Estuve toda aquella tarde escondido en el despacho de McCracken, fumando y matando el tiempo. Jugueteé con el móvil, cambié el tono de llamada al del Peter Gunn Theme. Eran alrededor de las cinco y todavía no sabía nada de Mason. Me estaba empezando a poner nervioso.
Justo entonces sonó la melodía en el móvil.
—¿Qué tal ha ido?
—No muy bien.
—¡Mierda!
—Ya. Después de que Lomax y Pemberton se cargasen el artículo, subí al despacho de mi padre, pero la respuesta fue la misma.
—Empieza a contarme todo desde el principio, Edward.
—¡Oye! Es la primera vez que me llamas por mi nombre.
—Sí, sí, venga, cuéntamelo todo.
—Para empezar, Lomax no paraba de preguntar si había reunido toda esa información yo solo. Quería saber si me habías ayudado.
—Y tú le contestaste…
—Que era todo de mi cosecha.
—¿Y te creyó?
—Lo dudo mucho, pero lo dejó pasar.
—¿Y después qué paso?
—Me preguntaba mucho sobre las fuentes. De dónde había sacado los planos. De dónde venían los registros de facturación. Cómo podía saber que eran auténticos.
—¿Y qué le dijiste?
—Que no podía revelar mis fuentes.
—¿Y entonces?
—Lomax dijo que ningún periódico se atrevería a jugarse su reputación por un artículo de un periodista novato que además no revelaba sus fuentes. Ni siquiera si ese periodista novato era el hijo del dueño. Cuando insistí, accedió a discutirlo con Pemberton. Entró en la «pecera» del jefe y lo estuvieron discutiendo un rato. Estaban en medio de la charla cuando Pemberton recibió una llamada, habló unos minutos y colgó. Después de media hora salieron los dos y vinieron a verme visiblemente enfadados.
—¿Enfadados por qué?
—Pemberton me preguntó si sabía que toda la historia se basaba en unos documentos que habían sido robados del despacho de Brady Coyle.
—¿Cómo podía Pemberton saberlo?
—La llamada que recibió Pemberton era de Coyle, quien amenazó con demandar al periódico por invasión de la intimidad, difamación y un par de cosas más que ahora no recuerdo.
—¿Cómo es posible que Coyle supiera que pensábamos publicarlo?
—Es exactamente lo que me encantaría saber. En aquel momento perdí los nervios. Les dije unas cuantas cosas.
—¿Como por ejemplo?
—Como que Giordano, Dio y Coyle no son más que basura. Que han provocado incendios y asesinado a mucha gente. Que los tres se iban a librar porque no teníamos las pelotas de denunciarles.
—¡Caray!
—Sí, además lo dije bien alto. Pemberton se limitó a menear la cabeza y a decirme que tenía que crecer. Cuando subí a ver a mi padre, me dijo lo mismo.
—Gracias por intentarlo, Mason.
—Esto no acaba aquí, ¿verdad?
—Puede que no —dije—, pero si cometemos un solo error más hemos perdido el partido.
McCracken y yo nos quedamos un rato lamentándonos cuando de pronto sonó el teléfono.
—Hola, capullo.
—¡Brady! Qué bien que has llamado.
—¿Seguro que te alegras de hablar conmigo?
—Siempre es un placer hablar con un antiguo compañero.
—Perdona si dudo de tu sinceridad. Después de todo, soy basura. Soy un pirómano y un asesino. ¿No es eso lo que va diciendo por ahí tu perrito faldero? Y eso no está bien, Mulligan. Creo que hasta querría que el periódico publicase todo para poder demandaros. Cuando termine, seré propietario hasta de los camiones de reparto.
Entonces empezó a proferir unas sonoras carcajadas. Seguía haciéndolo cuando colgué el teléfono. Era la primera vez que oía a alguien reírse de esa manera. No me gustó demasiado.
Volví a llamar a Mason.
—Escucha, esto es muy importante —le dije—. ¿Quién te pudo escuchar cuando soltaste esa perorata sobre Giordano, Dio y Coyle?
—No estoy seguro.
—Ha sido hace tan solo unos minutos, ¿verdad?
—Sí.
—Levántate y echa un vistazo. Mira a ver quién tienes alrededor.
—A ver… Lomax y Pemberton, por supuesto. Abbruzzi, Sullivan, Bakst, Kukielski, Richards, Jones, Gonzales, Friedman, Kiffney, Ionata, Young, Worcester y Veronica. Es su último día.
—¿Y qué hay de Hardcastle?
—No lo veo. Espera. Sí, aquí está. Estaba saliendo del aseo.
—¿Eso es todo?
—Hay otras personas, pero están demasiado lejos como para haber podido escuchar.
—De acuerdo, gracias —le dije. Y colgué.