Veronica sacó el teléfono del bolso.
—¿Hacia cuál de ellos nos dirigimos? —preguntó.
—Te voy a dejar en Doyle y yo me voy a Larch.
Llamó al supervisor de guardia de Local, le dijo adónde íbamos y le metió prisa para enviar a todo el mundo que quedara por allí a Mount Hope. Luego hizo otra llamada para sacar a Lomax de la cama.
La radio emitió otro chirrido para decirnos que la ciudad de Pawtucket estaba respondiendo a la llamada de ayuda solicitada desde Providence. Enviaban tres coches de bombeo y otro con escalera.
Desde la esquina de Camp y Doyle, unos cincuenta metros más abajo, podíamos ver las llamas que se escapaban por la ventana del primer y segundo piso del edificio de tres plantas. Los coches patrulla habían bloqueado Doyle, así que aparqué, le dije a Veronica que tuviera cuidado y la dejé salir.
Vi como se abrió paso entre la policía gracias a sus encantos y luego corría cinco manzanas en dirección norte, hacia Camp. Los polis tenían colapsada Larch también, por lo que conduje media manzana hacia la intersección y acerqué el Bronco al bordillo de la acera, para dejar paso a los vehículos que llevaban el equipamiento antiincendio y a los de emergencia.
Corrí por la acera hacia Larch, donde muchos curiosos se reunían tras el cordón policial. Esta vez estaban asustados. Algunas mujeres lloraban.
Me abrí camino a empujones hasta que un agente me cerró el paso. El agente O’Banion no era precisamente un fan de Mulligan. Igual tenía que ver con aquella vez que escribí un artículo sobre su afición a robar canutos del depósito de material incautado y el jefe, seguramente cabreado porque no se le había ocurrido la idea antes, le castigó con un mes sin paga. Le puse delante mi pase de prensa. Lo miró y dijo:
—Vete a la puta mierda.
Me resistí al impulso de salir corriendo. No me convenía que uno de los DiMaggios me tomase por un pirómano que huye de la escena del crimen. Anduve una manzana en dirección sur por Camp, luego giré hacia el este por Cypress y fui dando un paseo por la calle. Escalé una valla de seguridad y me encontré en otra acera que me llevó a Larch.
Oí el fuego antes de verlo. Las llamas sonaban como miles de banderas ondeando al viento. También se podía sentir, se notaba el calor como una bofetada infernal.
Una columna de llamas subía por la fachada del dúplex. El revestimiento barato de alquitrán desprendía un humo negro que se mezclaba con el humo gris que subía en forma de torbellino desde los lados de la fachada. Dos bomberos abrían huecos por el techo para liberar el humo atrapado en el interior. El viento lanzaba llamaradas de fuego desde el lado este de la casa hacia el tejado del edificio. Los dos bomberos se rindieron y bajaron por la escalerilla, mientras unos compañeros rociaban el camino para ayudarles a descender.
La calle era una maraña de mangueras. Algunas tenían las juntas sueltas y el agua que se escapaba me empapó los vaqueros.
Oí un estallido detrás de mí.
Me giré y vi un resplandor en la ventana de un sótano, en una casa de dos plantas. Tenía la fachada con pintura amarilla descascarillada y había una furgoneta Dodge de color azul en el jardín de la entrada. La misma casa donde hablé con Carmella DeLucca y el neandertal de su hijo Joseph. Una llamarada estalló en el sótano y lo atravesó de derecha a izquierda, iluminando a su paso las tres ventanas.
—¡Eh! —grité—. ¡Allí!
Pero los cuatro bomberos a los que me dirigía ya se habían dado la vuelta y arrastraban dos mangueras al otro lado de la calle. Rosie y dos de sus hombres con las mascarillas puestas se bajaron la lengüeta protectora de sus cascos y se precipitaron en el interior abriendo la puerta a patadas. Salieron medio minuto más tarde. Rosie con una Carmella DeLucca que parecía un pajarillo agitando las alas.
—¡Bájeme!
Rosie la dejó en el suelo. La anciana parecía encontrarse bien pero, por si acaso, uno de los bomberos la llevó a la enfermería de campaña. Les seguí y mientras un paramédico la atendía, intenté sacarle algo de información.
—Señora DeLucca, ¿dónde estaba usted cuando se inició el incendio?
—No es asunto suyo —contestó—. Y ni se le ocurra poner mi nombre en su periódico.
—¿Quiere decir algo de la jefa de bomberos? Le acaba de salvar la vida.
—Por supuesto que quiero aclarar algo. Yo habría sido perfectamente capaz de salir por mi propio pie.
Al otro lado de la calle, las columnas de humo negro que salían del dúplex se habían transformado en vapor blanco, señal de que el incendio estaba siendo controlado gracias al trabajo concienzudo de los bomberos.
En cambio, el incendio en el edificio de dos plantas seguía en pleno apogeo. Sonaron una serie de golpes sordos, probablemente estallidos provenientes de viejas latas de pintura amontonadas en el sótano. El humo subía desde los bajos de la casa hacia el tejado a medida que el fuego se abría paso por entre las paredes, adonde las mangueras no llegaban. De la puerta principal se escapaba un humo gris.
Fue entonces cuando vimos aparecer por la acera la mole de Joseph DeLucca, arrastrando al oficial O’Banion que se agarraba a su pierna. Joseph se libró de él con un manotazo y berreó:
—¡Madre!
—Está a salvo —grité, pero no me escuchó.
Se abalanzó adentro a través de la puerta principal y fue engullido por el humo. Rosie y el otro bombero que habían sacado a la madre se apresuraron tras él.
Me quedé en la calle conteniendo el aliento y contando los segundos.
Diez. Las cortinas de la ventana prendieron.
Veinte. Le tocó el turno a una silla que había cerca de la ventana principal.
Treinta. Las llamas se comieron el revestimiento que había cerca de la entrada.
Cuarenta. Una lengua de fuego se abrió paso desde los laterales y barrió el tejado.
Cincuenta. Joseph salió despedido por la puerta. Detrás de él aparecieron, entre el humo de la entrada, Rosie y los oíros bomberos. Consiguieron inmovilizarlo en el suelo mientras le apagaban a guantazos el fuego que había prendido en su cabeza. Otro bombero dirigió la manguera hacia arriba, para rociarles con una fina lluvia de agua.