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No consiguió verle la cara —me dijo Laura Villani, la sargento responsable de crímenes sexuales, aquella misma tarde—. Tuvo puesta esa máscara todo el tiempo. Todo lo que tenemos es que es un varón blanco, con voz de fumador, anillo de casado e impermeable verde. En ningún momento lo vio de pie, así que no puede calcular su estatura.

Ya no me acordaba si el matón que vino a mi casa llevaba o no anillo de casado. Intenté acordarme de cómo eran sus manos, pero no pude.

—Estaba patrullando por el barrio por si descubría algún otro incendio —le dije.

—Sí, eso es lo que dijo.

—Y la llamó «puta reportera fisgona».

—Sí —asintió la sargento—. Estamos trabajando con eso. La descripción no nos dice mucho, pero hemos conseguido un par de huellas dactilares de la funda de la cámara fotográfica. Si son de él y está fichado, lo cogeremos.

—Si lo detienen, me gustaría hablar con él cinco minutos.

—Si lo detenemos, tal vez se lo permita.

Volví a la redacción, saqué del fichero mis apuntes sobre los incendios y los apilé sobre la mesa. Tenía veintidós cuadernos llenos de descripciones de los incendios, de los registros de propiedad de inmuebles, de hallazgos y de las numerosas entrevistas que había mantenido con víctimas, bomberos e investigadores de incendios intencionados. Veintidós cuadernos que, en el fondo, no decían nada.

¿O quizá si decían algo?

Cuando un detective de homicidios se encuentra en un punto muerto, suele repasar el expediente del asesinato: un detalle cronológico de todos y cada uno de los detalles de la investigación. Yo no contaba con ese expediente, pero tenía todos esos cuadernos. ¿Estaría pasando por alto algo importante? ¿Quizá no había registrado alguna información? ¿Podría encontrar algún patrón dentro de esos garabatos acumulados a lo largo de cuatro meses? Abrí el primer cuaderno y comencé a leer.

Acababa de empezar el segundo cuaderno cuando apareció Mason.

—Siento mucho lo de Gloria.

—Ya lo sé.

—Le he mandado flores.

—Lo sé. Las vi en la habitación.

Frunció el ceño y meneó la cabeza.

—El ojo derecho —dijo—. Es el que usaba para fotografiar.

¿Se había dado cuenta Mason de eso? Después de todo, puede que tuviera madera de periodista.

—Puede que aprenda a usar el izquierdo —comenté.

—De cualquier forma, me ocuparé de que nunca le falte trabajo.

Se quedó de pie, en silencio, durante unos instantes. Llevaba una carpeta en la mano izquierda.

—¿Qué llevas ahí? —pregunté, aunque ya sabía lo que era.

—Es sobre el asunto de las alcantarillas. Me gustaría que le echaras un vistazo y lo repasemos, si puedes. Es para asegurarme de que no estoy dejando ningún cabo suelto.

—De acuerdo. Acerca esa silla y veamos lo que tienes.

Se sentó, apartó una caja vacía de pizza y puso la carpeta encima de la mesa. La abrió con cuidado, como si estuviera manejando la Biblia de Gutenberg, y sacó tres fotocopias de los registros de compra del Ayuntamiento en los que aparecían las operaciones comerciales que se realizaban con un fabricante local llamado West Bay Iron.

—¿Cuántas son? —pregunté.

—Novecientas diez.

—Deja de susurrar, Gradas Papá. Nadie te va a robar la historia.

—Los pedidos se extienden a lo largo de un año —dijo—. Todos ellos son de menos de mil quinientos dólares para evitar la obligación de tener que convocar un concurso de proveedores. Todas juntas suman novecientas diez tapas de alcantarilla a cincuenta dólares cada una. En total, un poco más de cincuenta mil dólares.

—¿Por qué necesita el departamento de carreteras del Ayuntamiento tantas tapas de alcantarilla?

—Eso mismo me pregunté yo. Fui a preguntárselo a Gennaro Baldelli, pero me echó a patadas.

Chantajes Baldelli.

—¿Disculpa?

—Así es como le gusta que le llamen.

—Así que fui a ver a su segundo, Louis Grieco. ¿También tiene un apodo?

El puño americano.

—Bien, pues El puño americano también me dijo que me largara.

—¿Y qué hiciste?

—Me fui al Ayuntamiento y comprobé los registros de donaciones a la campaña electoral —dijo, mientras sacaba otra hoja de la carpeta—. Resulta que Peter Abrams, el dueño de West Bay Iron aportó la cantidad máxima que permite la ley a la última campaña para la reelección del alcalde.

—Buen trabajo, Gradas Papá.

