el parque de bomberos. A Gloria le había ido bien la primera operación y me dijo que su madre había encontrado el coche donde le había indicado. Rosie, en cambio, seguía en estado crítico.

No le di mi número a nadie, ni dije dónde estaba.

Me dejé crecer la barba y el pelo. Me sorprendió que me salieran tantas canas en la barba. Entre semana, cuando mi tía Ruthie se iba a trabajar al Fleet Bank, me iba a echar un partido de baloncesto al polideportivo o me quedaba en su sillón de tapicería adamascada devorando novelas policíacas de Ed McBain. Estaba acostumbrado a escribir todos los días y lo echaba de menos. Al cabo de dos semanas, me había leído tantas novelas policíacas que casi empecé a creer que era capaz de escribir una. Llené sesenta páginas aporreando la vieja máquina Smith Corona de mi tía antes de asumir que estaba equivocado.

Rosie y Veronica me perseguían en sueños. Cada mañana me despertaba con la sensación de tener un alambre de pinchos atado al pecho. Lo primero que hacía, antes de desayunar con la tía Ruthie, era llamar para conocer el estado de Rosie. Y cada día, la opresión que sentía en el pecho crecía un poco más.

Ruthie insistía en encargarse de la compra y no quería ni oír hablar de que la ayudara con el alquiler. De esta manera, como mis gastos se limitaban a mi antiácido Maalox y a mis puros, los dos mil seiscientos dólares de la paga de vacaciones que había retirado antes de marcharme de Rhode Island me iban a llegar hasta Navidades. No me atrevía a utilizar la tarjeta de crédito.

Nos pasábamos las noches y los fines de semana sentados en su sala de estar, viendo jugar a los Red Sox en la televisión. A principios de junio, Ortiz estaba fuera de juego por un desgarro en un tendón, Ramirez se recuperaba poco a poco de otra lesión y el equipo iba un juego y medio por detrás de los presuntuosos Ravs.

Los días lluviosos utilizaba el portátil de Ruthie para comprobar las noticias que venían de Providence. Cuando el tiempo lo permitía, me iba hasta Cambridge y compraba el periódico de Providence en el quiosco de prensa de Harvard Square. Los titulares veraniegos preconizaban la ventaja del alcalde Carozza en las elecciones, amaños del departamento de Transportes, sobornos en Pawtucket, otro cura pedófilo y sesenta y tres parroquianos intoxicados por comer marisco en mal estado en la comida anual de la Iglesia del Santo Nombre de Jesús. Ninguna historia estaba firmada por mí. Lo echaba de menos.

Intenté distraerme de todos esos viajes diarios en metro leyendo los grafitti o inventándome la vida del resto de pasajeros. Pero se me iba la cabeza pensando en Veronica. Me la imaginaba sentada a mi lado, intentando darme la mano. Me imaginaba distintas conversaciones con ella, intentando buscar explicaciones para su traición. Cada día me ofrecía una excusa diferente, aunque en el fondo daba igual. Las personas se definen por sus actos.

Durante ese verano se produjeron algunos fallecimientos tristes. Primero fue George Carlin. Luego otro favorito, Bernie Mac. Nunca creí en esa superstición de que las muertes vienen de tres en tres, aunque me sorprendí a mi mismo temiéndome lo peor. Entonces, Carl Yastrzemski fue ingresado en un hospital para un triple bypass. Yaz había sido uno de los jugadores favoritos de mi padre, por lo cual también lo era mío. Pero dadas las alternativas, casi deseaba que fuese él el tercero en morir.

Las noticias sobre el futuro de la prensa escrita eran desalentadoras. En un intento desesperado de evitar los números rojos, todos los periódicos del país estaban bajando sueldos y echando a miles de personas a la calle. The Miami Herald, The Courier-Journal de Louisville, Los Angeles Times, The Kansas City Star, The Baltimore Sun. The San Francisco Examiner, The Detroit News, The Philadelphia Inquirer… Ni siquiera se salvaban The New York Times o The Wall Street Journal.

A finales de julio ya había dejado de ser sospechoso y volvía a tener trabajo. La abogada de Wu Chiang, más agradecida de lo necesario por lo registros de la VISA que le había mandado, siguió al pie de la letra las indicaciones que me dio aquel día Brady Coyle y facilitó a Polecki mis coartadas. También le obligó a disculparse públicamente y a limpiar mi reputación. Polecki hizo todo lo que pudo para retrasarlo, pero al final, a regañadientes, emitió el comunicado. La policía había levantado el requisamiento del Bronco y del revólver de mi abuelo. La abogada me los guardaría. Tampoco le di a ella mi número de teléfono.

