Al caer la tarde empezó a subir una niebla espesa de la bahía. Supongo que Veronica consideró que así tendría menos posibilidades de ser vista conmigo. Salimos de Hopes de la mano y nos metimos en su coche. Cuando arrancó vimos un par de transeúntes materializarse de la nada, como fantasmas. Casi no se podía ver dos coches más allá mientras conducíamos a tientas hasta mi casa.
Aquella tarde hicimos el amor. Veronica se mecía suavemente encima de mí, con delicadeza para no dañar mis costillas. A ninguno nos apetecía hablar. Acaricié su pelo cuando se quedó dormida entre mis brazos y aspiré ese aroma ya familiar. No sé cuánto tiempo estuve allí, pensando cómo podría retenerla, cómo podría recuperar mi trabajo. Y también cómo podría pillar a los bastardos que estaban reduciendo a cenizas mi pasado y mi futuro. Al cabo de un rato me separé de ella con cuidado de no despertarla, me tragué un cóctel de antiácido y calmantes, me senté en la mesa de la cocina y comencé a releer el montón de cuadernos sobre los incendios que había acumulado.
Poco después de las dos de la madrugada, la emisora de la policía me despertó con el siguiente mensaje: «Código rojo en el número 12 de Hopedale Road». El edificio de alquiler donde viví de pequeño, donde Aidan, Meg y yo jugamos al escondite, donde vimos irse consumiendo poco a poco a mi padre. ¿Conocía a los que vivían ahí ahora? No podía recordar a nadie.
Me levanté y entré en la habitación para coger las llaves del coche de Veronica. Estaba sentada en la cama, subiéndose los pantalones.
—No hace falta que vayas —dijo.
—Ya, como ya no soy periodista…
—Túmbate y descansa un rato, cariño. Volveré dentro de un rato y te lo contaré todo.
Alargó la mano derecha para que le diera las llaves. Negué con la cabeza y me las metí en el bolsillo.
Parecía como si la niebla atrapase las luces de nuestro coche y nos las devolviera mientras conducíamos por unas calles que me resultaban muy familiares. Iba a 25 kilómetros por hora cuando entré en la calle Camp. Me había saltado el desvío en Pleasant. Retrocedí, giré a la derecha y le arranqué sin querer el retrovisor a un coche que estaba aparcado. Poco después, al girar a la izquierda para entrar en Hopedale Road, unos cincuenta metros calle abajo, la niebla se tiñó de rojo a causa de la luz que desprendían las llamas y las luces de los coches de bomberos.
Cuando iba a enderezar el volante oí un ruido y perdí el control. Veronica gritó mientras el coche derrapaba a la izquierda y chocábamos contra un poste de electricidad.
—¿Estás bien?
—Creo que sí —dijo—. ¿Te has hecho daño?
Mis costillas volvían a recordarme lo que era un dolor de verdad, así que mentí y le dije a Veronica que estaba bien.
Salí para comprobar qué daños había sufrido el coche. Tenía una luz rota y el guardabarros abollado. Si no fuera porque las ruedas delanteras estaban pinchadas, habríamos podido seguir. Me dirigí al asiento del copiloto y ayudé a Veronica a salir. Dio un par de pasos, cojeando.
—Creo que me he dado en la rodilla —comentó.
Me agaché para comprobarlo. Tenía un corte en los vaqueros del que salía sangre.
—Tienes que ir a un hospital.
—Yo te llevaré —dijo de repente una voz.
Levanté la vista y pude ver a Gunther Hawes, uno de los DiMaggios, bajando las escaleras de una casucha destartalada.
—Mi coche está aparcado ahí al lado, en la calle Pleasant —dijo—. Quedaos aquí, vuelvo enseguida.
Mientras esperábamos, eché un vistazo alrededor para tratar de averiguar qué era lo que había pinchado las ruedas. Alguien había colocado un par de tablones de madera con un montón de pinchos incrustados en medio de la carretera. Los coloqué boca abajo e hice fuerza para aplastar los pinchos. Luego, los puse en la acera. Estaba acabando cuando apareció Gunther. Me fijé en que su coche no tenía retrovisor.
De camino al hospital, me disculpé por haberle dejado sin espejo, le di los datos de mi seguro y le conté lo de las trampas que había encontrado en la carretera.
—Alguien ha querido entorpecer la labor de los bomberos —dijo—, pero les he visto llegar por el otro lado de la calle.
—Seguramente también habrán colocado algo allí —comenté.
—Deberíamos contárselo a alguien —dijo Veronica.
—Los efectivos de incendios va están en la calle —dije—, así que a estas alturas va se habrán topado con las trampas.
Gunther paró delante de la entrada de urgencias del Hospital de Rhode Island. Entre los dos ayudamos a Veronica a salir del coche. Una ambulancia con la sirena encendida aparcó justo detrás de nosotros. Se abrieron de golpe las puertas traseras. Dos enfermeros salieron disparados del hospital para ayudar al equipo a sacar la camilla de la ambulancia.
La paciente estaba atada a una tablilla con un collar cervical sujetándole el cuello. Parte de su uniforme se había quemado. La carne que quedaba al descubierto parecía un filete a la parrilla. No la habría reconocido si no fuese por un detalle: la camilla media unos quince centímetros menos que ella.