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Los DiMaggios habían aumentado sus filas hasta los sesenta y dos miembros. Zerilli tuvo que cerrar el cupo cuando se quedó sin bates. A su vez, Rosie reforzó su maltrecho equipo con jóvenes reclutas sin apenas formación de la Academia de Bomberos. Había perdido cinco hombres entre heridos y fallecidos. La armería Drago de la calle North Main se quedó sin existencias de extintores y armas. Un montón de mujeres y niños huyó del barrio y fue a refugiarse a casa de familiares, mientras los hombres se quedaban haciendo guardia, armados con revólveres o escopetas. El periódico anunció que crearía un fondo de ayuda para aquellas familias que se hubieran quedado sin casa. Los dueños ponían los primeros mil dólares. El gobernador había ordenado a la Guardia Nacional de Rhode Island que patrullara las calles de Mount Hope.

El seguimiento de aquella Noche Infernal nos tuvo en vilo durante varios días. Era bueno que hubiese tanto trabajo. No tenía tiempo de relajarme o bajar el ritmo ni de pensar cómo el viejo barrio se estaba quedando cada vez más pequeño.

No fue hasta el viernes cuando pude plantearme por primera vez qué hacer a continuación. Estaba sentado en mi escritorio, pensando sobre ello cuando Deep Purple me interrumpió con los primeros acordes de Smoke on the Water. Miré quien llamaba y aun así decidí contestar la llamada.

—¡Maldito hijo de puta!

—Buenos días, Dorcas.

—¿Se puede saber quién es esa perra asiática a la que estabas sobando en Casserta’s la otra noche?

—Qué bien que llamas. ¿Qué tal está Teclado? ¿Le estas dando sus pastillas contra los parásitos? Tiene que tomarse una todos los meses.

—Siempre te ha importado más esa puta perra que yo.

—Bueno, es que ella era más cariñosa.

—¡Serás cabrón!

—Ha sido un placer hablar contigo Dorcas, pero tengo que seguir trabajando. —Colgué antes de que me acusara de tirarme a la perra.

La corté en mitad de su arenga. En cuanto colgué, volvió a sonar Deep Purple.

Hice una nota mental: Cambiar el tono a otra canción que no contenga la palabra «humo».

—Tenemos que hablar.

—¿Tienes algo para mí? —pregunté.

—Nada definitivo —dijo McCraken—, pero esa Noche Infernal no tiene sentido. Un pirado prende fuego para ver el incendio. ¿Por qué entonces cinco fuegos en cuatro calles distintas a la vez? Es imposible disfrutarlos todos al mismo tiempo.

Saqué un frasco de Maalox del cajón, lo abrí y le di un trago.

—Igual no son los incendios lo que le pone —argüí—. Quizá lo que le guste sea leer sobre ello en el periódico, ver su obra de arte en la televisión.

—Sí, puede que sea eso. O quizá fuera una manera de maximizar los daños. El Cuerpo de Bomberos no está equipado para manejar tantos fuegos a la vez. Tenemos demasiadas dudas. ¿Por qué no te pasas por aquí y nos ponemos a pensar juntos?

—Estaré allí en media hora.

Crucé la ciudad y me metí en la antesala del despacho de McCracken justo a tiempo de ver cómo su secretaria se agachaba para guardar una carpeta en un cajón de ficheros.

—Le está esperando —dijo mientras mantenía una postura que me permitía admirar su tanga rojo de encaje, bajo una minifalda negra—. Puede pasar adentro.

Y menudo adentro, pensé admirando todavía aquella vista. Aunque nunca se me ocurriría tocar nada: había visto demasiadas caras remodeladas por el exboxeador que tenía por novio.

McCracken me estrujó la mano como si quisiera pulverizar mis metacarpianos.

—¿Has tenido noticias de Polecki? —pregunté.

—Sí, justo después de hablar contigo. El edificio de tres plantas y las dos viviendas unifamiliares fueron incendiadas a propósito, sin ningún lugar a dudas. Se han encontrado cafeteras y gasolina en las tres viviendas. Todavía están trabajando en el dúplex y el edificio de apartamentos, pero ya sabemos con casi total seguridad lo que nos vamos a encontrar ahí.

—He oído que el pequeño que sacaron de ese edificio de apartamentos no sobrevivirá —dije—. Otro crío que no va a crecer en Mount Hope. Ya van once muertes y quince personas con quemaduras y heridas.

—Sí —asintió McCracken—. Casi cinco millones de dólares en indemnizaciones, tres de ellos contra mi empresa. Gracias a Dios no estoy en el negocio de los seguros de vida.

Su escritorio tenía el tamaño de un aparcamiento. Desenrolló un plano que ocupaba casi toda la mesa. Era una vista topográfica de Mount Hope en la que se distinguían las calles y distintas estructuras. Pasamos los siguientes cinco minutos identificando los catorce edificios que habían sido incendiados. McCracken los coloreó en orden cronológico con un rotulador amarillo, comenzando por el primer incendio de diciembre y terminando con los de la Noche Infernal.

En un primer momento los incendios parecían estar dispersos al azar. El primero en Cypress, el siguiente a cuatro manzanas al sur de Doyle, el tercero en Hope en el extremo este del barrio. Pero al ir marcando la siguiente media docena de incendios apareció de repente un patrón claro. Todos ellos se habían producido dentro de una zona rectangular cuyos límites estaban formados por Larch al norte, Hope al este, Doyle al sur y Camp, antes llamada Horse Pasture Lane, al oeste. Ningún incendio fuera del cuadrante sudeste del barrio, la zona colindante a la Universidad Brown y del acomodado barrio del Este.

—Me fijé en esto mismo el martes cuando estaba por allí comprobando los destrozos de la Noche Infernal —comenté—. Podía haber aparcado y me habría recorrido los catorce incendios en diez minutos.

—Si quitas los edificios viejos entre Doyle y Larch —comentó McCracken— te encuentras con unos terrenos fabulosos para el desarrollo inmobiliario.

—Sí, es verdad. Pero esto implica una conspiración a gran escala.

—Porque los edificios pertenecían a cinco promotoras diferentes.

—Sí, y los DeLuccas eran propietarios de la vivienda de Larch, lo que nos deja con seis propietarios diferentes.

—¿Y qué es de los otros cuatro edificios arrasados en la última noche?

—Todavía no lo sé —dije—. Voy a mirar los registros esta tarde, pero seguro que hay más propietarios.

—Probablemente —dijo—. Será difícil sacar ninguna conclusión.

—Aun así el patrón es curioso.

—Podría ser el azar. Hace unos años, creí haber encontrado un foco de cáncer justo cerca del estadio McCoy. Una docena de muertos o moribundos en cuatro manzanas. Un equipo del CDC vino de Atlanta para investigar y decidieron que no sucedía nada extraño. Cuando tienes mucho de algo, como por ejemplo incendios en Mount Hope o cáncer en Pawtucket o estrellas en el cielo, nunca se extienden de manera uniforme. Siempre aparecen agrupados.

—Aun así, da que pensar —dijo.

—Sí —dije—, desde luego que da que pensar.