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Aquella noche compré comida china para llevar a casa de Veronica en Fox Point. Cenamos pollo en salsa de ajo y salteado de gambas directamente de las cajitas de papel. Mientras tanto, me contó cómo le fue el día. Aquella noche cenamos y luego charlamos sin parar hasta que por fin, nos desnudamos y nos acostamos.

Veronica guió mi cabeza hasta su pecho, pero esta vez no era para que me relajara. Me tomé mi tiempo explorando el terreno y cuando nos acoplamos rítmicamente ya me había puesto a mil.

Cuando mi respiración volvió a la normalidad, me giré un momento, cogí los vaqueros de la moqueta y busqué algo en el bolsillo del pantalón.

—Toma, me gustaría que te quedaras esto.

Se sentó, abrió una cajita azul y sacó el collar. No es que fuera gran cosa, pero por lo menos brillaba un poco. Era una pequeña máquina de escribir plateada que colgaba de una cadena también de plata.

—Es precioso. ¿Estoy disfrutando del lado dulce de L. S. A. Mulligan?

Me encogí de hombros y le sujeté el pelo mientras se abrochaba el colgante. Luego me besó.

Esta vez tuvimos otro tipo de conversación en la cama. Veronica quería hablar sobre nuestro futuro.

—¿Qué vas a hacer ahora, Mulligan?

—Tengo que repasar los papeles del registro.

—No, no, no me refiero a eso. ¿Qué quieres hacer con el resto de tu vida?

—¡Ah! Bueno, primero quiero arreglar los papeles del divorcio.

—Sería un buen comienzo.

—Después de eso, quiero ir a ver jugar a los Sox la final de las Series Mundiales y sentarme en las gradas centrales de Fenway Park con mi chica favorita.

—¿Tu chica favorita? ¿Esa soy yo?

—Podría ser.

—¿Y luego?

—Luego ya me puedo morir tranquilo.

—Seamos serios aunque solo sea un momento, ¿vale?

Yo creía que ya estaba siendo bastante serio, pero en lugar de eso asentí.

—Ya llevas en Rhode Island mucho tiempo, Mulligan.

—Toda la vida.

—¿No crees que ya es hora de que pases página y busques algo mejor?

—¿Cómo qué?

The Washington Post, The New York Times, The Wall Street Journal, por ejemplo.

—¿Quieres decir mudarme a un lugar donde no pueda ver gratis los partidos de los Red Sox? Además, ya sabes cómo está el mundo del periodismo. Esos periódicos de mala muerte están echando a gente, no contratándola.

—Sí, pero siempre harían hueco a un periodista de investigación con un cajón lleno de medallas.

—Nadie quiere oír hablar de un Pulitzer de hace diez años, Veronica.

—Sí que quieren —respondió—. Y te lo dieron hace dos años nada más.

—Ya.

—¿Y qué me dices de periodismo de televisión? ¿La CNN por ejemplo?

—¿Con la cara que tengo?

Esperaba que ella dijera que no le pasaba nada a mi cara, pero no lo hizo. En su lugar, dijo:

—Wolf Blitzer tampoco es ninguna maravilla.

No contesté.

—Piénsatelo, cariño. ¿Qué harías con tu vida si pudieras hacer exactamente lo que quisieras?

—Ya hago lo que quiero.

—¿De verdad te gusta este sitio?

—¿Aquí desnudo a tu lado? ¿Tú qué crees?

—¡Vamos a hablar en serio!

Sonreí.

—¿Sabes de dónde viene el nombre de Rhode Island?

—No, pero seguro que me lo vas a contar ahora.

—La verdad es que no puedo explicarlo. Nadie lo sabe a ciencia cierta. Los historiadores no han parado de buscar una respuesta durante años, pero solo han conseguido hilvanar teorías a medias.

—¿Y?

—Una de ellas dice lo siguiente: Rhode Island viene de Rogue[5] Island, un nombre que los fornidos granjeros de la Massachussetts colonial impusieron al enjambre de herejes, ladrones y asesinos que se asentó por primera vez en la bahía de Narragansett.

Veronica se rio y meneó la melena. Me gustaba que lo hiciera.

—Deberían cambiarle el nombre de nuevo —dijo—. Rhode Island es aburrido. Rogue Island tiene más encanto.

También es más apropiado. Durante más de cien años, los piratas se escapaban de las cuevas de la bahía de Narragansett para abordar barcos mercantes. A finales del siglo XVIII y principios del XIX, los marinos de Rhode Island dominaban la trata de esclavos. Durante la guerra Franco-India, y después, durante la guerra de la Independencia, multitud de barcos corsarios, armados hasta las cejas, se escondían cerca de Providence y Newport para capturar los botines de cualquier barco que se acercara a tierra. Tras la guerra de Secesión, Boss Anthony, uno de los dueños de The Providence Journal se dedicó durante décadas a comprar votos, a dos pavos cada uno, para mantener en marcha esa maquinaria de propaganda republicana que era el periódico. A comienzos del siglo pasado, Nelson Aldrich, un antiguo dependiente de ultramarinos de Providence que quedó inmortalizado en la obra de David Graham Phillips The Treason of the Senate, ayudó a los potentados delincuentes de la zona a saquear el país. En los años 50 y 60, un capo local llamado Raymond L. S. Patriarca se convirtió en el hombre más poderoso de Nueva Inglaterra. Decidía todo, desde qué se escuchaba en la radio hasta quién merecía vivir y morir. Y el predecesor en el cargo del alcalde actual, Carozza, el honorable Vincent A. Cianci Jr., alias Buddy, había estado hacía poco en la cárcel por conspirar para acceder a ese negocio ilegal que se conoce por Ayuntamiento de Providence.

