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El miércoles por la tarde volví a merodear por Burnside Park. Esta vez me había vestido con una chaqueta nueva, unos Dockers y unas Ray-Ban de pega. Se podría decir que iba a la moda. Yo, en cambio, me sentía disfrazado.

Los mismos vagabundos me pidieron dinero y los mismos camellos me ofrecieron droga. Vi a la misma prostituta adolescente dando un paseo, aunque esta vez del brazo de un concejal. El pitbull no apareció.

Reconocí el número que me estaba llamando al móvil.

—Hola, Veronica.

—Hola, cielo. Siento no haber podido devolverte las llamadas estos dos días, he estado liada.

De nuevo usaba esa palabra, «liada».

—Imagino que has decidido seguir el consejo de Woodward.

—Quiero estar contigo, pero tenemos que ser discretos. La aparición el otro día de Logan Bedford en Hopes me puso de los nervios. Pero todo se va a arreglar pronto, ¿verdad? Cariño, te echo de menos.

—Yo también te echo de menos.

—¿Tienes noticias nuevas sobre Rosie?

—Cuando llamé al hospital, hace media hora, me dijeron que sigue igual, muy grave.

—Va a salir de esta, ya lo verás, cielo. Es una luchadora.

—Desde luego que lo es.

—¿Dónde estás?

Casi se lo suelto, pero me di cuenta a tiempo de que correría menos peligro si no lo sabía.

—En Tampa —mentí.

—¿Qué haces allí? —preguntó.

—Disfrutando de los Red Sox.

—Tenía que habérmelo imaginado. ¿Cuándo vuelves?

—No lo tengo muy claro.

—Mierda.

—¿Qué?

—Tenía la esperanza de tener un encuentro secreto este fin de semana. La semana que viene empiezo a trabajar en el Post.

Mierda. ¿Podríamos mantener la relación a distancia?

Woodward ya no me iba a contratar. Era mercancía dañada.

—¡Oh! —dije—. Bueno, ¿qué te parece si nos montamos un fin de semana de lujuria desenfrenada una vez que se solucione este lío en el que estoy metido?

—Me encantaría.

Colgué y seguí un rato más por el parque. Poco después de las seis de la tarde, vi a una mujer negra escultural salir por la puerta giratoria de la Torre Textron. La mujer cruzó el parque y entró en el Capital Grille. La reconocí por la foto que había en la página web del bufete. Esperé unos minutos antes de entrar en el restaurante.

Yolanda Mosley-Jones estaba sentada, sola, al final de la barra. Su traje color verde militar le daba un aspecto sexy y profesional a la vez. Me senté en una banqueta al otro lado de la barra, le pedí un refresco al camarero y le eché un vistazo al menú con fingido interés. Mosley-Jones se tomó un sorbo del Martini y lo volvió a dejar sobre el posavasos.

A su espalda, cuatro ejecutivos sentados en una mesa se tomaban unos cócteles de colores fluorescentes y aspecto repugnante. Por sus miradas furtivas se podía ver que estaban interesados en la mujer de la barra. Finalmente, uno de ellos se levantó, se aproximó a la barra y se sentó a su lado. No sé lo que le dijo, pero no funcionó. Se volvió a levantar, un poco cabizbajo y se unió de nuevo a sus amigos.

Pasó una media hora. En ningún momento miró su reloj. Tampoco miró el reloj que había detrás de la barra. No parecía estar esperando a nadie. Me acerqué, me senté a su lado y le pedí al camarero que le sirviera otro Martini por cuenta mía.

—Lo siento —dijo—, pero no salgo con hombres blancos.

—Yo tampoco —dije.

Se giró para verme de cara, me analizó de arriba a abajo y frunció el ceño. De repente me había dejado de sentir a la moda.

—¡Oh! —exclamó—. Ya sé quién eres. Has salido en las noticias. Ibas esposado.

—No fue mi mejor momento —dije.

—Brady Coyle me avisó de que podrías intentar abordarme para sonsacarme alguna información. No tengo nada que decirte.

—Entonces no digas nada. Solamente escucha.

—No creo que quiera.

Se giró dándome la espalda, se levantó y cogió el bolso y la Blackberry de la barra.

—Trabajaste en la constitución de Little Rhody Realty.

Me miró por encima del hombro.

—¿Y qué si lo hice?

—Little Rhody es una tapadera de la Mafia que está comprando propiedades en Mount Hope. Son los que están detrás de esos incendios.

Había conseguido captar su atención. Con sus ojos fijos en mí, se volvió a sentar en la banqueta.

—Están quemando las casas de las familias que se niegan a vender. Están calcinando los edificios que compran para cobrar el seguro. Y les da igual quien muera en el camino.

—No te creo —dijo, pero siguió sentada.

El camarero le trajo un Martini y se llevó el otro vaso vacío. Esperé a que se alejara para contarle el resto de la historia.

Cuando terminé, meneó la cabeza como si todavía no se lo acabara de creer. O como si no quisiera hacerlo.

—¿Por qué me lo cuentas a mí?

—Porque he hecho mis deberes. Sé que la casa de tu mejor amiga Amy se quemó en la Noche Infernal y he pensado que quizá te interese hacer algo al respecto. Necesito que me pases una información.

Cuando le dije lo que necesitaba se negó, meneando la cabeza con tal ímpetu que se despeinó completamente.

—Ni hablar. Puede que te crea o puede que no, pero lo que me pides me dejaría sin trabajo. Puedo incluso perder la licencia.

—Hay destinos peores —dije.

Le conté como vi a Rosie sacar el cuerpo destrozado y carbonizado de Tony DePrisco de un edificio en llamas. También el aspecto que tenía Rosie cuando la sacaron de la ambulancia. Y lo que debería haber sentido mi viejo profesor de Literatura, el viejo señor McCready, cuando aspiró la última bocanada de aire antes de morir asfixiado. También le conté las esperanzas que tenían puestas en sus hijos Efrain y Graciela Rueda. Y el aspecto que tenía el pequeño cuerpo de Scott cuando lo bajaron de la vivienda. Cómo el cuerpo de Melissa todavía desprendía humo a través de la sábana en la que estaba envuelta. Y lo que sentí cuando los enterraron.

Le iba a contar como vi el cuerpo agujereado de Scibelli cuando me pidió que parase.

—Por favor, para —dijo, y dio un sorbo largo a su bebida.

—¿Por qué yo? —preguntó—. ¿Por qué no pruebas con los abogados que también dieron de alta las otras tapaderas?

—Ya lo he intentado.

No dijo nada, se limitó a pasar el dedo por el borde de su copa. Tenía unos ojos preciosos y una voz profunda y, por lo que podía ver, unas piernas bonitas bajo su traje.

—No soy del todo blanco —dije—. Esto es solo pasajero.

Se rio un poco, aunque sin alegría. Saqué una tarjeta de visita, taché la dirección, escribí otra y se la metí en el bolso. Acto seguido, saqué mi único billete de veinte de la cartera y lo dejé encima de la barra.