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Aquella tarde Veronica cocinó para mí.

Venía cargando con tres bolsas de la compra dispuesta a preparar algo sofisticado. Luego se dio cuenta de que mi menaje de cocina consistía solo en una vieja cazuela rayada. Inasequible al desaliento, Veronica la utilizó para cocer unos macarrones que salteó con aceite de oliva mientras ponía unos cuantos pimientos, calabacines y champiñones sobre una bandeja con papel de aluminio y la introducía en un horno costroso.

—¿Para esto sirve eso? —comenté cuando encendió el gas.

Cuando la cena estuvo lista, mi casa olía mejor que nunca. Nos tumbamos encima de la cama para ver otra reposición de «Ley y Orden» mientras compartíamos un Russian River directamente de la botella. Tuvimos que comer en platos de papel con tenedores de plástico: Dorcas se había quedado con la vajilla, pero no me importaba. Odiaba lavar los platos.

Un rato más tarde tiré todos los platos y tenedores al cubo de la basura y nos volvimos a acomodar en la cama, yo con lo último de Robert Parker —que le había quitado al escritorio del crítico literario— y ella con una edición de bolsillo de Patricia Smith, una poetisa meliflua que había descubierto recientemente. Esa sensación de cotidianeidad era acogedora e inquietante al mismo tiempo.

Había iniciado el capítulo dos, cuando Veronica comenzó a recitar poemas en voz alta, disfrutando cada palabra que decía.

¿Me estaba leyendo poesía? Aquel asunto se me empezaba a ir de las manos. Intenté no prestar atención concentrándome en si el marido celoso creía que Spenser era el hombre adecuado para hacer de detective. Veronica se giró sobre mí, me quitó la novela de las manos y la cerró de golpe.

—Tienes que escuchar esto.

—No me va mucho la poesía, Veronica. No me emociona a no ser que se trate de la voz nasal de Bob Dylan.

—Calla y escucha.

¿Quién parió el jazz?

¿Cuál fue el canal húmedo y angosto a través del cual luchó para surgir?

¿Quién lo mantuvo a flote,

Le dio los azotes de recién nacido

Y provocó ese llanto glorioso?

Todo eso da igual

Lo que importa es ese ritmo fluido que se deshace en un murmullo inconexo,

Y que nos pertenece,

Lo que importa es ver hombres escuálidos

Que juran ante su imagen sobre la barra del bar

Lo que importa son las jóvenes negras

Que se suben las jaldas

Y pisotean la pista de baile

Hasta bien pasada la hora de vuelta a casa

—¡Joder, qué bueno! —dije, y de verdad lo pensaba.

—Te lo advertí.

—Déjame verlo. —Me alcanzó el libro y le di la vuelta para ver la foto de la autora en la contraportada—. Vaya, si además está buena y todo.

—Calla —dijo, aunque sonreía al decirlo.

Después encendí la televisión de nuevo, para ver una reposición de «The Shield: al margen de la ley», una serie que me gustaba porque el policía protagonista, Michael Chiklis, era un fanático de los Red Sox. Veronica se excusó un momento y bajó a la carrera por las escaleras para recoger algo del coche. Mientras, en la tele, el detective Vic Mackey y su equipo de élite intentaban averiguar cómo la banda de los One-Niners habían conseguido hacerse con un cargamento de lanzagranadas. Justo entonces volvió a entrar Veronica con una bolsa. Abrió mi armario y encontró tres pares de vaqueros desgastados, tres jerséis de los Red Sox, una chaqueta azul arrugada y un montón de perchas vacías. Abrió la cremallera de su bolsa y sacó unas cuantas prendas. La complicidad doméstica aumentaba a cada minuto en comodidad e intranquilidad por igual.

Veronica se tumbó de nuevo en la cama y me atrapó con sus piernas. Comencé a darme la vuelta para darle un beso cuando de repente sonó la emisora de la policía y se rompió el encanto del momento.

«Código rojo en la calle Locust!».

—¡Mierda! —masculló—. ¿Eso está donde creo que está?

—Sí, es en Mount Hope.

Nos abrigamos para salir y fuimos a por Secretariat.

—Esto se está convirtiendo en algo más que noticia —dije mientras arrancaba el coche—. Ese bastardo me está cabreando un montón.

