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Diez minutos después, estaba aparcado en doble fila en la calle Fountain con el motor en marcha. A las siete menos cuarto, un Mitsubishi Eclipse gris salió del aparcamiento que hay enfrente de la redacción. Dejé pasar unos cuantos coches y luego empecé a seguirlo. El Eclipse giró a la derecha en Dye y se incorporó a la I-195, cruzando a toda velocidad el río Providence.

Las series de policías hacen ver que perseguir a alguien es algo complicado. Nada de eso. Cuando conduces un coche que no llama la atención, el tráfico es fluido y la persona a la que persigues no tiene motivos para pensar que la están siguiendo, es tan fácil como alcanzar una base cuando Wakefield lanza una de sus bolas con efecto.

Al llegar a East Providence, giramos al sur en la carretera 114 hacia la lujosa zona residencial de Barrington. Quince minutos más tarde, el Eclipse se paró delante de un jardín bien cuidado perteneciente a un chalé grande estilo Tudor.

Seguí avanzando media manzana más, mientras Veronica salía del coche y lo cerraba. Empezó a subir por el camino de entrada a la casa. Un hombre con una copa de vino en la mano abrió la puerta. El hombre le ofreció la copa y ella accedió. Después, se puso de puntillas y él se agachó para besarla.

Mientras me marchaba, Veronica y Brady Coyle seguían besándose en la puerta.

No me apetecía demasiado volver a Providence. Tomé la 114 en dirección sur, hacia Newport, y aparqué en la avenida Ocean. Me quedé allí toda la noche, escuchando el romper de las olas contra las rocas. Pensé en la muerte de los gemelos, en Tony, en el señor McCready. Me acordé de los agujeros de bala en el cuerpo de Cheryl Scibelli. Pensé en Rosie. Me pregunté si Veronica le habría pedido a Coyle que se hiciera la prueba del sida. También me pregunté si alguna vez le habría hablado del futuro, si le habría contado que ella era digna hija de su padre. Desde luego, ya no era digna de mí.

Me pregunté cómo no lo había visto venir.