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Quitarme la camiseta fue una agonía. Cuando lo conseguí, tardé otros cinco minutos en ponerme y abotonarme la cazadora del equipo. Cuando llamó Veronica, los Sox iban ganando 1 a 0 en la tercera entrada.

—Hola, guapo. ¿Qué plan tenemos esta noche?

—Puede que tengamos que quedarnos en casa.

—¿Es una broma?

—Me temo que no.

Incluso al hablar me dolía.

—Necesito que me hagas un favor —le pedí—. ¿Podrías traerte algo de comer y parar en la farmacia de la avenida Atwells para recoger una medicina?

—¿Estás bien?

—Sí, estoy bien. Ya te pondré al día cuando vengas.

Cuarenta minutos más tarde, entró en casa con varias bolsas de bocadillos y una bolsa pequeña de la farmacia.

—¿Qué le ha pasado a tu puerta?

—Nada de lo que haya que preocuparse. El casero me ha dicho que la tendré lista en un par de días.

—¿Qué te ha ocurrido? ¿Para qué necesitas esta medicina? —me preguntó al tiempo que dejaba la bolsa de la farmacia a mi lado, encima de la cama.

Seguía sin querer hablar de ello. Abrí la bolsa, a duras penas hice lo mismo con el bote y me tragué dos pastillas de calmantes junto con un sorbo de Killian’s.

—No deberías mezclarlo con alcohol, cariño.

—Sí, ya, eso he oído, pero mi experiencia me dice que funcionan mejor juntos.

—¿No me vas a contar qué está ocurriendo?

—Los Sox están perdiendo 4 a 1 y nos toca el turno de bateo en la sexta entrada.

—¡Mulligan!

Me quitó el mando de las manos y apagó la televisión.

—Te lo contaré todo después del partido —aseguré.

—No, cuéntamelo ahora. —Sostuvo el mando tentadoramente fuera de mi alcance.

—No, después, no puedo perderme esto —contesté.

Se rindió y me devolvió el mando con un mohín. Luego, se dejó caer a mi lado mientras yo encendía la televisión de nuevo. Se acercó y me abrazó, lo cual me hizo saltar con un respingo de dolor.

—¿Mulligan?

—En cuanto acabe el partido, termínate el bocadillo.

Los Sox consiguieron empatar en la octava entrada. Ramirez lanzó un hit que permitió anotar un triple, Papelbon hizo su trabajo y el partido llegó a su final.

—Me imagino que no me dejarás disfrutar del espectáculo de después del partido.

Su contestación fue apretar el botón de encendido del mando para apagar el televisor.

—¿Y bien? —preguntó.

—Lester no ha contado con su mejor gente esta noche, pero los pitchers reservas han estado muy bien.

—¡Ya está bien! Cuéntame ahora mismo qué te ha sucedido.

Así que se lo conté. Intenté quitarle hierro al asunto, pero no sirvió de nada. La verdad es que había sido vapuleado por un enano.

Cuando acabé de relatar el triste episodio, Veronica reprimió con gran esfuerzo una carcajada.

—Creía que le ibas a dar una paliza —comentó.

—Estaba confundido.

Miró hacia la puerta, que estaba destrozada, y frunció el ceño.

—¿Crees que volverá?

—No, ya ha dejado su mensaje. Además, el artículo sobre las alcantarillas sale mañana, así que no gana nada con otra visita.

Veronica me acunó el rostro con sus manos y me rozó la frente, las mejillas y la barbilla con los labios. La atraje hacia mí y al hacerlo grité de dolor.

—Quizá sea mejor que te pongas encima. Estoy impedido, pero sigo teniendo buenas ideas.

—Quizá deberíamos descansar unos días.

—¿Unos días?

Me tragué otro cóctel de calmantes con Killian’s junto con el antiácido. Miré a Veronica y me pregunté cómo había podido acabar saliendo con una mujer tan atractiva. Estaba todavía pensando en ello cuando las medicinas hicieron su efecto y me quedé dormido.

Por la mañana me desperté con el ruido que metía Veronica desde la cocina. Cuando me vio poner la televisión para ver la CNN, vino con el periódico y una bandeja cargada con huevos revueltos, beicon, zumo de naranja y café. Me tragué el zumo con un par de pastillas para el dolor, pero no funcionaron tan bien sin el trago de cerveza.

