Había tres furgonetas de las televisiones locales aparcadas en doble fila delante de la comisaría de policía. Además, un comité de bienvenida de cámaras y micrófonos me esperaba en las escaleras de la entrada. Los reporteros empezaron a gritar preguntas en el momento en el que me sacaron del coche patrulla. Logan Bedford se abrió un hueco hacia la primera fila y gritó:
—¿Por qué lo hizo?
¿Hacer qué?
Los policías me llevaron del brazo dentro de la comisaria, me obligaron a entrar en el ascensor y me arrastraron hasta una sala de interrogatorios en la segunda planta. Estaba tan dolorido que no podía ni siquiera hablar de ello. Un policía me puso las manos encima del hombro y me obligó a sentarme en una silla metálica. Luego, al marcharse, cerraron de un portazo. A través de la pequeña ventana que había en la puerta pude comprobar cómo uno de ellos se quedaba a hacer guardia. Al parecer me consideraban capaz de fugarme.
Por la colección de quemaduras de cigarrillo que había en la mesa supe que me encontraba en la misma sala donde le había contado a Polecki lo del pequeño matón. Llevaba una hora esposado en la silla, oliendo a sudor rancio y a colillas, cuando entraron Polecki y Roselli con una sonrisa estúpida en la cara. Las costillas me estaban matando y tenía los brazos adormecidos desde los codos hasta la punta de los dedos.
—¿Qué tal si me quitáis estos trastos? —pregunté.
—No —contestó Polecki—. Deberías llevarlas más a menudo. Te sienta bien el acero.
—Sí —añadió Roselli—. Y el uniforme a rayas te va a sentar todavía mejor.
—Ya no llevan uniforme a rayas en la prisión del estado —dijo Polecki.
—Puede que Mulligan vuelva a ponerlo de moda —contestó Roselli.
—¿Habéis acabado? —les dije—, ¿o vais a hacer el chiste del preso que se agacha en la ducha para recoger el jabón?
—Yo he acabado —contestó Polecki. Se dirigió al más tonto del dúo—: ¿Y tú?
—Sí, yo también.
—Veamos, Mulligan —dijo Polecki—. ¿Estás metido en drogas?
Sacó una bolsa para pruebas que tenía en el bolsillo de la chaqueta y la tiró encima de la mesa. Allí dentro podía ver mi frasco de calmantes.
—Lee la etiqueta, capullo. Me lo han recetado.
—¿No me digas? —contestó Polecki—. Entonces no te importará que llamemos a este tal doctor Bian Israel para asegurarnos que todo es legal.
—¿Y para esto me habéis traído hasta aquí?
—Oh, no —dijo Polecki—. Hay mucho más.
—Deja que se lo cuente yo —dijo Roselli.
—Nos turnaremos —contestó Polecki—. ¿Por qué no empiezas por leerle sus derechos?
Roselli sacó una manoseada cartilla del bolsillo y comenzó a recitar. Cualquiera que haya visto alguna serie de policías en televisión puede hacerlo de memoria. Roselli, en cambio, todavía necesitaba chuleta.
—Bien —dijo Polecki—. Me alegra que hayas podido venir a charlar un rato.
—Sí —añadió Roselli—. Qué bien que te hayas pasado por aquí.
—¿Alguna confesión que hacer antes de que empecemos? —preguntó Polecki.
—Nos ahorraríamos todos mucho tiempo —continuó Roselli.
—Perdóname Padre porque he pecado. He fornicado mil veces desde mi última confesión.
—En los viejos tiempos —dijo Polecki—, este sería el momento en el que te atizaba con un listín de teléfonos.
—Pero ya no hacemos eso —añadió Roselli.
Pararon de hablar para dar un sorbo a sus cafés. No me ofrecieron nada.
—¿Sabes lo que es un perfil criminal, Mulligan?
Me quedé callado.
—El FBI tiene mucha experiencia elaborándolos —dijo Roselli—. Les das los detalles de un crimen y vuelven con una descripción detallada del posible criminal, hasta la talla de su pene.
—Así que, la semana pasada —continuó Polecki— los chicos de Quantico dejaron de perseguir capullos durante unas horas y se trabajaron un perfil de nuestro pirómano.
Sacó algo del bolsillo de su chaqueta y lo estampó contra la mesa. Era un montón de hojas grapadas. Tenían que ser sus apuntes tomados durante una conversación con algún agente. El FBI no ponía sus perfiles por escrito. No quieren que los abogados defensores los utilicen como prueba exculpatoria si resulta que se han confundido.
