Por la mañana comprobé que no había sangre en mi orina, pero me dolían mucho las costillas cuando me movía; cuando no me movía, también. Entré muy rígido en la redacción y me encaminé directamente al escritorio de Mason.
—¿Qué te ha pasado? —preguntó—. Tienes un aspecto terrible.
—Nada importante, Gracias Papá. Solo contéstame a una pregunta. ¿Hay algún motivo para que alguien sospeche que yo estaba trabajando en el asunto de las alcantarillas?
—Caray, Mulligan. He estado contando a todo el mundo que trabajo contigo.
—Genial.
—¡Mulligan! —Lomax me hizo señas desde su despacho—. La emisora de la policía está hablando de la aparición de un cuerpo en una obra cerca del Hospital de Rhode Island.
Cuando levantó la vista de su ordenador me miró de arriba abajo.
—Parece que has pasado una mala noche. ¿Estás seguro de que puedes encargarte de esta noticia?
—Sí, por supuesto —mentí, porque no estaba seguro. Aun así el encargo me convenía, porque así podía pasarme por Urgencias y comprobar cómo estaban mis costillas.
El cuerpo estaba tirado boca abajo cerca de una excavadora de Construcciones Dio. A juzgar por el rastro que había dejado en el barro, la víctima se había arrastrado unos cinco metros en dirección al hospital antes de morir. Los tres agujeros que tenía en la espalda parecían orificios de salida de bala.
Un detective dio la vuelta al cuerpo. Tenía el logo de Little Rhody Realty cosido en el bolsillo de la pechera de su chaqueta. Unos metros más allá, un agente uniformado revolvía en el bolso en busca de algún documento de identificación.
—¿Qué hay, Eddie? ¿Tienes su documento de identidad?
—Venga, Mulligan. Sabes que no puedo decirte nada hasta que se lo notifiquemos a la familia.
—¿Y si te digo yo quién es?
Se quedó mirándome.
—Cheryl Scibelli. Vive en el 22 de la calle Nelson.
—¿La conoces?
—Algo así.
Estuve dos horas en urgencias esperando mi turno detrás de cinco víctimas de accidentes de circulación, una docena de críos chillones con fiebre, tres hombres de mediana edad con dolor de pecho y un par de ancianos que se habían caído al suelo.
Mi fuente principal, el matón, no tenía nada que ver con los incendios. Mi segunda fuente estaba muerta y el mensaje que le había dejado en el contestador podría haber sido la causa. No tenía ni idea de cómo continuar.
Las radiografías mostraban cuatro costillas rotas, una en el lado izquierdo, el resto en el derecho.
El médico que me convirtió en una momia egipcia intentó animarme: «Un par de golpes más y una de esas costillas te podía haber perforado el pulmón».
—Supongo que es mi día de suerte.
Cuando volví al trabajo, Lomax me observó mientras me arrastraba por la redacción y me sentaba con cuidado en mi escritorio. Estaba escribiendo el título del artículo para la edición digital cuando se acercó y se sentó en la esquina de mi mesa.
—¿Qué diablos te ha ocurrido? —preguntó.
No quería hablar sobre el tema. Mentí.
—He tenido un encontronazo con un par de aficionados de ese equipo de Nueva York a los que no les gustó mi camiseta de «Yankees a la mierda».
—¿Te han dado en las costillas?
—Sí.
—¿Te han roto alguna?
—Cuatro.
—Cuando acabes de redactar el artículo, ¿por qué no te marchas a casa?
No discutí. Esa noche los Sox empezaban una serie de dos partidos contra los Indians, el equipo al que ganamos en las semifinales del año anterior, y prepararme para el partido me iba a tomar más tiempo del habitual.