—Desde luego, sabemos de dónde viene el nombre de Providence —añadí—. Roger Williams la bautizó así para agradecer a Dios su apoyo divino. Las sugerencias de Cotton Mather: «el culo del mundo» o «la cloaca de Nueva Inglaterra» no quedaban tan bien.

—¿Y por eso te gusta vivir aquí?

—He crecido en esta ciudad. Conozco a la policía y a los ladrones, a los peluqueros y a los camareros, a los jueces y a los matones, a las putas y a los curas. Me conozco a los parlamentarios y a la Mafia de arriba abajo y te aseguro que son muy parecidos. Cuando escribo que un político está comprando votos o que un policía acepta sobornos, la ciudadanía ya acostumbrada a todo ello se ríe y se encoje de hombros. Me solía fastidiar que fuera así. Ya no. Rogue Island es un parque de atracciones para un periodista de investigación; nunca cierra, puedo montarme en la montaña rusa a cualquier hora.

»Además si intentara escribir sobre algún sitio que no conozco, no podría hacerlo igual de bien.

—Seguro que lo harías —objetó Veronica—. Piensa en lo que te divertirías persiguiendo a esos capullos de Washington.

¿Washington? Era la segunda vez que mencionaba Washington.

—Te has entrevistado con The Washington Post, ¿verdad?

—Deja que te cuente algo sobre mi familia, Mulligan. Sobre mi hermana Lucy, por ejemplo. Empieza a estudiar medicina en Harvard el próximo curso. Mi hermano Charles, a los treinta años ya es un ejecutivo en Price Waterhouse. ¿Y yo? Me dejo la vida cubriendo noticias en «el culo del mundo» para un periodicucho de tercera que me paga seiscientos dólares a la semana. A mi padre le doy tanta pena que me manda quinientos pavos lodos los meses, y estaría viviendo como tú si tuviera dignidad suficiente para no aceptar ese dinero.

»Mis padres son personas ambiciosas. Cuando les dije que quería ser periodista se sentaron a hablar conmigo y me dijeron que cometía un gran error. Cuando no les hice caso no trataron de impedirlo ni me amenazaron. Cuando me licencié en Princeton pagaron mis estudios de la Universidad de Columbia sin ninguna queja. Pero creo que se avergüenzan un poco de mí. Quiero que estén tan orgullosos de mí como lo están de Charles y Lucy. Yo también quiero sentirme orgullosa de mí misma. Soy hija de mis padres, Mulligan. Yo también soy ambiciosa.

Fue un bonito discurso, pero a mí lo único que me preocupaba era saber si aquello significaba que iba a volver a dormir solo.

—¿Qué te dijo el Post?

—Les envié mi curriculum hace un mes. La semana pasada, Bob Woodward me llamó por teléfono. ¡El puto amo, Bob Woodward! Volé hasta allí ayer para entrevistarme con él. Bob dice que le encanta mi instinto, le encanta como escribo. Le gustó especialmente la historia sobre el escándalo de Arena. Y como está presionado para contratar minorías, le viene muy bien que sea de origen asiático. Por cómo me miraba también me pareció que le gustaba mi aspecto.

Todo sucedía demasiado deprisa. Intenté que no trasluciera mi desesperación al hablar.

—¿Cuándo empiezas?

—Me dijo que tendría, en un mes o dos, un puesto libre de reportero para cubrir juicios federales. También escribiría notas de prensa para la edición digital y artículos de análisis para el periódico. Es un trabajo maravilloso y es mío si lo quiero.

—Ahora me vas a contar que le has hablado de mí.

—Mejor que eso. Yo misma escribí tu alucinante historial profesional y se lo envié junto con una copia de tus mejores artículos.

—¿No le habrás dicho también que soy chino?

—¡Mulligan!

—¿Ayudaría si nos casáramos y yo tomara tu apellido?

—Por favor deja de bromear. Quiere que le llames. Prométeme por lo menos que te lo pensarás. Te quiero, cariño. No quiero perderte.

La abracé y hundí la cara en su pelo.

—Yo tampoco quiero perderte —dije. Casi le digo «yo también te quiero», pero la última vez que había dicho esas palabras fue durante el último mes de mi matrimonio y habían sido mentira. Me sonaban a hueco.

—¿No has pensado en The Globe? —pregunté—. Si se enteran de que el Post te está tanteando, seguro que se lanzan a hacerte una oferta. Boston está a solo ochenta kilómetros al norte. Podría ir allí todos los fines de semana. Quizá entre los dos podríamos conseguir unos buenos asientos en Fenway.

—Escucha —dijo—. Si me prometes pensar en The Post, te prometo pensar en The Globe. ¿Trato hecho?

—Trato hecho —accedí y luego se me escapó algo no demasiado romántico—. Pero, si al final te marchas y yo me quedo, ¿qué tal si me cuentas cual era tu fuente en los juicios como regalo de despedida?

Suspiró.

—¿Te refieres esas exclusivas de los juicios a puerta cerrada?

—Sí, a ese.

—Él nunca hablaría contigo. Te odia.

¡Ajá! Ahora sabía que su informador era hombre y me odiaba. Aunque, a decir verdad, eso no ayudaba a estrechar la búsqueda.

Cuando volví a mi casa era casi medianoche. Intenté entretenerme con una novela de Dennis Lehane, pero me bailaban las palabras. No podía parar de pensar en Veronica. ¿Podía hacer algo para que se quedara? Me quedé despierto pensando en ello hasta las cuatro de la mañana. El matón no me visitó esa noche, ni tampoco lo hizo la siguiente.