Freitas se sentó en la silla que había frente a mí y dejó caer un sobre encima de la mesa. Wargart se colocó justo detrás de mí. Polecki y Roselli se quedaron apoyados sobre la pared contigua a la puerta. La habitación empezaba a llenarse.
Freitas abrió el sobre y sacó tres fotos sobre la escena del crimen de Scibelli.
—Tenía tu nombre y número de teléfono escrito en un papel dentro de su agenda —comentó.
No dije nada.
—Hay testigos que te vieron llamando a su puerta dos días antes de que fuera asesinada.
Seguí con la boca cerrada.
—Había dedicado mucho tiempo últimamente a mirar viviendas en Mount Hope. Quizá vio algo que no debiera, ¿eh? ¿Por eso la mataste?
Me limité a mirarla. Debería haber pedido un abogado hacía una hora, pero me interesaba saber si podría sacar alguna información del interrogatorio.
—Le dispararon tres veces con un revólver del calibre 45, pero tú, claro, ya lo sabes, ¿no? Me apuesto algo a que los de balística confirman que se trata de la misma arma que encontramos esta mañana cuando registramos esa mierda de apartamento que tienes.
—¿Cuánto? —pregunté.
—¿Qué quieres decir?
—Que cuanto te apuestas.
Wargart pegó un puntapié a mi silla, lo que me hizo caer con el pecho sobre la mesa. Ya había podido comprobar cómo funcionaba un interrogatorio otras veces: poli bueno, poli malo. Mi frasco de calmantes seguía sobre la mesa. Mis costillas los necesitaban desesperadamente, pero no creía que «Dos tontos muy tontos» ni la pareja de homicidios me dejarían tomar ninguno.
Me frieron a preguntas sobre el asesinato durante una hora más antes de quitarme las esposas y dejarme realizar la llamada a la que tienen derecho los detenidos. La utilicé para llamar a Jack y dejarle saber lo que ocurría, que podía estar un poco más tranquilo, porque, de momento, estaba fuera de sospecha.
—¡Dios santo, Liam! —exclamó—. ¿Hay algo que pueda hacer por ti?
Le di el número de Veronica y le pedí que la telefoneara para que supiera por qué no iba a verme en un par de días. No podrían retenerme mucho más tiempo una vez llegara el informe de balística. Al menos, eso es lo que quería pensar.
Cuando acabé me retuvieron bajo custodia en la celda de la comisaría. Me puse a hablar con un par de camellos y a admirar el arte callejero de los muros de cemento de la celda. La intensidad visceral que desprendía, su energía y su emotividad sin edulcorar contrastaban vivamente con la manera serena en que se mezclaban realismo e impresionismo. Un conjunto a camino entre Grandma Moses y Ron Jeremy.
Estaba muerto de cansancio. Me tumbé sobre una estera sucia y dura, pero el dolor de costillas me impedía relajarme. Me pareció que tardé una eternidad en quedarme dormido.
La lluvia golpeaba las ventanas de la sala del tribunal. Gloria se revolvía en el banquillo de los testigos y gemía pidiendo que parara la lluvia.
Dorcas la escudriño desde el estrado y le dijo:
—Ya sé que esto es difícil para usted, pero conteste a las puñeteras preguntas.
Luego se sacó una cafetera y una lata de gasolina de veinte litros.
El pequeño matón se levantó de la mesa de la acusación.
—¿Se encuentra en esta sala el hombre que le pegó la paliza? —preguntó.
Gloria asintió e hizo una seña con su dedo.
—Que conste en acta —dijo Dorcas—, que la testigo ha identificado a ese hijo de puta.
Entre el jurado se encontraban Hardcastle, Veronica y Brady Coyle, que se reían mientras «chocaban los cinco».
Dorcas jugueteaba con la cafetera mientras intentaba usar el programador. La testigo seguía acusándome con el dedo, pero ahora su rostro era el de Cheryl Scibelli. Al poco tiempo, la cafetera explotó y lanzó una llamarada. En ese momento desperté. Tenía la sensación de que me ardían las costillas.