—¿A qué te refieres?

—Está interfiriendo en mi vida sexual.

Al girar a la izquierda desde la calle Camp hacia Locust, vi el coche de bomberos de la brigada seis que ya estaba recogiendo las mangueras y el resto del equipamiento. Rosie estaba riéndose de pie en el jardín de entrada de una casa en ruinas.

—Liam —gritó—. Ven aquí. Tienes que ver esto.

Nos hizo pasar a un vestíbulo decorado con carteles de películas de miedo, con latas vacías de Heineken y ropa sucia tirada por el suelo. Más adelante se veía una de esas escaleras que se extienden al tirar de una trampilla del techo. Encendió la linterna y Veronica y yo la seguimos.

—Cuidado con la cabeza —dijo, en el mismo momento en que me choqué con una viga.

Los bomberos habían abierto a hachazos varios huecos en el tejado para dejar salir el humo, pero el concurrido ático todavía apestaba a cables quemados y a algo más. Rosie movió su linterna hacia la izquierda, iluminando una mesa de madera contrachapada. Encima había un invernadero con doce plantas de marihuana quemadas bajo una hilera de luces de alta intensidad. La mitad de las plantas habían quedado reducidas a meros tallos, con todas las hojas carbonizadas. El resto se habían consumido con el fuego.

—Es una casa de estudiantes de Brown que cultivaban su propia «maría» —dijo Rosie—. Las luces recalentadas habrían quemado la totalidad del sitio si no llegamos a aparecer a tiempo.

—¿Te importa que inhale un poco?

—Tú mismo —dijo—. La mitad del equipo ya ha pasado por aquí a respirar e intentar retener algo.

Se rio de nuevo y nos unimos a la risa. No tenía tanta gracia, pero estábamos un poco aliviados de que el pirómano se hubiera tomado la noche libre. Además, creo que Rosie estaba un poco colocada.

Me llevó a un lado y me susurró algo al oído. Solo medía cinco centímetros más que yo por lo que no tenía que agacharse tanto.

—Creía que te gustaban las altas.

—También me gustan las bajitas. Tienen todo en su sitio, solo que más cerca.

—Es muy guapa, Liam.

—Sí, y además cocina.

—¿Tiene alguna idea de lo colado que estás por ella?

Aquello me sorprendió.

—¿Qué te hace pensar que es así?

—¿Estás de broma? Se nota a la legua por la forma en que la miras.

Me besó en la mejilla y dijo:

—Cómprale algo bonito que pueda lucir sobre su piel.

Al volver a casa me sentía nervioso. Rosie me conocía mejor que yo mismo y lo que me había dicho me había trastornado. Además, el tirón de adrenalina que suponía para mí la expectativa de una historia importante todavía circulaba por mi sangre. Veronica lo presintió y me acarició el muslo.

—¿Qué tal si paramos en Hopes para tomar algo?

—Tengo una idea mejor. Volvamos a casa y desnudémonos.

—Solo si me explicas una cosa antes.

—Dime.

—¿Por qué Rosie te puede llamar Liam?

—Lleva llamándome así desde primaria, Veronica. Supongo que es una costumbre que cuesta cambiar.

Aparqué Secretariat enfrente de casa. Estaba a punto de quitar la llave de contacto cuando sonó de nuevo la radio de la policía.

«¡Código rojo en Doyle!».

Me dio otro subidón de adrenalina mientras sacaba de nuevo el Bronco. Volví a recorrer de vuelta el camino por donde habíamos venido, comprobando la radio de la policía de vez en cuando.

«Una casa de tres pisos totalmente afectada. Hay gente en las ventanas. La brigada seis necesita refuerzos».

Y luego, un minuto más tarde, volvió a sonar: «¡Código rojo en Pleasant! Vivienda unifamiliar afectada. La brigada doce necesita ayuda».

—¡No puede ser verdad! —dijo Veronica.

Pisé el acelerador mientras cruzamos el río Providence, recorrí a toda prisa la empinada pendiente de la calle Oinley y giré a la izquierda por Camp hacia Mount Hope.

La radio volvió a sonar.

«¡Código rojo en la calle Larch! ¡Código rojo! ¡Esto es un infierno!».