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Eran más de las nueve cuando acabé de trabajar. Salí a la calle mojada por la lluvia. No me apetecía volver a mi apartamento vacío a aspirar restos del aroma de Veronica, así que me fui a Hopes y me senté en una banqueta en la barra. Annie, una alumna de Johnson & Wales, estaba detrás de la barra.

—¿Lo de siempre?

Mi úlcera decía que sí, pero el resto del cuerpo pidió una Killian’s.

—¿Seguro?

—Sí —respondí.

Alguien había puesto dinero en la gramola y ahora sonaba Lonesome Day Blues de Bob Dylan. Justo lo que no necesitaba, música que acompañara mi estado de ánimo.

Un grupo de bomberos se reía al otro lado del bar. Miré en su dirección y pude ver que le largaban dólares a Annie. Ella los recogía y levantaba la falda de campesina hasta arriba, dejando al descubierto sus larguísimas piernas para que pudieran admirar las vistas. Luego se colocó la falda en su sitio, se deslizó a mi lado, vio que la botella estaba vacía y me trajo otra.

—¿Y eso a qué venía? —pregunté.

—Me he hecho un tatuaje la semana pasada —dijo—. Y cometí el error de mencionarlo. Ahora todo el mundo quiere verlo. Al principio dije que ni hablar. Luego me empezaron a ofrecer un dólar cada uno para verlo. Y pensé, ¡qué demonios!

Es la única forma que hay de sacarles algo de propina a esos tirados.

Saqué mi cartera y le dejé un billete en la barra.

—Dame el equivalente de cinco dólares —le dije.

Puso una sonrisa de satisfacción y se levantó la falda, dejando al descubierto una mariposa roja y azul colocada justo debajo del paraíso. Pensé que quizá me quitaría a Veronica de la cabeza, pero no funcionó.

Estaba acabando mi tercera cerveza y la úlcera empezó a gruñir. Annie me acercó otra botella.

—Esta corre por cuenta de esa morena altísima y maciza que está sentada en la mesa del fondo —dijo—. Me suena su cara, ¿no sale en la tele?

Miré hacia donde apuntaba Annie y asentí:

—Sí, en el tráiler de la película «Wonder Woman».

Recogí la botella y la llevé hacia donde estaba Rosie, sentada con un vaso de líquido color ámbar en la mano y cinco latas de Budweiser vacías delante. Generalmente bebía poco. Nunca la había visto beber tanto. Tenía unas arruguitas alrededor de la boca, algo que tampoco había visto nunca.

—¿Qué tal andas?

—Dos de mis chicos han muerto, tres más están en el hospital. Los que quedan están jodidos y he perdido la cuenta de cuanta gente ha muerto o ha resultado herida estando yo de guardia. Así es como ando.

Le cogí la mano izquierda y la apreté suavemente.

—Nada de lo ocurrido es culpa tuya —dije.

—¿Estás seguro? —Ahí estaba de nuevo aquella mirada, la que me llevaba de vuelta a la época del cole.

—¿Bromeas? Eres una heroína, Rosie.

Pero ella bajó la cabeza y declinó el honor. Tenía los hombros hundidos y le caían mechones de cabello sobre la cara. Era la primera vez que la había visto así de empequeñecida.

—¿Sabes lo que más me aterra? —dijo susurrando.

—¿Qué?

—Polecki y Roselli. Con ese par de tontos encargados del caso, puede que nunca salgamos de esta pesadilla.

Se acabó lo que quedaba de bebida y le hizo señas a Annie para que trajera otra. Cuando llegó se la ventiló de un trago.

—Necesitas descansar, Rosie.

—Eso es lo mismo que me ha dicho el director de Seguridad Pública. Le he contestado que ni hablar, pero me ha dicho que me coja un par de días libres. Los voy a pasar emborrachándome.

Rebuscó en su bolso, sacó un sobre y me lo acercó.

—Toma —dijo—. Más vale que te lo quedes.

