A la mañana siguiente intenté conservar lo más que pude la imagen de una Rosie sonriente, pero para cuando salí de la ducha y me vestí, la imagen ya se había evaporado. Durante el trayecto hasta la cafetería más próxima llamé al hospital. No había habido ningún cambio. Compré un café y un bocadillo y me senté en una mesa cerca de la ventana. Fuera se podía ver el río Blackstone cayendo en remolinos sobre una antigua presa que en otros tiempos había servido de generadora de energía para la primera fábrica textil de los Estados Unidos.
La fábrica, Slater Mill, se había convertido en un museo que conmemoraba el nacimiento de la revolución industrial norteamericana. Supongo que se podía considerar así. Para mí, era el nacimiento del espionaje industrial norteamericano. Fue aquí donde, en 1790, un inglés llamado Samuel Slater construyó las primeras ruecas según unos diseños que había sacado a escondidas de Inglaterra.
Unos niños se bajaron de varios autobuses escolares que había estacionados en el aparcamiento del museo. Me preguntaba si los profesores les contarían a esos chicos que la mayoría de los trabajadores de esas fábricas habían sido niños. Y que trabajaban doce horas diarias respirando un aire contaminado con pelusas; que cuando paraban para descansar un poco eran golpeados por los capataces; que a veces se les enredaba el pelo en la máquina, les arrastraba dentro y los convertía en carne picada.
Estuve un rato pensándolo hasta que decidí abrir el periódico por la sección de deportes. Quería revivir la victoria sobre los Rangers por 8 a 3 de la noche anterior. En ese momento entró Mason. Me saludó, fue a la barra a por café y un bollo, se sentó conmigo en la mesa y se puso a contemplar el museo a través de la ventana.
—Rosie sigue muy grave —dijo.
—Lo sé.
—¿Has visitado el museo alguna vez?
—No desde que era niño.
—El tatarabuelo de mi tatarabuelo, Moses Brown, fue el que atrajo aquí a Samuel Slater y le financió la construcción de la maquinaria necesaria.
—Estaba pensando en eso precisamente.
—Estoy muy orgulloso —dijo.
—Si tú lo dices, Gracias Papá…
Dimos un sorbo a nuestros cafés.
—Gracias por venir hasta aquí.
—De nada —dijo—. Pero ¿por qué estoy aquí?
—Necesito que me guardes una cosa durante un par de días.
—De acuerdo.
—Creo que es justo que te cuente que es algo que no debería tener y que gente muy mala intentará recuperarlo.
—¿De qué se trata? —preguntó.
—Mejor que no lo sepas —contesté.
—¿Dónde lo tengo que guardar? —dijo.
—Es pequeño. Puedes guardarlo debajo de la rueda de repuesto y taparlo con algo.
—Vale.
—¿No me quieres preguntar nada?
—No.
—Un verdadero periodista no aguantaría sin echarle un vistazo —insistí.
—Eso es cierto.
—Mejor que no lo hagas —le dije.
—Pero sabes de sobra que lo haré.
—Está metido dentro de la sección de negocios —dije.
Estuvimos un par de minutos más hablando de Rosie. Después, Mason apuró su café, cogió el periódico, se lo puso bajo el brazo y salió del bar.
Terminé de desayunar, deambulé por la calle en busca de una tienda de electrónica y compré una grabadora sin cable que me costó 21,99 dólares. Acto seguido, anduve una manzana hasta una tienda de ropa y compré una bolsa de deportes, calcetines, ropa interior, artículos de aseo, dos botellas de antiácido, una par de camisetas negras, un par de pantalones de color beis, una chaqueta azul y un par de gafas que podrían pasar por Ray-Ban si no te fijabas demasiado. Me llevé todo al hotel y lo solté encima de la cama.
Volví a llamar al hospital por la noche.
—¿Cómo sigue la jefa Rosella Morelli?
—Muy grave.
Enchufé la grabadora al micrófono del móvil y me tumbé en la cama para ver el partido de los Sox contra los Angels. Los Sox iban perdiendo en la cuarta entrada cuando empezó a sonar la canción de Tammy Wynette que habla sobre «apoyar a tu hombre». ¿En qué habría estado pensando para elegir ese tono de llamada? Era una mierda de canción. Miré quién llamaba y decidí contestar a pesar de todo.
—¡Maldito hijo de puta!
—Buenas tardes, Dorcas.
—¿Con qué perra te has metido en la cama esta tarde, eh, hijo de puta?
—Hablando de perras, ¿qué tal está Teclado? Le estarás dando sus pastillas para los parásitos, ¿verdad?
—Quieres mucho a esa perra, ¿no?
—Cierto.
—Bien. Pues creo que la voy a llevar a la perrera —dijo y colgó con fuerza el auricular. Eso fue una novedad. Normalmente era yo quien colgaba primero.
Teclado odiaba las jaulas. Hacía cuatro años, cuando la dejamos en un hotel para perros mientras nos tomamos unas vacaciones juntos, cosa poco habitual, para ir al Festival de Blues de la Bahía de Monterey, se negó a comer nada hasta que volvimos. Me intenté convencer de que Dorcas estaba bromeando.
Youkills acababa de empatar con un home run cuando sonó el móvil de nuevo. Esta vez no reconocí el número, por lo que encendí la grabadora.