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En Prospect Terrace, una estatua del Señor Patata hacía guardia sobre la tumba de Roger Williams. Algún vándalo con problemas de identidad sexual la había decorado con un sujetador enorme y un enorme pene rojo.

Un coche del Departamento de inspección del Cuerpo de Bomberos del estado estaba aparcado frente al edificio de tres pisos calcinado en la calle Doyle. Aparqué justo detrás, salí y traspasé la zona precintada por la policía. Pasé por encima de un montón de colchones y mobiliario lleno de hollín y hecho trizas. Había un agente uniformado haciendo guardia de pie en la escalera de cemento que daba a la entrada de la casa.

—Hay un tipo del Departamento de inspección del estado curioseando en el sótano. ¿Quieres que mire a ver si puedes hablar con él?

—Gracias Eddie —le dije.

Mientras esperaba observé lo que quedaba del número 188 de la calle Doyle. De pequeño solía jugar ahí mismo a polis y cacos con los gemelos Jenkins. Ahora faltaba la mitad del tejado y solo había oscuridad tras cada una de las ventanas, que estaban hechas pedazos. Aquello era un completo desastre. Me quedé mirando la única ventana del tercer piso que permanecía intacta; el sitio donde murió asfixiado por el humo el viejo señor McCready, el profesor que me había hablado de Ray Bradbury y John Steinbeck. El culpable de los incendios estaba dejando mi infancia reducida a cenizas.

La brigada doce, que había sido la primera en llegar al lugar la noche anterior, había conseguido salvar a todo el mundo menos al señor McCready. Dos bomberos habían sido ingresados en el hospital de Rhode Island por inhalación de humo y otro más había muerto con los pulmones achicharrados. Estaba mirando todavía hacia la ventana cuando Leahy salió hacia las escaleras de entrada.

—No puedo hablar de manera oficial, Mulligan —dijo.

—Pero…

—Pero extraoficialmente te puedo decir que hay tres zonas con un mayor grado de calcinación, localizadas en tres sitios distintos de las paredes del sótano.

—¿No tendrán por casualidad la forma de flechas invertidas? —pregunté.

—Sí, supongo que sabes lo que significa.

—Significa que han utilizado un acelerante —contesté, contento de que mis lecturas nocturnas de informes oficiales sobre incendios intencionados empezaran a dar sus frutos.

—En efecto —dijo Leahy—. Señal de acelerante. Toda una sorpresa.

—¿Han utilizado un temporizador? ¿Una cafetera también esta vez?

—He recogido algunas muestras de cristal roto y plástico fundido del suelo y las he enviado al laboratorio, pero sí, probablemente se trate de eso.

Le di las gracias y conduje una manzana hacia el norte, a Pleasant. Allí otro agente uniformado se montó al volante de un coche patrulla que estaba en la entrada del edificio de dos plantas incendiado. El lugar había quedado calcinado de tal manera que no había forma de distinguir de qué color había estado pintado antes del incendio.

—Los vecinos del inmueble acaban de pasarse por aquí —dijo—. Querían entrar para ver si podían rescatar algún recuerdo familiar. Los del equipo de investigación van a tardar por lo menos una semana en pasar por aquí, así que les he tenido que decir que se fueran. Fíjate bien. ¿No crees que deberían darse cuenta de que no queda nada que no esté o bien empapado o bien reducido a cenizas?

En la avenida Mount Hope, el tejado del edificio de tres plantas había quedado como un esqueleto de vigas negras. Un fino humo de color gris flotaba en el aire. Salía de las brasas que quedaban en el interior. Un grupo de bomberos seguía manejando una manguera que dirigía hacia la pared noroccidental, que se derrumbaba a trozos. Los refuerzos de Pawtucket se habían ocupado de este incendio y habían llegado a tiempo de ver a gente saltar desde las ventanas del segundo y tercer piso. Tres de los que saltaron se rompieron los tobillos y dos, las piernas. Un bombero y seis inquilinos, incluyendo un niño, habían sido ingresados con quemaduras de segundo grado y por inhalación de humo.

Estaba buscando a alguien con quien hablar cuando apareció Roselli. Me sacó un dedo, era su forma personal de hacerme saber que no tenía nada que comentarme.

En el dúplex en ruinas de la calle Larch un equipo de Construcciones Dio se había reunido en la acera, cerca de la excavadora. Se estaban tomando unas cervezas que compartían con Polecki.

—Ya me extrañaba que no aparecieras, gilipollas —saludó.

—¿Qué hacen aquí? ¿Has dado vía libre en este caso?

—No. El dueño las ha contratado para derribar lo que queda y limpiar los escombros, y no tengo nada que objetar. El tejado y los suelos se han precipitado al sótano. Ni siquiera yo puedo entrar a investigar hasta que no despejen toda esta mierda.

Al otro lado de la calle, un Joseph DeLucca abatido estaba sentado en las escaleras de su casa. Tenía la cabeza vendada y metida entre las piernas. Oyó mis pisadas en el pavimento, levantó los ojos y se quedó mirándome.

—Vete de mi propiedad echando hostias. ¡Puto buitre!

Se levantó lentamente, cerró los puños y se acercó a mí. Cerré un poco los ojos como anticipando el golpe.

—¿Cómo está tu madre?

Esa pregunta lo detuvo en seco. Suspiró y se dejó caer sobre las escaleras.

—No quiero que vuelvas a decir nada sobre mi madre en tu puto periódico —dijo—, aunque el tono provocativo ya había desparecido.

—No lo haré, Joseph. Sólo quería saber qué tal está.

—Muy cabreada. La tengo en casa de su hermana pero no entiende por qué no puede volver a casa.

—¿Por qué estás aquí sentado? —pregunté, antes de darme cuenta de que probablemente no podría ir a ningún otro sitio.

—Por ese maldito polaco, Pozecki o Perluski, me dijo que no puedo entrar en mi puñetera casa. Le dije que eso era una chorrada así que me prometió que me dejaría entrar, que podría echar un vistazo mientras no fuera al sótano. Tengo que comprobar si se han quemado las fotos de mi padre y mi colección de cartas de béisbol. Estoy esperando a que el capullo pare de tomar cervezas.

—¿Alquilabais este sitio?

—No. Es de madre. Padre se lo dejó cuando le pilló el cáncer. Es todo lo que tiene.

—¿Está asegurada?

—Madre dice que sí.

—¿Vais a volver a construir?

—No lo sé, tío. Madre es demasiado vieja para empezar de nuevo. Deberíamos haber vendido cuando tuvimos ocasión.