Me quería ir a casa. Echaba de menos el olor a sal, gasolina derramada y marisco podrido que emergía de la bahía como Lázaro de la tumba. También echaba de menos el sonido ronco de los remolcadores multicolor que arrastraban las barcazas río arriba, y cómo el sol teñía del color dorado de una moneda antigua la cúpula de mármol del Parlamento estatal. Echaba de menos el tatuaje de Annie, el sombrero de Mason, las tortillas de Charlie, los habanos de Zerilli, los apretones de manos de McCracken, los insultos italianos de Jack y el ojo sano de Gloria. Echaba en falta saberme el nombre de todo el que me encontrara por la calle.

Pero todavía tenía un precio puesto a mi cabeza. Y era solo cuestión de tiempo que el periódico de Providence siguiera la tendencia actual y empezara a echar a gente. No sabía si tendría trabajo a mi vuelta, suponiendo que fuese seguro volver a casa.

Una tarde, Ruthie sacó un álbum de fotos. Lo estuvimos viendo juntos en el sofá. Ruthie y su hermana, mi madre, con raquetas de tenis y posando para la cámara. Su padre, orgulloso en su uniforme del departamento de Policía de Providence, luciendo un montón de medallas. Aidan y Meg abriendo regalos navideños. El pequeño Liam jugando con un camión.

Cuando tenía seis años, ese camión y yo éramos inseparables. Incluso dormía con él.

—¡Caray! —exclamé—. Se me había olvidado cuánto me encantaba ese trasto.

Ruthie sonrió, se levantó y rebuscó en un armario del pasillo hasta que dio con el camión. Me lo trajo hasta el sofá. Lo recordaba enorme, pero cuando me lo dio me sorprendió ver lo pequeño que era en realidad.

—Lo rescaté del sótano después de morir tu madre —me dijo—. Deberías tenerlo tú.

Era capaz de dormir con él. Mejor que dormir solo.

A primeros de agosto, los dueños del periódico, finalmente cansados de perder dinero, echaron a ciento treinta empleados. Ochenta de ellos eran personal de la redacción. Llamé a Mason para enterarme de los nombres: Abbruzzi, Sullivan, Ionata, Worcester, Richards… Muchos viejos amigos.

—Gloria y tú estabais también en la lista —dijo Mason—. Pero he hablado con mi padre.

Me emocionó que hubiera hecho algo semejante por mí. No me extrañaba que hubiese cumplido su promesa con Gloria. Pero si los lectores y los publicistas nos seguían dando la espalda, estos no serían los últimos despidos. Ni siquiera Mason podría salvarnos la próxima vez.

A mediados de agosto, los Yankees estaban acabados. Sus jugadores estrella parecían rendidos y derrotados y a los pitchers jóvenes, en los que habían puesto tantas esperanzas, les faltaba todavía experiencia para las grandes ocasiones. Pero los Sox seguían siete partidos por detrás de los sorprendentes Ravs, y varios de nuestros jugadores estaban lesionados. Ortiz se había recuperado de su lesión en la muñeca, pero no era el mismo. Y el mejor, Manny Ramirez, ya no estaba en el equipo. Lo habían vendido a los Dodgers después de quejarse demasiadas veces sobre su contrato de veinte millones de dólares. Me preguntaba qué pensaría de eso Rosie. En cuanto a mí, después de todo lo que había pasado, era difícil que me importara demasiado lo que ocurriera en el mundo del béisbol.

Un domingo por la tarde, a principios de septiembre, el titular de primera página del periódico de Providence captó inmediatamente mi atención antes de que llegara a cogerlo del expositor: «Los incendios han vuelto a Mount Hope».

Me llevé el periódico al Algiers Coffee House que hay en la calle Brattle y lo leí mientras sorbía una taza de café arábico y un bocadillo de salchichas de cordero. Había ardido un dúplex en la calle Ivy y otro había devastado el supermercado de Zerilli, en la avenida Doyle. La noticia llevaba la firma de Mason y citaba a Polecki, quien aseguraba que los incendios parecían, desde luego, intencionados, aunque la investigación estaba todavía en curso. Cuando fui a la página ocho para continuar leyendo, me encantó ver que la fotografía del artículo estaba firmada por Gloria.

La noticia de Mason especulaba con la posibilidad de que los incendios hubieran vuelto después de un verano tranquilo y de que la policía y los vigilantes voluntarios del barrio, el grupo llamado los DiMaggios, hubiesen bajado la guardia. Pensé en comentarle a Mason que no debía abusar de los clichés.

Intenté llamar al Colillas, pero el número de su casa no estaba en el listín y los teléfonos de su tienda se habían convertido en cables fundidos.