Aquella tarde, mientras compartíamos una pizza de pepperoni en Casserta’s, le conté a Veronica mi plan. No le pareció tan buena idea como a mí.
—Es una locura —afirmó—. Ninguna historia merece tanto la pena como para resultar herido.
—Algunas historias sí que lo merecen.
—Seguro que Gloria no piensa igual.
No encontré ninguna respuesta aceptable para ese comentario.
—Por favor, cariño —dijo en un tono muy serio que mostraba preocupación—. Esta vez puede que te haga daño de verdad.
—Va a ser él quién va a recibir una paliza.
—Pues no cuentes conmigo —dijo—. No pienso estar aquí cuando aparezca. Lo siento, vaquero, pero vas a dormir solo hasta que la cosa estalle.
—Podría ir a tu casa, quedarme un rato y luego marcharme —sugerí.
—Me encantaría, pero hoy no puedo. Estoy liada.
¿Liada? No me gustaba como sonaba, pero decidí no darle importancia. Pagué la cuenta, me agaché para darle un beso y me marché.
—Ten cuidado, cielo —me dijo—. Providence sería un lugar muy solitario sin ti.
Cuando llegué a casa, encendí el televisor para ver el tercer partido de los Sox contra los Tigers. Wakefield había conseguido que los Sox fueran por delante 4 a 2 después de seis entradas y los bateadores de los Sox arrollaron a tres de los pitchers reservas de los Tigers. Sonreí por el resultado final, 12 a 6, y apagué el televisor.
Decidí jugar un poco con el móvil y cambiar el tono de llamada a «Am I losing you?» de los Cate Brothers. Era mi canción favorita de esa fabulosa banda de blues de Arkansas. Cuando terminé, abrí la caja fuerte de la pared y saqué el Colt 45 de mi abuelo. Estuve media hora sentado en el suelo con las piernas cruzadas, limpiando el revólver y recordando a mi abuelo.
«Arréstalos o dales su merecido». Es lo que él solía decir.
Mientras limpiaba el exceso de aceite del revólver, se me pasó por la cabeza la idea de comprar unas balas. Pero, al fin y al cabo, el pequeño matón era eso, muy pequeño. ¿Para qué me iban a hacer falta las balas?