Aquella noche me fue imposible dormir. Me tumbé en la cama en ropa interior, vi la CNN y leí una «Guía rápida sobre recogida de muestras de acelerantes». Olí la gasolina antes de escuchar el forcejeo en mi apartamento. Anduve de puntillas descalzo hasta la cocina, pisé algo húmedo y husmeé por la mirilla. Solo podía ver la escayola agrietada del pasillo. Di la vuelta al cerrojo, abrí de golpe la puerta y me encontré con un hombre agachado en cuclillas en la entrada de mi piso. Vertía una jarra de litro con gasolina sobre un recogedor de polvo, dispuesto a lanzarla por debajo de mi puerta.
—¿De verdad? —dijo—. ¿Calzoncillos de los Red Sox? ¿No crees que es pasarse un poco?
—Pues deberías ver los condones que uso.
La comisura derecha de su boca se curvó en algo parecido a una sonrisa. Luego cogió un paquete de Marlboro del bolsillo de su cazadora. Sacó uno y lo prendió con un encendedor desechable.
No dije nada. El labio del maleante se curvó otra vez. Probablemente pensó que estaba aterrado y sin poder hablar, pero ese no era el problema. Lo que me pasaba era que no se me ocurría nada ingenioso que decir. «Los cigarrillos matan» era demasiado obvio. «¿No sabes que es la semana de prevención de incendios?», no era mucho mejor. «Qué hay, no pasa nada» no era digno de mi ingenio. A todas esas ocurrencias les faltaba algo, no como al vestíbulo, al que le sobraba la gasolina.
Al final me decidí por:
—Lo siento, pero Timmy no puede salir a jugar.
La sonrisa se desvaneció.
—Bastante gracioso para un tío que está muerto.
—Es solo mi úlcera.
—¿Qué?
Me encogí de hombros.
—Tengo un mensaje para ti, Mulligan. Has estado husmeando donde no te llaman y eso es peligroso. Deja de fisgar. Este es el único aviso que te doy. La próxima vez, se me caerá el cigarrillo.
—¿Mulligan has dicho? —dije—, ¿buscas a Mulligan? Eché a ese gilipollas de aquí hace meses. Fumaba dentro y nunca ayudaba con los platos. Le pillé haciendo trampas, además siempre se escaqueaba a la hora de pagar el alquiler.
Pero el pequeño matón no se tragó el cuento. Se escapaba por las escaleras.
Lo perseguí, acorté distancias en el estrecho pasillo de la entrada. Le agarré por el hombro y le di la vuelta. Fue un error. Cerró los puños, amagó con la izquierda y me calzó un uppercut con la derecha en todo el escroto. Sonrió al verme caer, luego se dio la vuelta y salió tranquilamente por la puerta, como si no hubiese pasado nada.