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Los abogados que se habían encargado de las gestiones para la constitución de las empresas misteriosas habían firmado con mucha floritura. Era más fácil leer la letra impresa debajo de las firmas: Beth J. Harpaz, Irwin M. Fletcher, Patrick R. Connelly III, Yolanda Mosley-Jones y Danie Q. Hanley.

Había albergado la esperanza de encontrar un solo abogado en los registros. Así habría sido más fácil y podría investigar a partir de ahí. En lugar de eso, en mi visita al registro me había encontrado con cinco nombres diferentes de los que no había oído hablar nunca. Pero sabía de alguien que podía conocerlos.

Llegué a la redacción poco después del mediodía. Encontré a Veronica sentada en su escritorio picando algo que parecía una hoja verde. Abrí mi cuaderno y lo dejé encima de la mesa, delante de ella.

—Echa un vistazo a estos nombres y dime si te suena alguno.

Se quedó mirando el cuaderno un instante.

—Lo siento —dijo—. Ahora no me da tiempo. Tengo que ir a los tribunales. Se rumorea que se dicta hoy la sentencia de Arena.

Se levantó de su silla ergonómica, me pellizcó la mejilla y se dirigió al ascensor.

Un periodista de investigación debe ser una persona con re-cursos. Cuando le falla la primera fuente, necesita buscar otra.

Abrí el cajón y saqué mi fichero secreto. Beth J. Harpaz, abogada, figuraba en el listín telefónico de Providence.

—McDougall, Young, Coyle y Limone. ¿En qué puedo ayudarle?

—Quisiera hablar con Beth Harpaz, por favor.

—¿Me puede decir su nombre y sobre qué asunto llama usted?

—Me llamo Jeb Stuart Magruder. Mi mujer, con la que llevo casado veintidós años, se ha echado novia y me gustaría iniciar el proceso de divorcio inmediatamente.

—Lo siento señor, pero la señora Harpaz no lleva asuntos de divorcio. Le sugiero que pruebe con otro bufete más pequeño.

Le di las gracias, colgué, abrí el listín de teléfonos y comencé a buscar el número de Daniel Q. Haney. Pero después de dudar un momento, decidí volver a llamar al bufete anterior.

—McDougall, Young, Coyle y Limone. ¿En qué puedo ayudarle?

—Cómo te va, muñeca. Me preguntaba si mi colega Dan Haney está por ahí esta tarde.

—¿Me puede decir su nombre y en relación a qué asunto llama usted?

—Dígale que Chuck Colson le recuerda que ni se le ocurra escaquearse de su cita para jugar al golf del sábado por la mañana. Se apostó mil pavos a que me ganaba y necesito ese dinero.

—Ya veo —respondió—. Espere un momento, por favor. Voy a comprobar si está disponible.

Me puso a la espera y colgué. Practiqué con otro tono de voz otros dos minutos antes de volver a llamar.

—McDougall, Young, Coyle y Limone. ¿En qué puedo ayudarle?

—Con el señor Irwin M. Fletcher, por favor.

—¿Me puede decir quién le llama y en relación a qué asunto?

—Soy James W. McCord. Necesito hablar con el señor Fletcher inmediatamente por un asunto urgente.

—Lo siento señor, pero el señor Fletcher está de viaje. ¿Quiere hablar con alguna otra persona?

—Ese capullo nunca está cuando lo necesito —dije antes de colgar.

Esperé otros diez minutos y volví a llamar.

—McDougall, Young, Coyle y Limone. ¿En qué puedo ayudarle?

—Patrick Connelly, por favor.

—¿Quiere hablar con Patrick R. Connelly Junior o Patrick R. Connelly Tercero?

—¡Vaya! No sabía que el viejo estuviera vivo todavía.

—El señor Connelly solo tiene cincuenta y cinco años, señor.

—Así que los antibióticos mantienen su sífilis bajo control, ¿eh?

—¿Cómo dice? —respondió y colgó.

Me había quedado sin repertorio de voces y me imaginé que a estas alturas la voz impersonal al otro lado de la línea estaría comprobando el origen de las llamadas. Me levanté y fui hasta donde estaba Mason.

—Necesito un favor —le dije.

—Yo también —dijo él.

—Yo primero —le contesté. Le conté lo que necesitaba.

Yolanda Mosley-Jones, por favor.

Hubo una pausa.

—Me llamo Gordon Liddy y le llamo en relación a un caso que está llevando para mí.

Otra pausa.

—Pero es urgente que hable con ella esta misma tarde.

Otro silencio mientras le contestaban.

