El lunes, el Gran Jurado entregó un documento inculpatorio de treinta y dos páginas acusando formalmente a Arena y a otros tres funcionarios del Sindicato Internacional de los Trabajadores de fraude, desfalco, blanqueo de dinero, soborno, evasión fiscal, perjurio, obstrucción a la justicia, irregularidades laborales y conspiración. Los nueve puntos de la rodilla no impidieron a Veronica seguir al pie del cañón. Gracias a su informante escribió un artículo que apareció en primera página, adelantándose así al fiscal que pretendía lucirse en la rueda de prensa.
Coyle estaba tan ocupado tramitando la fianza, consolando a su cliente y criticando a las autoridades en una serie de entrevistas con la prensa que tardó una semana en hacerme un hueco en su agenda.
Durante esa semana no paré de preocuparme por Rosie.
Estaba en la unidad de cuidados intensivos. Solo se permitía entrar a la familia. Todo el personal del hospital me comentaba que su situación era crítica. Me lo decían cada vez que llamaba para interesarme por ella. La policía y los bomberos me colgaban el teléfono cuando llamaba para conocer los detalles, así que todo lo que sabía del accidente de Rosie era lo que podía leer en el periódico.
El titular decía: «La valiente jefa de brigada fatalmente herida por una trampa explosiva». Rosie conducía el vehículo oficial por la avenida Mount Hope con las luces encendidas. En Hopedale torció hacia la izquierda para dirigirse hacia el foco del incendio desde el norte. La trampa explotó y voló las ruedas delanteras. El vehículo se había estampado contra una farola. El conductor del camión de bomberos que iba detrás de ella, cegado por la niebla, no vio el vehículo hasta que fue demasiado tarde. El camión arrancó la parte trasera derecha del coche, lanzándolo por los aires y causando la explosión del depósito de gasolina.
Volví a releer mis apuntes una y otra vez, a comprobar documentos y a entrevistar a algunos testigos. Necesitaba algo que me quitara de la cabeza la imagen de Rosie tumbada inerte sobre la camilla. Ahora tenía si cabe más razones para acabar con esos bastardos. Tenía ganas de sangre.
El bufete McDougall, Young, Coyle y Limone ocupaba dos pisos enteros de la Torre Textron. Me bajé del ascensor en el piso doce, abrí las puertas de caoba y entré en una sala de espera en la que cabría una cancha de baloncesto. A la izquierda, una recepcionista con un traje de color beis lidiaba con múltiples llamadas de teléfono sentada en una mesa de cristal enorme. A la derecha se podían ver cinco tiburones perro, de ojos pequeños y crueles, dando vueltas en sentido inverso a las agujas del reloj en una pecera de quinientos litros. Era toda una advertencia sobre el tipo de abogado que se podía encontrar uno allí.
Me quedé de pie delante de la recepcionista hasta que colgó el teléfono, miró mi chaqueta de David Ortiz y la gorra de los Red Sox y me preguntó si venía a dejar o recoger algún paquete.
—Tengo una cita con Brady Coyle a las diez en punto.
—¿En serio?
—Sí, en serio —dije, rezando para que no reconociera mi voz.
—¿Cuál es su nombre?
—L. S. A. Mulligan.
—Un momento, por favor.
Cogió el teléfono, dijo unas pocas frases, me indicó que el señor Coyle me atendería enseguida y me rogó que tomara asiento. Me pasé casi una hora obsesionado con Rosie y estudiando a los pequeños tiburones. La espera era la manera que tenía el gran «tiburón» de demostrar su superioridad. Al final apareció su secretaria y me guio por una escalera interior hasta el despacho de Coyle.
—¡Mulligan! —exclamó agarrándome la mano derecha con sus dos manos y con una sonrisa de oreja a oreja que dejaba al descubierto una hilera de dientes de un blanco inmaculado—. No te había visto desde que te llevé a la universidad para aquel partido amistoso en el Alumi Hall.
Seguía necesitando demostrar su superioridad, a pesar de las maravillosas vistas de su despacho sobre la histórica calle Benefit, a pesar de que me sacaba casi ocho centímetros y de su traje de mil doscientos dólares.
Mientras me conducía, a través de una alfombra oriental azul, hasta un sillón de cuero, me pude fijar en la decoración de su despacho. Tenía fotos con Buddy Cianci, George W Bush, Alan Dershowitz y Ernie DiGregorio. Cuatro cuadros de Jackson Pollock enmarcados con buen gusto. La habitación no era una cámara acorazada, así que me imaginé que serían imitaciones.
—Bien —dijo mientras se sentaba en un sillón de cuero con respaldo alto que había detrás de su escritorio—, deberías saber desde ahora que exigimos un adelanto de veinte mil dólares para trabajar en asuntos penales.
—No hay problema —dije—. Acabo de firmar un trato de ochenta mil dólares con Simon & Shuster para escribir un libro sobre el declive de la prensa escrita.
—¿En serio?
—Sí —mentí—. Después de darte veinte mil y otros veinte mil a Hacienda, todavía me queda para comprar a un juez, a doce miembros del jurado y correrme una juerga en Woonsocket.
—Sobornar a un jurado no es alijo sobre lo que se deba bromear.
