Eran las cinco de la tarde y la secretaria de McCracken ya se había ido, así que entré sin llamar en el despacho. Tras contarle lo que había averiguado sobre los abogados, nos quedamos un rato meditando en silencio.
—Eres consciente de que no prueba nada, ¿verdad?
—Ya lo sé.
—Un bufete tan grande como ese lleva muchos asuntos, entre ellos altas de empresas.
—Sí, ya lo sé.
—Pero es una coincidencia enorme.
—Lo es.
Continuamos sentados y seguimos meditando un rato más.
—Estaría bien si pudiésemos averiguar a quién pertenecen esas cinco empresas.
—Sí que estaría bien.
—Pero no hay forma de averiguarlo.
—Ninguna que se me ocurra. A no ser que alguno de los abogados decida arriesgarse a perder la licencia y traicionar el secreto profesional.
—Lo cual es muy improbable.
—Sí, claro que lo es.
Abrió el pequeño cajón del escritorio donde guardaba los puros, sacó un par y cortó las puntas. Me ofreció uno y encendió el suyo con una cerilla de madera. Prendí fuego al mío con el Colibri. Estuvimos un rato sentados, fumando.
—¿Te acordaste de difundir la descripción del pequeño matón? —pregunté.
—A todos los investigadores de seguros que conozco —dijo—. A nadie le sonaba de nada.
—Prometió volver a por mí si no paraba de husmear por ahí.
—Y no has parado.
—Por supuesto que no.
—¿Qué piensas hacer cuando venga a por ti?
—Le voy a entrevistar.
—¿Y la entrevista va a ser antes o después de que le des la paliza?
—Eso depende de él.
Los Cate Brothers empezaron a sonar desde el bolsillo de mi pantalón. Miré quien llamaba, vi que era Dorcas y dejé que saltara el contestador. Estaba guardando el teléfono en el bolsillo cuando la banda volvió a sonar.
—Hola, guapo. Solo quería decirte que no puedo quedar contigo esta noche. Voy a cenar con un informante y puede que vaya para largo.
—¿Qué tal mañana?
—Si, mañana seguro. Te echo un montón de menos. Tengo prisa. Adiós.
Hice otra nota mental: cambiar el tono del teléfono a otra melodía que no tenga la palabra «perderte» en el título.
—Bien —dije—. ¿Te apetece ver el partido de los Sox contra los Yankees esta noche?
—¿Tienes entradas? —preguntó McCracken.
—Sí. Para un sitio privilegiado en Hopes. Llamaré a Rosie, a ver si quiere unirse a nosotros.
—¿La lesbi?
—Oye, ya hemos hablado de ese tema.
—Pero ahora sé a ciencia cierta que es lesbiana, Mulligan.
—¿Y eso por qué?
—Le he pedido que salga conmigo y me ha rechazado.
—¿Por eso sacas esa conclusión?
—Por supuesto.
—Pues seguro que vas a seguir encontrándote con muchas lesbianas.
Rosie se sentó entre McCracken y yo justo en el momento en que Derek Jeter se atrincheró frente a nuestro pitcher estrella, Josh Beckett. Mike Mussina le fue igualando, lanzamiento a lanzamiento, hasta que Ramirez anotó un home run en el turno de bateo de los Sox en la quinta entrada. El partido se detuvo a causa de la lluvia, circunstancia que aprovechamos para seguir tomando cervezas y para que McCracken le entrara de nuevo a Rosie.
—Lo siento —dijo ella—, pero no eres mi tipo.
—¿Y quién es tu tipo?
—Ese de ahí —respondió señalando a la televisión del bar. Había dejado de llover y Manny Ramirez corría por el campo para tomar posiciones delante de la famosa valla Green Monster del estadio de los Sox—. ¡Está buenísimo!
Papelbon dejó a los del uniforme a rayas sin esperanzas en la novena entrada. Todo el bar se lanzó a vitorear la tradicional consigna de «¡Yankees a la mierda!». A un pringado con una camiseta de los Yankees le tiraron una cerveza encima y Annie cambió al Canal 10 de noticias. Luego se fue aproximando mesa a mesa para hacer el numerito de subirse la falda y enseñar la mariposa mientras recogía las propinas. Todos estábamos contentos aquel día. Todos menos el seguidor de los Yankees.
Por la noche me entretuve leyendo una novela de Tim Dorsey mientras esperaba la visita del matón. Apareció a eso de las tres de la mañana.