54

Un asistente ayudó a Gloria a levantarse de la silla de ruedas. Le deseó buena suerte y se fue conduciendo la silla vacía. La sujeté del brazo bueno mientras avanzaba titubeando hacia el coche. A nuestra izquierda, un hombre con el brazo derecho en cabestrillo levantó su brazo izquierdo para pedir un taxi. Gloria vio aquel brazo en alto, se asustó y buscó refugio en mi pecho. Las heridas físicas se estaban curando, pero el daño que le habían hecho era mucho más profundo.

La acuné un rato, acariciándole la nuca. Después la ayudé a sentarse en el asiento del copiloto. Hizo un aspaviento cuando le intenté ajustar el cinturón de seguridad por encima de las costillas rotas. Di la vuelta hasta el otro lado, me senté y arranqué el Bronco.

—Tienes mejor aspecto.

—No es cierto.

—Tienes que estar contenta de poder salir del hospital.

—Sí, pero tengo que volver.

—Ya lo sé.

Tendría que someterse a otra operación para reparar el tendón y dos cirugías plásticas para corregir su nariz y la mejilla derecha. No podían hacer nada más por el ojo.

Me metí en la autopista I-95 en dirección sur. Condujimos en silencio unos cuantos kilómetros. Gloria guiñaba el ojo mientras observaba por la ventana un típico día nublado de Rhode Island.

—Mulligan.

—¿Sí?

—No ha sido culpa tuya.

—Sí que lo ha sido.

—¿Lo conseguiste?

—Sí. Está en la guantera.

Se inclinó hacia delante y gimió de dolor al apretar las costillas contra el cinturón. Abrió la guantera y sacó un bote de spray de defensa.

—Gracias. ¿Cuánto te debo?

¿Qué cuánto me debía?

—Nada, Gloria. El Colillas tenía una caja entera por ahí tirada y quería darte uno. En realidad, te quería regalar un revólver, pero pensé que no era buena idea.

Levantó su mano buena e hizo un gesto como si fuera a disparar un arma. Se quedó un rato así, meditando sobre si sabría usarla.

—Sobreviviste, Gloria. Le has ganado.

—¿Qué pasa si vuelve?

—No lo hará. Ahora tiene que esconderse.

—¿Lo pillarán?

—Seguro que sí.

La huella dactilar no coincidía con la de ningún sujeto fichado por la policía, pero Gloria no necesitaba conocer ese detalle. Lo que necesitaba era tener la seguridad de que se haría justicia.

Comenzó a llover mientras pasábamos por Cranston en la interestatal. Cuando le di al limpiaparabrisas, Gloria se puso tensa. Al poco empezó a llorar.

—¡No, no! ¡No, por favor!

—¿Qué pasa Gloria?

—¡La lluvia! —gritó—. ¡Por favor, haz que pare! —dijo mientras golpeaba el salpicadero con su mano sana.

Pero no podía parar en ningún sitio y parecía que no había nada que pudiera hacer para consolarla.

—¡Que pare ya!

Dejó de llover justo cuando tomé la desviación de East Avenue en Warwick. Los gritos de Gloria se fueron transformando en un quejido a medida que avanzábamos por la carretera hacia la calle Vera. Por fin, aparqué en el bordillo delante de la pequeña casa de madera pintada de amarillo donde se había criado. Su madre esperaba en la acera para ayudarla a entrar en la casa.