El béisbol es un deporte de verano. Esa verdad se hacía especialmente patente aquella tarde de abril en Boston en la que la temperatura rondaba los cero grados. Un viento intenso soplaba desde el puerto trayendo consigo un olor a mar con un cierto toque a desagüe.
Habíamos cogido un tren a última hora de la mañana en la estación de Providence. Rosie llevaba una camiseta nueva con capucha con el nombre y número de Ramirez cosido en la espalda y yo me había puesto una vieja sudadera de los Red Sox que había pertenecido a mi padre. Hablamos de béisbol, de incendios y de Veronica durante el camino.
—¿Ya le has comprado ese regalo del que hablamos?
—No.
—¿Por qué no?
—No lo sé. Parece como si…
—Como si estuvieras dando un paso importante, ¿no?
—Sí, supongo.
—Cariño, ese paso lo has dado ya hace tiempo.
—¿Sí?
—Déjame que te haga unas preguntas, ¿de acuerdo?
—Vale.
—¿Piensas en Veronica cuando no estás con ella?
—Eh… Sí.
—Cuando Annie te enseñó la mariposa el otro día, ¿seguías pensando en Veronica?
—Así que lo viste, ¿eh?
—Deja de desviar la conversación y contesta la pregunta.
—No, no me pude olvidar de ella.
—¿Si te toca el brazo con los dedos, tienes cosquillas?
—¿Qué si noto un cosquilleo?
Me miró.
—Sí, supongo que noto un cosquilleo. No sólo en el brazo.
—¿Te quedas despierto por la noche para mirarla mientras duerme?
¿Cómo podría Rosie saber eso?
—A veces —contesté.
Alargó el brazo y me pellizcó la mejilla.
—¡Ay! —dijo—. Mi pequeño Liam se ha enamorado.
Mi primer impulso fue negarlo todo, pero me contuve; sabía que perder esa discusión sólo me dejaría más confundido.
Llegamos al estadio de Fenway en un taxi que cogimos en South Station, justo a tiempo de disfrutar de la ceremonia de inauguración que duraría alrededor de una hora. Los Boston Pops tocaban un tema sacado de «Parque Jurásico» mientras en la Green Monster, la enorme valla publicitaria del estadio, se desplegaba una pancarta conmemorativa del triunfo en las Series Mundiales de 2007. Tedy Bruschi, Bobby Orr, Bill Russell y un montón de héroes deportivos de los Red Sox salieron al centro del campo. David Ortiz ayudó a un anciano Johnny Pesky a levantar la bandera de campeones y a colocarla en el poste del centro del campo. Rosie y yo estábamos roncos de tanto gritar cuando Bill Buckner subió al montículo, se secó una lágrima y lanzó la primera bola a Dwight Evans para empezar el juego.
Sí, señor. También jugaron un buen béisbol. Matsuzaka dominó a los bateadores de los Tigers, Kevin Youkills consiguió tres sencillos, Ramirez anotó un triple y los Sox ganaron 5 a 0.
Cuando acabó el partido me habría apetecido ir directamente a tomar una Killian’s bien fría, pero Rosie tenía otros planes.
—Vamos al aparcamiento a ver salir a los jugadores.
No me pareció buena idea. A mí me gustaba verlos jugar, pero no me iba mucho lo de adorar a los héroes.
—Venga —me alentó—. Será divertido.
«No tanto como tomarme una cerveza», pensé. La seguí sin muchas ganas.
Una marea de gente de rojo y blanco se agolpaba contra la valla metálica. La locura se apoderaba de ellos cada vez que aparecía un jugador que, invariablemente, les ignoraba y se montaba a continuación en un cochazo de un precio seguramente obsceno.
«¡Cásate conmigo, Dustin!».
«¡Oye, Youk! ¿Me firmas un autógrafo?».
«¡Josh! ¡Quiero un hijo tuyo!».
Rosie se abrió paso con dificultad entre el gentío hasta que consiguió llegar a la primera fila. Un par de tipos empezaron a protestar pero cuando miraron hacia arriba y vieron la envergadura de Rosie se lo pensaron mejor y decidieron cerrar la boca. En ese instante, Manny Ramirez apareció de repente en el aparcamiento. Sonrió e hizo un amago de batear en el aire que las cámaras captaron al instante. Rosie emitió un chillido típico de adolescentes en un concierto de rock.
Manny se giró, buscando de donde venía aquel grito, y como era de esperar reparó en Rosie, que sobresalía entre la multitud. Estoy seguro de haberle oído soltar una exclamación de admiración, a pesar de la algarabía que se había montado.
Luego se acercó a la verja. Rosie había sacado la mano con cierta dificultad a través de ella; Manny la agarró y le dio un apretón con una sonrisa. La jefa Rosella Morelli, la heroína de Mount Hope, se derritió de emoción. Acto seguido, Manny se dio la vuelta y se dirigió a un retocado Lincoln Continental de 1966. Se giró una vez más para admirar a Rosie, luego se montó en el coche y desapareció.
Rosie se quedó mirando cómo se iba hasta que las luces traseras del vehículo desaparecieron tras una esquina.
—Como le cuentes alguna vez a alguien… —amenazó.
—¿Como cuente qué? —contesté.
Siguiendo a la multitud, nos encaminamos al Cask’n Flagon que estaba en la esquina de la calle Landsdowne y la avenida Brookline para tomarnos una pizza y una cerveza. Después nos dimos un paseo hasta el club Boston, a jugar un poco al billar. Al final de la noche nos tomamos una última cerveza en Bill’s Bar, un local que había a la vuelta de la esquina. Se había hecho demasiado tarde para coger el último tren a Providence, así que nos dirigimos a un garito after-hours que nos comentó el camarero. Según él, allí encontraríamos una buena oferta de cervezas Bud o Miller, y también un buen bourbon, Jim Beam o Rebel Yell, así como un elevado número de seguidores de los Sox eufóricos y borrachos. Tomamos el primer tren a las 6:10 de la mañana e intentamos dormir un poco durante el trayecto. El tren nos dejó en Providence hechos polvo pero contentos. Eran las 6:55. Buena hora para irse a dormir.
En el vestíbulo de la estación, una estatua del Señor Patata nos dio la bienvenida. Alguien había garabateado «Mierda de Yankees» con pintura roja en un costado de la estatua. Le di las gracias a Rosie por la invitación con un abrazo. Le pedí que se cuidara y salí dando tumbos de la estación. Anduve por la avenida Atwells hasta mi casa, me tomé un sorbo del antiácido para la úlcera, que me estaba matando, y me desplomé sobre el colchón.
Eran las doce del mediodía cuando conseguí llegar a la redacción. En cuanto entré, Lomax me agarró del brazo y me dijo:
—¡Mulligan! ¿Te has enterado de lo que le ha pasado a Gloria Costa?