La historia de Mason sobre las alcantarillas aparecía en la primera página. No había más noticias sobre incendios. No había habido ninguno desde la Noche Infernal.

—¿Por qué crees que no ha habido ninguno más? —preguntó Veronica.

—Igual tiene que ver con que haya sesenta y dos DiMaggios cabreados patrullando las calles, esperando dar alguna paliza a alguien. La mitad del vecindario de Mount Hope se mantiene alerta a base de pastillas para no dormirse y aguardando con armas de fuego y dedos temblorosos. Puede que a nuestro pirómano le guste más su vida que seguir prendiendo luego al barrio.

—¿Por qué no le ha dado por otro barrio?

—Parece tener un especial interés en Mount Hope.

—¿Te acuerdas de los abogados por los que me preguntaste el otro día? ¿Por qué lo hiciste?

—Eran solamente unos cuantos nombres con los que me he tropezado en mis investigaciones.

—¿Y has llegado a alguna conclusión?

—A un punto muerto —mentí. Visto lo que le había sucedido a Gloria y a Cheryl Scibelli, cuanto menos supiera Veronica, mejor.

Aquella tarde, Veronica se acurrucó a mi lado con otro libro de esa poetisa sexy que había descubierto. Cogí el ejemplar de la revista New Yorker que me había traído para distraerme. Seymour Hersh volvía a la carga con más detalles sobre irregularidades en la guerra de Irak.

Me había pasado los últimos dieciocho años escribiendo sobre los maleantes de poca monta que regían Rogue Island. Hersh se había pasado los últimos treinta y cinco escribiendo sobre los grandes delincuentes y mentirosos en las altas esferas de poder del país. Quizá Veronica tuviese razón. Quizá fuese hora de progresar y ver si podía escribir sobre asuntos que tuvieran alguna trascendencia.

Le estuve dando vueltas y más vueltas. Mi matrimonio estaba acabado. No tenía padres. Mi hermana vivía en New Hampshire. Mi hermano vivía en California, y tampoco es que nos habláramos mucho. Veronica se iba a Washington y no podía soportar la idea de perderla. ¿Qué era entonces lo que me retenía en aquel lugar?

Aquella noche, Veronica sacó el tema del «futuro» de nuevo.

—Mulligan.

—¿Sí?

—¿Has llamado a Woodward?

—Esta semana lo haré. Te lo prometo.

—¿De verdad lo vas a hacer?

—De verdad —respondí. Esta vez iba en serio.

El miércoles por la mañana, Veronica intentó convencerme para que no fuera a trabajar. Se rindió y me ayudó a lavarme y a ponerme la camisa. Mis costillas no me dolían tanto como el día anterior, los Red Sox llevaban una buena racha y yo estaba a punto de tomar una decisión importante sobre mi futuro. Si no fuera por el ojo de Gloria, el cadáver de Scibelli, la sospecha que recaía todavía sobre Jack, la paliza humillante que me habían dado y las cinco noches consecutivas sin sexo, podría haber estado de buen humor.

No encontré sitio para aparcar en la calle, por lo que tuve que pagar diez pavos en un aparcamiento regentado por la mafia y andar un par de manzanas hasta la redacción. Había un par de coches patrulla aparcados justo delante. Mientras me acercaba por la acera, se abrieron las puertas de golpe y salieron cuatro agentes.

Dos se colocaron detrás de mí y los otros dos delante, bloqueándome el paso. Uno de ellos me agarró de los brazos y los juntó en la espalda para esposarme. Luego me empujó hacia el interior del coche, me separó las piernas, me cacheó y me dio la vuelta a los bolsillos. El frasco de calmantes cayó rodando a la acera. Las costillas me dolían como si me hubiesen disparado.

—Está arrestado.

Ya, ya me lo había imaginado.

Las únicas palabras que se oyeron de camino a la comisaría fueron mis preguntas: «¿A qué se debe todo esto? ¿Me podéis decir qué está pasando? ¿De qué demonios se me acusa?». Quizá las autoridades se habían enterado de los pufos que hacía con las multas de aparcamiento y no les había hecho gracia.