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Me soltaron al cabo de cuarenta y ocho horas.

Me devolvieron las pastillas, el cinturón, los cordones de los zapatos, el reloj de Mickey Mouse, el encendedor y la cartera, pero sin los tres billetes de veinte que había antes de que me la quitaran. Seguía teniendo la tarjeta de crédito, aunque sospechaba que habrían copiado el número para confirmar qué compras había realizado recientemente. Afortunadamente, no había comprado ninguna cafetera en los últimos días. No me devolvieron el revólver de mi abuelo.

Secretariat había sido requisado y sin duda alguna lo estarían abriendo de arriba abajo en el laboratorio de la policía. Me tragué dos calmantes a palo seco y anduve los ochocientos metros que habría desde la comisaría hasta mi casa. Me habían revuelto todo el piso, vaciado los cajones de la cocina y tirado todo por el suelo. Me encontraba tan mal que me dio igual. Me desvestí y me metí en la ducha como pude. Estuve un rato muy largo dejando caer el agua sobre mis maltrechas costillas.

El viernes, a última hora de la mañana, salí del ascensor y entré despacio y con cuidado en la redacción. El sonido de los teclados se paró de pronto mientras dos docenas de periodistas y correctores dejaron lo que estaban haciendo en ese momento para seguirme con la vista. Al principio nadie dijo nada. Luego, una voz queda rompió el silencio.

—¿Quemas un vecindario para poder escribir sobre ello, luego? ¡La virgen! ¿Cómo no se me ha ocurrido antes?

—Cállate, Hardcastle —dijo Lomax.

El director de Local se levantó de su trono, me hizo un gesto para que le siguiera y se metió en el despacho acristalado de Pemberton. Me dirigía hacia allí cuando me interceptó Veronica.

—¿Te encuentras bien?

—Tan bien como me lo permiten las circunstancias.

—¿Hay algo que pueda hacer por ti?

—Sí —le dije a la vez que apretaba su mano—. Hazme compañía cuando acabe de charlar con los directores.

Entré en el despacho del director del periódico y me dejé caer sobre uno de sus sillones de cuero granate.

Pemberton se quitó las gafas, las limpió con un kleenex y se las volvió a poner. Luego se quitó los gemelos de la camisa blanca almidonada y se remangó.

—¿Te puedo ofrecer algo, Mulligan? ¿Agua, o un café, tal vez?

—Me vendría bien un calmante.

—¿Cómo dices?

—Nada. Estoy bien.

—Bien, vayamos al grano entonces. Parece que estamos metidos en un lío.

—¿Un lío? —dijo Lomax—. Más bien parece una catástrofe.

No dije nada.

—¿Eres consciente de la lectura que están haciendo los medios de este incidente? —preguntó Pemberton.

—Lo siento. No os preocupéis. La televisión de pantalla plana y alta definición de dos metros de la celda de prevención fue invitación de la casa.

—Sí, por supuesto. Te detuvieron. Ha tenido que resultar muy incómodo.

—Sí, muy incómodo —dije.

Lomax me lanzó una mirada y me ordenó que me callara.

—Por desgracia —continuó Pemberton—, todas las televisiones locales le han dado una publicidad excesiva al asunto. Cualquiera que las vea pensará que todo el periódico está implicado en los incendios.

—Quieres decir en lugar de solo un periodista sin importancia.

—No quería decir eso.

—¿Y qué dice el periódico sobre este asunto?

—¡Ah! Es cierto. Tampoco has tenido tiempo de leer el periódico. Quizá debieras hacerlo antes de seguir hablando.

Sacó un ejemplar de una pila que había encima de su mesa y me lo pasó. Lo abrí por la página de deportes. Los Sox habían vapuleado a los Yankees 7 a 5. ¡Bien!

El nombre L. S. A. Mulligan aparecía en la primera página, pero esta vez no era la firma de ningún artículo. La historia de mi detención la había escrito Lomax, ya que era un asunto demasiado delicado para dejarlo en manos de ningún otro compañero. Le eché un vistazo rápido y vi que Polecki me había catalogado como «persona de interés» con relación a los incendios. Al menos, la policía no me había implicado públicamente con el asesinato de Scibelli. El periódico citaba a Pemberton, quien afirmaba que «no haría declaraciones hasta no haber analizado los hechos con suficiente conocimiento de causa».

Lancé el periódico a través de la mesa y miré a Pemberton.

—Qué curioso —comenté—. No he leído nada sobre vuestro apoyo a un empleado.

—Sí, bueno, verás… —Miró hacia Lomax pidiendo ayuda pero no recibió ninguna, así que continuó—: Espero que entiendas que te tengo que hacer esta pregunta, Mulligan. ¿Estás de alguna manera implicado en este horrible asunto?

—Por supuesto que no lo está —soltó Lomax.

—Creo que Mulligan es perfectamente capaz de contestar por sí solo.

—Qué te jodan —contesté.

—Me lo tomo como un «no».

—Como quieras.

—Bien. Asunto zanjado. Ahora hay que decidir qué hacemos contigo.