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Compré un café y me fui a pasear un rato a Burnside Park, nombrado en honor a Ambrose Everett Burnside, un general incompetente de la guerra de Secesión cuyo único logro había sido popularizar el tipo de barba que lleva su nombre.

En medio del parque, una cabeza del Señor Patata hacía guardia y saludaba a la estatua ecuestre de Burnside. En uno de los lados de la patata, había un escrito conmemorativo pintado en rojo: «Gracias por los 8000 muertos de Fredericksburg».

Me pidieron dinero una docena de veces y me ofrecieron una variedad de pastillas a precios razonables. También me ladró un pitbull y me gruñó una prostituta adolescente que se sintió rechazada. La chica no me interesaba, pero con el dolor en el tórax que seguía sintiendo la Vicodina era una gran tentación.

Llamé al hospital. Rosie seguía en estado crítico.

Eran casi la una y media cuando Coyle salió de la Torre Textron y, con sus mocasines italianos, se puso a caminar con paso firme por la acera. Le vi atravesar el parque, cruzar rápidamente la calle y meterse en el Capital Grille, el exclusivo sitio de moda donde almorzaban aquellos que podían pasar la cuenta a la empresa. Entonces me dirigí a la Torre Textron y subí otra vez en el ascensor hasta el piso doce.

La recepcionista parecía atascada con algo en su escritorio. No miró hacia arriba, pero de alguna manera captó mis vaqueros.

—¿Viene a recoger o a entregar?

—A recoger —dije—. Pasé deprisa a su lado y empecé a subir las escaleras.

—¡Alto! ¿A dónde cree que va?

—Me he olvidado la gorra de los Red Sox —grité.

—¡La lleva puesta!

Podía escucharla mientras intentaba alcanzarme por la escalera. Sus tacones, sin embargo, no podían competir con mis Reebok.

Probé a abrir la puerta del despacho de Coyle. Sin problemas. Entré y fui directamente a la esquina adonde Coyle había dirigido aquella mirada fugaz. Me encontré un tubo para guardar documentos de un metro de largo.

—¿Pero qué hace? ¡Devuelva eso inmediatamente!

Pasé de largo y salí. Le di al botón del ascensor. Mientras esperaba, pude oír cómo gritaba mi descripción por el teléfono al personal de seguridad. Les pedía que detuvieran a un ladrón con gorra y cazadora de los Red Sox que llevaba un tubo de correos.

Cuando se abrió el ascensor en el primer piso, había dos guardas de seguridad esperando. Se fijaron en el hombre que había dentro, sin gorra, con una camiseta negra y varios papeles doblados bajo el brazo. Se giraron cuando oyeron que se abría la puerta de otro ascensor. Empujé la puerta giratoria y anduve un rato por la acera. Después saqué mi gorra del bolsillo y me la puse. Hacía un poco de frío para ir sin cazadora, pero estaba metida dentro del tubo de correos. Daba por descontado que no la iba a recuperar.

Me dirigí a Central Lunch en la calle Weybosset. Me senté en una mesa y pedí una hamburguesa con queso y beicon. Mientras la preparaban, desdoblé rápidamente los pliegos y los volví a doblar. Le pedí a la camarera que me envolviera la comida para llevar. Corrí a toda prisa a la terminal de autobuses y subí al primero que se dirigía fuera de la ciudad.

Bajé en Pawtucket. Tras asegurarme de que nadie me había visto, reservé una habitación en el Comfort Inn.

Me quedé finalmente dormido, aunque a ratos me venían unas imágenes a la cabeza que interrumpían mi descanso. Soñé con Fenway. El sol lucía más radiante que nunca. Entre una marea de rojo y azul, una mujer espectacular divisaba a lo lejos a Manny Ramirez y sonreía como una colegiala.