Miré en el interior y encontré dos entradas para el primer partido de la temporada en Fenway.

—Lleva a tu novia —dijo—. Yo no voy a estar de humor.

—No le gusta el béisbol, preferiría ir contigo.

—No voy a ser una gran compañía.

—No pasa nada, podemos sentirnos miserables los dos juntos.

Acto seguido, se levantó de la mesa y agarró el bolso para irse. Cogí las llaves de su coche de la mesa.

—Es muy amable por tu parte —dijo—, pero creo que voy a ir andando.

Media hora después estaba sentando en una banqueta con una cerveza en la mano. En ese momento apareció Annie con otra botella.

—Esta es de parte de la rubia que está junto a la ventana de la entrada —dijo—. ¿Estás tan bien dotado o es tu día de suerte?

—Estoy muy bien dotado. Todos los días son mi día de la suerte.

Agarré la botella y la llevé a la mesa donde estaba Gloria sentada con una lata de Budweiser.

—¿Solo un viernes por la noche?

—Veronica tiene el fin de semana libre. Va a estar con su hermana.

—¿Se está empezando a enfriar la cosa?

—Más bien se está calentando.

—Vaya, qué pena.

No sabía qué decir y creo que ella tampoco. Estuvimos así callados durante unos minutos.

—Bien —dijo finalmente—. Tengo que irme.

—¿Una cita a estas horas?

Negó con la cabeza.

—No es fácil encontrar el hombre adecuado, alguien que quiera pasarse una romántica tarde de paseo por Mount Hope, observando ventanas rotas y oliendo a humo.

—¡Por Dios, Gloria! ¿Todavía sigues con eso?

—Casi todas las noches. No todas. Cuando se desató el infierno el lunes pasado estaba en el White Horse en Newport con un broker baboso que intentaba impresionarme con todos sus conocimientos sobre finanzas. Me perdí la noticia más importante del año y ni siquiera me lo pasé bien.

Se bebió la lata, echó la silla hacia atrás y se puso de pie.

—Quédate, Gloria. La siguiente ronda corre de mi cuenta.

—Lo siento, pero tengo que irme.

—No deberías ir por ahí sola.

—Vente conmigo —dijo—. Tengo a Buddy Guy en la radio, te dejo fumar y esta vez prometo no besarte.

Casi cedí. Pero ¡qué demonios!, tampoco podía cuidar de todo el mundo. El dolor de mi estómago me recordaba que tampoco estaba haciendo un buen trabajo en cuidar de mí mismo. Además no estaba seguro de que cumpliría su promesa de no besarme o de si sabría comportarme en caso de que no lo hiciera.

Cuando negué con la cabeza se dio la vuelta y se marchó. La vi salir y cruzar la ventana bajo la lluvia.

Saqué un habano del bolsillo, corté la punta y le di fuego con el Colibri. Annie me trajo otra Killian’s, luego se puso detrás de la barra y subió el volumen de la televisión para que el turno de noche del periódico pudiera escuchar la versión de Logan Bedford sobre las noticias.

—¿Recuerdan a Sassy, el perro que supuestamente anduvo todo el país para encontrarse con su dueño? Bien, las pruebas de la escuela de veterinaria Tuft ya han llegado, y el canal 10 tiene la exclusiva. Esperen a escuchar sus conclusiones. ¡Les sorprenderán!

«No, no me sorprenderán» pensé, pero me acerqué a la barra con la cerveza para ver mejor. Bedford se lo estaba pasando en grande pasándonos la noticia por las narices. Cerró su reportaje con dos instantáneas, una de Martin Lippitt jugando con su perro y otra de Ralph y Gladys Fleming sobre las escaleras de entrada de su casa en Silver Lake, agarrados el uno al otro y llorando bajo la lluvia.

Annie se secó una lágrima de la mejilla y me trajo otra cerveza.

—Es la historia más triste que he oído nunca —dijo.

—Sí. Tan triste como «por favor, no envíen flores al funeral», «seamos solo amigos» o «ganan los Yankees».