—Está bien, gilipollas —dijo Polecki—. Vamos a repasarlo.
Volví a darle la descripción del pequeño matón, desde su cabeza rapada a sus zapatillas Air Jordan. También le conté la conversación, palabra por palabra hasta donde alcanzaba a recordar.
—¿Dijo que tenía un mensaje para ti? ¿Era de su parte o dejó entrever que era de parte de alguien más?
—No dijo nada.
—Vuelve a contarme cómo consiguió darle esa paliza a un tipo tan grande como tú.
—Ya te lo he contado tres veces.
—Sí, pero me gusta escuchar esa parte de la historia.
Eran bien pasadas las tres de la madrugada cuando llegué a la comisaría de la calle Washington. El sargento de guardia escuchó mi historia, reconoció su importancia y sacó a Polecki de la cama. Nos sentamos el uno enfrente del otro, sobre unas desgastadas sillas en una sala. Había dos tazas de papel con café y una mesa de interrogatorios llena de quemaduras de cigarrillo.
—Esto puede que lo cambie todo —dijo—. Puede que hayas visto a nuestro tipo.
Cuatro horas después dejé de mirar los registros de detenidos no pudiendo encontrar a nadie que se le pareciera. Estuve otra hora con una dibujante que parecía haberse sacado el título en una escuela de arte anunciada en una caja de cerillas. A juzgar por su retrato estábamos buscando a Homer Simpson.
Cuando llegué a casa el piso todavía apestaba a gasolina. Había huellas dactilares cubiertas de un polvo negruzco sobre la barandilla de la escalera, en el marco de mi puerta, en el pomo y en todos aquellos sitios donde hubiera puesto las manos el pequeño matón.
Intenté dormir un poco, pero no lo conseguí, así que llamé a McCracken para ponerle al día sobre lo que había pasado. Me prometió que difundiría la descripción a todos los investigadores de seguros de Nueva Inglaterra.
—¿Te pidió que dejaras de husmear? ¿Esas fueron sus palabras?
—Sí.
—Esto da al traste con la teoría de que buscamos a un chalado al que le pone ver los incendios.
—En efecto.
—Cuéntame otra vez lo de la paliza.
—Ya te lo he contado antes.
—Sí, pero me gusta oír esa parte.
Colgué y me metí de nuevo en la cama. Tampoco conseguí dormirme así que decidí salir de paseo.
—Si lo pillo lo mato —dije—. Todavía me cuesta creer que me diera de esa manera.
—Joder, suele pasar —contestó Zerilli—. Si te dan en los huevos no importa lo grande o pequeño que sea el tipo. Mi nieto de seis años Joey, ¿te acuerdas de él? Pues el otro día se tiró encima de mí, me aterrizó en las pelotas y me caí al suelo de rodillas.
Bajó la mano izquierda en un gesto instintivo, como para proteger su escroto.
—No me llegaría ni a los hombros —proseguí—, así que no llegaría al metro sesenta y cinco. De piel oscura, cabeza afeitada con un par de ronchones rojos, quizá psoriasis. Los hombros se le marcaban como dos melones por debajo de la cazadora. Fuma Marlboro. ¿Te recuerda a alguien de por aquí?
—No. Me suena a un tipo que Arena solía traer de Brockton de vez en cuando para los trabajos sucios, pero las últimas noticias que he tenido de él es que estaba entre rejas en Cedar Junction por secuestro. Resulta que el lerdo de él le apunta con una pistola al conductor, vuela el cerrojo de la puerta y empieza a soñar con cómo va a revender y forrarse con ese cargamento de ordenadores. Abre las puertas y ¿qué piensas que encontró dentro? Un montón de sillas plegables.
Pasamos por nuestro ritual habitual. Me ofreció una caja de habanos. Me hizo jurar que nunca contaría lo que hacía allí, en ese cuartito. Yo lo juraba, abría la caja de puros y encendía uno.
—¿Cómo están las apuestas para el partido de mañana? —pregunté.
—¿El de los Sox?
Asentí.
—A uno setenta —contestó.
—Parece un poco alta.
—¿Con Matsuzaka de pitcher? Debería ser más alta.
—Me apuesto diez centavos.
El negocio de Zerilli dependía del volumen. Si ganaban los Sox recogería 100 dólares de los que apostaban al que no era favorito y se los pagaría a los que apostaban al favorito. No ganaba nada. Si perdían los Sox, recogería ciento setenta de los que apostaban a favorito y pagaría ciento cincuenta a los que apostaban al que no lo era, sacando veinte dólares por apuesta.
A juzgar por el sonido ininterrumpido del teléfono, no tenía problemas de volumen de negocio.
—Estoy teniendo tanto negocio para este partido de los Sox —comentó—, que tengo que pasarle parte a Grasso.