—Ya veo. No, no. Estoy conduciendo. La volveré a llamar esta tarde —dijo Mason antes de colgar.

—¿Y bien?

—La señora Mosley-Jones es la asistente de Brady Coyle en un asunto penal que están llevando en estos momentos en el Tribunal Federal y no estará disponible hasta esta tarde.

—Lo has hecho bien, Gracias Papá.

—¿Quién demonios es Gordon Liddy?

—Da igual. ¿Qué puedo hacer por ti?

—Me he enterado de qué es lo que hacen con las tapas de alcantarilla.

—Cuéntame.

—Me he estado informando por ahí y he descubierto que a los trabajadores del departamento de carreteras les gusta pasarse por el Good Time Charlie, un garito de striptease que hay en la calle Broad.

—Me suena.

—Así que me he pasado varias veces por ese sitio. Me he puesto vaqueros y una camiseta para no desentonar. Al principio mi plan era intentar hablar con ellos, pero me di cuenta de que evidentemente no me iban a contar nada así como así, ¿verdad? Por lo tanto, me limité a sentarme a su lado y poner la oreja. No fue fácil porque la música estaba a todo volumen. Las dos primeras noches lo único que vi fue a un montón de tipos sobando a las bailarinas y discutiendo sobre los Celtics y los Red Sox. Pero la tercera noche entraron en el garito tres hombres con sus monos de trabajo y se sentaron en la barra. Empezaron a quejarse del trabajo que les había tocado hacer al día siguiente. No lo pude escuchar todo, pero hablaban de cargar un camión. También pude escuchar la palabra «alcantarillas». Estaban bastante cabreados por el asunto. Uno de ellos quería incluso presentar una queja.

—Es que esas cosas pesan mucho —dije.

—Unos setenta kilos cada una. Lo he buscado.

—¿Y entonces qué hiciste?

—Al día siguiente por la mañana me fui al departamento de carreteras, aparqué en la calle y encontré un hueco al lado de las vías del tren desde donde poder observar sin ser visto. Sobre las diez apareció un camión, y tres tipos que parecían los mismos que había visto el día anterior en el bar empezaron a cargar en él todas las tapas.

—¿Seguiste al camión?

—Lo hice. Giraron a la derecha en Ernest y volvieron a girar a la derecha en la calle Eddy Luego se metieron en la interestatal en dirección norte. Tomaron la salida de la avenida Lonsdale en Pawtucket y condujeron un kilómetro y medio en dirección este hasta parar delante de una verja cerrada con un candado de cadena. Tocaron la bocina, la verja se abrió y entraron. Llevaron el camión hasta un muelle de descarga.

Sonrió como deseando que le rogara que me contara el resto de la historia.

—¿Qué lugar era ese?

—El cartel de la entrada decía Weeden Scrap Metal Company.

Nos reímos.

—¿Cuánto está pagando Weeden por esas tapas de alcantarilla?

—Unos dieciséis dólares la unidad —me dijo—. Lo he comprobado.

—Deja que me aclare. El departamento de carreteras está comprando tapas de alcantarilla a cincuenta y cinco dólares cada una a uno de los principales contribuidores a la campaña electoral del alcalde. Luego Baldelli y Grieco las cogen y las venden para chatarra a dieciséis pavos cada una.

—Evidentemente. Hasta ahora se han embolsado catorce mil quinientos sesenta dólares. Lo he calculado.

—¿Ya has escrito el titular del artículo?

—Antes tengo que hacer una última entrevista. Voy a hablar con el alcalde esta tarde. Creí oportuno contarle lo que está sucediendo y darle una oportunidad de comentarlo.

—Asegúrate de preguntarle qué creía que iba a pasar cuando nombró a tipos como Chantajes o El Puño como responsables del departamento de carreteras.

—Lomax me dijo que podía desvelar la noticia en la edición digital primero —aseguró Mason—, y luego escribir un artículo más extenso en la edición de papel.

—Parece que te has ganado tu primer reportaje de primera página, Gracias Papá.

Volví a mi escritorio, encontré la tarjeta de visita que me había dejado Joseph y llamé a Little Rhody Realty. Cheryl Scibelli no había llegado todavía, así que dejé mi nombre y mi número de teléfono. Abrí mi fichero secreto y encontré que su número venía en la guía.

No hubo respuesta.

El listín decía que su dirección era el número 22 de la calle Nelson, cerca de la Universidad de Providence. Conduje hasta allí y llamé a la puerta de una casita pintada de un blanco inmaculado.

No contestó nadie.