—Quizá te interese echarle un vistazo —dijo Polecki—. ¡Ah!, perdona. No me daba cuenta de que con las manos esposadas no puedes pasar las páginas.
—Sí que va a ser un problema —añadió Roselli.
—Podríamos quitárselas —dijo Polecki.
—No, mejor no —dijo Roselli.
—Ya sé —siguió Polecki—. ¿Qué tal si le hacemos un resumen?
—Empezaré yo —dijo Roselli—. De acuerdo al FBI, nuestro pirómano tiene entre veintitantos y treintaitantos años.
—Tienes treinta y nueve años, ¿no, Mulligan? —preguntó Polecki.
—Vive solo —dijo Roselli.
—Como Mulligan —añadió Polecki.
—Conduce un viejo y destartalado utilitario —dijo Roselli—, probablemente un Chevy Blazer o un Ford Bronco.
—El Bronco de Mulligan está hecho una mierda —dijo Polecki.
—Está en buena forma física —siguió Roselli.
—Más o menos como Mulligan —dijo Polecki.
—Si no —dijo Roselli—, no sería capaz de cargar por ahí con latas de gasolina de cinco litros y colarse por las ventanas de los sótanos.
—Pero arrastra algún tipo de enfermedad que le incomoda —dijo Polecki—. Mulligan tiene una úlcera, ¿no?
—Planea los incendios con meticulosidad, dejando poco o ningún rastro —dijo Roselli—, por lo que buscamos a un asesino calculador con un elevado coeficiente intelectual.
—Eres un tipo listo, ¿no, Mulligan?
—Siente una falta de respeto patológico por las figuras de autoridad —añadió Roselli.
—Puede que incluso se atreva a insultarlos, llamándolos por ejemplo «Tonto y más tonto» —dijo Polecki.
—Le gusta patrullar de noche en su coche a la búsqueda de nuevos lugares para incendiar —comentó Roselli.
—¡Oye! ¿No habíamos oído que Eddie encontró una noche a Mulligan merodeando por Mount Hope?
—Después de provocar los incendios le gusta quedarse para admirar su obra —dijo Roselli—. Pero es inteligente y tendrá una razón creíble para explicar por qué está ahí.
—Como por ejemplo, que está recopilando información para su trabajo —dijo Polecki.
—Intentará colaborar con la investigación policial —dijo Roselli.
—Incluso tratar de involucrar a un inocente como Wu Chiang o inventarse un sospechoso falso como el pequeño matón para despistarnos —añadió Polecki.
—Tiene problemas para relacionarse con el sexo opuesto —dijo Roselli.
—Dime, ¿qué tal está Dorcas? —preguntó Polecki.
«Y le fascina el fuego», pensé, recordando un fragmento de mis lecturas nocturnas. Pero era imposible que Polecki y Roselli pudieran tener ese dato sobre mí.
—Y le fascina el fuego —dijo Polecki.
—Sí —dijo Polecki—. ¿Qué fue lo que nos dijo Dorcas esta mañana?
—Que Mulligan es un hijo de puta.
—Me refiero a lo otro.
—Que se ha sentido fascinado por el fuego desde que vio arder la fábrica textil Capron, hace quince años —dijo Roselli.
Gracias, Dorcas, por encontrar otra manera de hacerme daño.
Polecki encendió un cigarrillo con una cerilla, luego la sostuvo un momento en sus manos antes de lanzármela a la cara.
—Y bien, Mulligan —dijo—. ¿No te suena familiar este perfil?
—Me recuerda a ti —contesté—, excepto en lo del coeficiente intelectual y lo de estar en forma.
—Puede que vayamos a tener que usar el listín de teléfonos después de todo —dijo Roselli.
—Venga —dije—. Sabéis perfectamente que no soy yo.
—Mulligan —dijo Polecki—. No te haces a la idea de las ganas que tengo de poder acusarte.
Aquel par de tontos amagó un par de amenazas más, luego se levantaron y se marcharon. Quince minutos después volvieron, seguidos de otro par de amigos. Jay Wargart, un gañán con una marcada sombra de barba y puños como jamones, y Sandra Freitas, una rubia de bote con caderas insinuantes y mirada de fiera a lo Cameron Diaz. Eran de homicidios. ¿Qué demonios harían allí?