Al día siguiente, Gloria se encontraba un poco mejor. No mucho, pero sí algo mejor. Suficientemente bien como para contarme lo que había sucedido. Hablaba entrecortadamente; a veces paraba para sollozar, otras para tomar aliento. Su voz ronca era apenas un hilo. Me tuve que sentar a su lado en la cama durante dos mañanas y dos tardes antes de conseguir entender completamente lo que había sucedido.
El sábado por la noche, después de que la dejase marcharse sola de Hopes, se fue a Mount Hope a dar vueltas en su pequeño Ford Focus azul. Justo antes de medianoche empezó a llover con fuerza. Al ir a alcanzar el termo, se dio cuenta de que se había olvidado rellenarlo antes de salir. La tienda de Zerilli estaba abierta, así que dejó el coche en el aparcamiento que hay junto a la tienda y entró rápidamente al supermercado. Recargó el termo en el puesto de café. Cuando volvió a salir llovía con más fuerza. Con la cabeza agachada corrió hacia el coche y metió la llave en la cerradura.
Acababa de abrir la puerta y poner el pie derecho dentro del coche cuando sucedió.
Lo primero que notó fue un fuerte golpe en la espalda. Después se dio de bruces contra el asiento del conductor. El termo se le escapó de las manos y cayó contra el asfalto con un gran estruendo. Sintió que toda la fuerza de un hombre la aplastaba, dejándola sin respiración. La lluvia, que golpeaba con fuerza el techo del coche, ahogaba sus gritos.
Se intentó zafar de él gateando como pudo hacia el asiento del copiloto. Notó como unos puños le golpeaban la cara. Luego le agarraron la cabeza y la golpearon contra el suelo, bajo el salpicadero. Agarró como pudo un zapato e intentó golpear la ventanilla con él para atraer la atención. Nadie la vio. El tipo le quitó el zapato y la golpeó con él en la cabeza. Luego le puso un cuchillo al cuello. Oyó esa voz en la oscuridad: «Te voy a joder, puta fisgona». Le oyó repetirlo una y otra vez.
Estaba quieta, medio tirada en el suelo. El tipo sacó la Nikon y repasó el bolso. De nuevo habló: «¿Donde está la pasta, zorra?». Ella le contestó: «En el billetero, solo hay unos pocos dólares».
Y otra vez empezaron los puñetazos. Había dejado el cuchillo en el asiento para poder quitarle un reloj de la marca Skagen. Notaba el cuchillo muy cerca. Se arriesgó. Cogió el cuchillo y le apuntó a la cara. Un rostro sin cara, cubierto con una máscara de esquiar azul.
Y de nuevo su voz: «Tú te lo has buscado, zorra». Después, el tipo le aplastó la mano hasta dejarla destrozada. Pudo oír el sonido de varios huesos rotos. El cuchillo le cortó la base del dedo pulgar, seccionándole el tendón. El tipo dejó caer el cuchillo en el asiento, le agarró la cabeza y se la estampó contra el salpicadero una y otra vez. Mientras, repetía el mismo mantra: «Te voy a joder, puta fisgona». Un mantra especialmente dedicado a ella.
De repente, la voz dejó de oírse. El cuerpo de él, encima de ella, la inmovilizó contra el asiento. Los dos permanecieron callados, como si estuviesen muertos. ¿Habría alguien por los alrededores? ¿Alguno de los DiMaggios? ¿La policía?
Se había quedado sin las llaves del coche. El tipo las encontró en la alfombrilla del asiento del copiloto. Arrancó el coche. Ella intentó mirar por la ventana, respirar algo de aire, pero él la abofeteó, le puso una manaza encima de la cabeza y se la aplastó. No estaba segura de cuánto tiempo llevarían conduciendo cuando notó que había parado el coche.
«Ha llegado el momento, puta reportera fisgona».
Empezó a manosearla, le arrancó la camiseta y el sujetador. Otra vez aquellos puños. No paraba de pegarle. Con el cuchillo en el cuello, la obligó a quitarse los pantalones y las bragas, le metió unos dedos torpes entre las piernas.
Ella recordó: no hay que resistirse a un violador. Lo había leído en alguna parte.
Le dijo: «Vamos al asiento de atrás para que disfrutemos los dos».
Él respondió con sorna: «Sí, eso es, zorra».
Se puso a cuatro patas en el asiento trasero, intentando encontrar en la oscuridad la manilla que abría la puerta. El hombre seguía detrás de ella, manoseándola.
Con la mano sana consiguió abrir la puerta, se arrastró fuera como pudo y le dio con ella en las narices. Al salir corriendo desesperadamente se dio contra un poste de teléfonos. Siguió corriendo como pudo, desnuda y ensangrentada bajo la lluvia fría.
¡Dios! Recordé cómo me había pedido que la acompañara.
—¿Qué aspecto tenía?
Contestó algo ininteligible.
—¿No sería bajo y musculoso?
Puede que fuera el mismo pequeño matón.
Gloria volvió a murmurar algo.
Dejé de presionarla. Ya le había hecho pasar un rato bastante malo.