—¿Y qué me dices de comprar a un juez?
—La mitad de ellos tienen un cartel de «en venta» escrito en la toga, pero hablar sobre ese tema es de mala educación.
—Gracias por la clase de buenos modales.
—De nada. Pero basta ya de guasa. Veamos qué podemos hacer para sacarte de este lío.
Hablamos sobre el perfil del FBI con el que Coyle ya estaba familiarizado gracias al artículo del periódico.
—Un perfil es una herramienta de investigación muy valiosa, pero no constituye evidencia alguna —dijo—. Ese en concreto podría encajar con mucha gente. Pero, dime: ¿tienen algo concluyente? ¿Un testigo? ¿Alguna prueba física?
—No se me ocurre cómo podrían tener nada semejante.
—¿Tienes algo que te pueda incriminar en tu coche o en tu casa?
—No, a menos que alguien haya colocado algo.
—¿Puedes dar cuenta de tu paradero cuando se produjeron los incendios?
—En diciembre, cuando se incendió el edificio de tres plantas en la calle Hope estaba en Boston con un investigador de seguros viendo a los Canadians dar una paliza a los Bruins. En otro par de casos estaba desnudo junto a esa reportera a la que has estado filtrando las declaraciones del Gran Jurado.
Me observó durante unos instantes.
—Vaya, me sorprende que Veronica haya roto nuestro acuerdo de confidencialidad, incluso en unas circunstancias así de íntimas.
—No lo hizo. Lo adiviné yo.
—Ya veo. —Forzó una sonrisa—. Bueno supongo que este asunto puede quedar entre los tres.
—Sí, claro.
—Bien, entonces, puede que liquidemos tu problema enseguida. Puedo informar al jefe de la policía de que tienes testigos que confirmarían tu paradero cuando se produjeron varios de los incendios. Como, aparentemente, la policía piensa que se trata de un solo delincuente, tener coartada para alguno de los casos te elimina automáticamente como sospechoso. Después insistiré en que el propio director de la policía emita un comunicado disculpándose y una reprimenda al departamento de incendios de la policía por haberte considerado sospechoso. Por supuesto, seguimos necesitando el adelanto, pero si todo sale como parece, puede que podamos devolverte parte.
Saqué la chequera del bolsillo del pantalón. Coyle me alcanzó una pluma a través del escritorio.
—Antes de que te extienda el cheque —comenté—, quiero asegurarme de que llevar mi caso no te supondrá ningún conflicto de intereses.
—No entiendo por qué puedes creer que hay algún conflicto.
—La cosa es así —dije—. La mayoría de los edificios calcinados son propiedad de cinco inmobiliarias distintas que han estado ocupadas últimamente intentando comprar el barrio. Todas las empresas se han constituido en los últimos dieciocho meses, y varios abogados de este bufete han tramitado su constitución.
—No veo qué importancia puede tener.
—La importancia radica en que la gente que manda en esas inmobiliarias es la misma gente que está quemando el barrio. Tengo intención de descubrirlos. Puede resultar incómodo que este bufete me represente a mí y también trabaje para ellos.
Coyle levantó las cejas en un intento de fingir asombro.
—¿Puedes probar estas acusaciones?
—Estoy en ello.
—No puedo creer que sea cierto. Esta no es la clase de gente que se dedicaría a tramar algo tan terrible.
Resultaba interesante comprobar que, a pesar de que su bufete gestionaba muchos expedientes, y que la constitución de las empresas de las que le hablaba habían sido tramitadas por cinco de sus asistentes, Coyle sabía exactamente de qué empresas le estaba hablando.
—Johnny Dio y Vinnie Giordano son exactamente la clase de gente que tramaría algo tan terrible.
Le estaba echando un órdago. Esperaba provocarle alguna reacción, pero Coyle tenía muchas tablas. Durante un instante fugaz, dirigió la mirada hacia una esquina de la habitación, luego se volvió a centrar en mí. Nada más. Fue tan imperceptible que casi se me escapa. Durante un segundo, consideré darme la vuelta y llevarme lo que fuera que hubiera provocado su atención en aquella esquina. Luego, me acordé de mis costillas y de las maneras poco elegantes que utilizaba Coyle para maltratarme.
—No sé de dónde has sacado esos nombres, Mulligan, pero no aparecen por ningún lugar en los papeles de la constitución de esas inmobiliarias.
—No, pero sí que firmaron los cheques, ¿verdad?
—No tengo ni idea —dijo—. Tendría que comprobarlo con el departamento de contabilidad.
—Me parece buena idea.
—¿De qué serviría? La ética profesional me impediría compartir esa información contigo sin el permiso de mis clientes.
—¿Crees que no lo permitirían?
—Tendría que aconsejarles que no lo hicieran.
—Esa ética profesional, ¿es la misma que prohíbe filtrar las declaraciones secretas del Gran Jurado?
—No creo que este bufete te pueda representar, Mulligan. Doy por finalizada esta conversación.
—Oye, esto ha estado muy bien —dije—. ¿Qué tal si volvemos a vernos pronto, para un cara a cara?
—¿No te has dado cuenta? Acabamos de tener un cara a cara. Y has perdido —me dijo.
No estaba de acuerdo.