Noté su presencia por los crujidos de las pisadas en el suelo de madera.
Me abalancé a abrir mi destartalada puerta de entrada, miré hacia abajo y vi la cabeza del pequeño matón. Le lancé un puñetazo con la izquierda que bloqueó sin esfuerzo con su mano derecha. Después me volvió a golpear los testículos, una zona a la que se había aficionado. Luego me embistió y me arrastró contra la pared de la cocina y me empezó a golpear las costillas.
Intenté lanzar unos cuantos puñetazos, pero de la forma que me tenía bloqueado todos le pasaban rozando por encima de la cabeza. Intenté librarme de él para tener margen de ataque, pero fue como intentar mover un camión. Sus brazos eran como martillos neumáticos que me golpeaban a diestra y siniestra. Me preguntaba por qué no intentaba darme en la cara. Quizá fuera demasiado alto. Cuando por fin se cansó de pegarme, dio un paso atrás. Fue cuando descubrí que él solito me había estado sujetando en alto durante todo ese tiempo.
Resbalé por la pared hasta el suelo. Después me dio un revés con la mano derecha.
—Capullo —masculló—. Te dije que dejaras de meter tus narices en lo de las alcantarillas.
¿Alcantarillas, decía? Me parecía que acababa de darme con una de ellas. ¿Aquella visita se debía a lo de las alcantarillas?
Intenté formular la pregunta, pero el matón ya se había marchado, llevándose mi dignidad consigo.