—He estado trabajando un poco el titular. ¿Me puedes decir qué te parece?

—No.

—¿Por qué no?

—Porque todavía no se puede publicar.

—¿Por qué no?

—Porque con eso no tienes suficiente. Todo lo que sabemos es que el Ayuntamiento está ayudando a un pequeño negocio que le ha financiado en la campaña electoral. Eso puede ser noticia en Iowa o Connecticut, pero en Rhode Island no es nada nuevo. Es lo habitual.

—Entonces, ¿he perdido el tiempo?

—No necesariamente.

—Así que, ¿cuál es el siguiente paso?

—Intenta averiguar qué están haciendo con todas esas tapas de alcantarilla.

—Ya lo he hecho. Pero nadie me cuenta nada.

—Eso es porque no has preguntado a las personas adecuadas. Tienes que buscarte buenas fuentes, Gracias Papá. Lígate a una secretaria. Entérate de a qué bar van los conductores de los quitanieves e invítales a unas rondas. Relaciónate con los trabajadores que no tienen un título a sus espaldas.

Mason sonrió. Se volvió a su escritorio, guardó la carpeta en el primer cajón y cogió el teléfono. Quizá le había juzgado mal. Ese pensamiento me hizo plantearme sobre qué otras cosas habría estado confundido todo ese tiempo.

Retomé el análisis de mis notas. Esperaba poder leerlo todo sin interrupciones; en cambio, durante la hora siguiente tuve que contestar a seis periodistas y cinco correctores que se interesaron por Gloria. McCracken y Rosie también me llamaron y Dorcas volvió a la carga con sus saludos intempestivos.

Estaba claro que no iba a poder ser.

Apagué el móvil, metí todas las carpetas en un maletín desgastado y me fui a por Secretariat El cartel de «Fuera de servicio» que había colocado sobre el parquímetro había desaparecido. Junto con la multa que había bajo el limpiaparabrisas, me encontré el siguiente mensaje: «Bonito intento». Me dio mucha rabia perder ese cartel, pero aún me quedaba mi plan B. Anduve hasta el coche del dueño del periódico y le coloqué la multa. Me monté en el Bronco y me fui a casa.

Me tumbé en el colchón y retomé mi análisis. Leí despacio, anotando alguna idea de vez en cuando en una libreta nueva. Me llevó dos horas acabar de leerlo todo, incluyendo el cuaderno sobre el que había derramado cerveza. Volví a empezar desde el principio. Cuando terminé, tenía media hoja llena de preguntas en una nueva libreta:

¿A quién pertenecían las cinco empresas misteriosas que habían comprado ya una cuarta parte de Mount Hope? Seguro que ya no eran del equipo de los Providence Grays que, aunque muertos hace tiempo, seguían figurando en los registros. ¿Cómo podría averiguarlo? ¿Seguían esas empresas interesadas en hacer negocios en un barrio tan propenso a los incendios? Si así era, ¿por qué? ¿Qué me había contado Joseph DeLucca? Algo así como que deberían haber vendido cuando tuvieron ocasión. ¿Les habían hecho alguna oferta?

Tras una segunda lectura, me di cuenta de que en mis apuntes sobre los registros de alta faltaban los nombres de los abogados que los habían tramitado. En su momento no me pareció importante, quizá no lo fuese. Los abogados de clientes que quieren permanecer en el anonimato no suelen ser muy proclives a hablar. Aun así, era algo digno de averiguar.

¿Por qué me había puesto Giordano sobre la pista de lo de las alcantarillas? Evidentemente, no era por preocupación cívica. ¿Qué más me había dicho? Que debería dejar de perder el tiempo con lo de Mount Hope. ¿Me estaba intentando alejar de la historia de los incendios? Si era así, ¿qué razones tenía para hacerlo? Más bien me parecía que se la estaba devolviendo a Chantajes y El Puño por la vez en que le negaron un trabajo a su hermano Frank.

En una de las hojas manchadas de cerveza tenía apuntado que había visto un equipo de construcciones Dio derribar un edificio de tres plantas calcinado. Había subrayado «Dio» tres veces. ¿Por qué me habría parecido importante? Me puse a pensar. Me levanté, di un trago al frasco del antiácido, volví y seguí dándole vueltas al asunto. No pude sacar nada en claro.

¿Quién era el pequeño matón? ¿Era él el pirómano, o tan solo un asesino a sueldo contratado por alguien que quería dejarme un mensaje?

En cualquier caso, él era la clave. Si yo seguía indagando, volvería a aparecer, al menos eso me había prometido. Solo tenía que provocarle para que volviera a visitarme y así poder echarle el guante.