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Al cabo de quince minutos me encontraba en la habitación de Gloria en el Hospital de Rhode Island. Resultaba difícil reconocerla. Tenía el ojo derecho cubierto con una gasa, la nariz amoratada y torcida hacia la izquierda y los labios partidos e inflamados. Su brazo derecho, escayolado, yacía inmóvil sobre la sábana blanca. Había sangre reseca en su melena rubia. Ya no se parecía a Sharon Stone.

Le fui a coger la mano izquierda, pero vi la vía que habían colocado en la vena así que, en su lugar, le acaricié el hombro. Abrió de golpe el ojo izquierdo y murmuró algo parecido a mi nombre.

Me levanté y eché un vistazo a su cuadro clínico, colgado al pie de la cama: «Tendón seccionado, mano derecha. Fractura del occipital derecho. Tres costillas fracturadas, lado derecho. Múltiples contusiones en rostro, brazos, pecho y espalda. Desprendimiento de retina, ojo derecho. Pronóstico reservado sobre recuperación de visión».

No conseguí recordar qué ojo era el que usaba para mirar por el visor de su cámara.

Aquella noche, Veronica volvió a hacerme la cena. Esta vez se trajo su wok y salteó una aromática mezcla de langostinos, jengibre y algo que ella llamó «verduras». El vapor que desprendía el guiso le humedecía la cara.

—¿Qué tal está Gloria? —preguntó.

—Está muy dolorida. No habla mucho. Se hace difícil mirarla a la cara. Deberías ir, estoy seguro de que está cansada de verme sólo a mí.

Hubo un silencio mientras Veronica apagaba el fuego. Finalmente contestó:

—No estoy tan segura.

El partido de los Sox dio paso a una conversación menos espinosa. Me enrollé un buen rato al recordarlo, mientras cenábamos. Solamente paré diez minutos después de que se le empezaran a poner los ojos vidriosos. Entonces me contó cómo le había ido a ella con su hermana. Se habían pasado el fin de semana entero de compras y saliendo a cenar por Providence Place.

—¿Me has echado de menos? —preguntó.

—Sí, desde luego que sí.

Luego le conté mi encontronazo con el pequeño matón. Dejó el tenedor en el plato y se quedó mirándome fijamente.

—¡Por Dios, Mulligan! ¿Por qué no me has contado esto antes?

—Porque la victoria de los Sox es bastante más importante.

—¿Qué ocurre si vuelve por tu casa?

—Cuento con ello. Créeme. Soy perfectamente capaz de darle una paliza, que es lo que voy a hacer en cuanto tenga la ocasión.

Volvió a coger el tenedor y pinchó con fuerza un langostino.

—Esto no es una pelea de patio entre dos chavales, Mulligan. Si se trata del pirómano, ya sabemos que es capaz de matar. ¿No te preocupa que traiga una pistola la próxima vez?

—Pues se la quitaré —dije, pero ya no me sentía tan gallito como pretendía.

—Me preocupa que vuelva a apuntar a este sitio —dijo, mientras me acariciaba la entrepierna por encima del vaquero—. Con la suerte que estás teniendo últimamente, me asusta que pueda provocarle algún daño irreparable la próxima vez.

No me gustaba demasiado el cariz que estaba tomando la conversación, aunque me encantaba donde estaba poniendo la mano. Estaba un poco fatigado, pero la parte de mi cuerpo que pensaba utilizar no lo estaba. Sin embargo, cuando nos tumbamos en la cama me venció el cansancio. Desde que habíamos empezado a acostarnos no había ocurrido, pero esta vez parecía que no iba a poder ser.

—Necesitas descansar —susurró—. Y también te vendría bien dejar de hacerte el duro.

Me puso la cabeza sobre su pecho. Me sentía bien así. Me rozó en la frente con los labios, acariciándome en un sitio donde creo que nadie me había besado. De pronto, me entró un sueño terrible. Su olor me inundaba como una droga y me debilitaba cada vez más.

—… noches —conseguí musitar.

—Te quiero, cielo —la oí decir; o quizá lo soñé.